Cultura

Orquestas, globalización e identidad

Pedro de la Hoz

A principios de este mes el semanario español El Cultural solicitó a dos destacados referentes de la vida musical en la península ibérica comentarios acerca del impacto de la globalización en el sonido de las orquestas sinfónicas.

Miguel Angel Marín, director del Programa Musical de la Fundación Juan March, consideró que con “la globalización, las orquestas dejaron de ser lo que eran o, mejor dicho, dejaron de sonar como habían sonado. El rasgo más codiciado de una orquesta o un solista, el que mejor podía dotarlo de una personalidad artística propia, era un sonido tal que oídos expertos pudieran reconocerlo. La tendencia a la homogeneización de las últimas décadas está acabando con ese ADN musical arrastrando a la nostalgia a más de un melómano”.

El notable compositor Tomás Marco opinó: “Se dice que las orquestas actuales se parecen mucho más unas a otras que hace años y que la personalidad se ha perdido mientras la calidad sube. Aunque el recuerdo magnifica las cosas, alguna verdad hay en ello. Hace tiempo se distinguía con facilidad la morbidez sonora de la Filarmónica de Viena de la nitidez abierta de las orquestas rusas o de la brillantez, un poco forzada por una alta afinación, de las americanas. Ahora todas tocan, fuera de su grado de calidad, de una manera más estándar”.

El primero apuntó a la influencia de la industria fonográfica en la fijación de patrones a seguir; Marco señaló el escaso fondo de tiempo que los titulares de los organismos sinfónicos dedican a modelar singularidades y la propia dinámica de la programación que abrevia los plazos para ensayar.

No deja de haber razones en tales descargos, aunque no agotan un problema mucho más complejo. Tampoco se debe absolutizar la equiparación del sonido de las orquestas ni despersonalizar a los directores.

Me permito, en la distancia y a partir de una experiencia crítica en la que trato de curarme de arranques nostálgicos, aportar matices a tan respetables opiniones.

Habría que introducir en el análisis por lo menos tres variables, a saber, de qué orquestas se habla, la ecuación entre tradición y riesgo y el papel de los públicos.

Es más probable que las instituciones de mayor anclaje en Estados Unidos y Europa se parezcan cada vez más unas a otras que las que operan en la periferia de los circuitos establecidos, a excepción de aquéllas entre estas últimas que aspiran a mimetizar los íconos de la actividad sinfónica mundial.

Como en los clubes de fútbol y béisbol, las organizaciones planifican y defienden sus fichajes, en la medida de sus posibilidades financieras, la celebridad de las plazas, la vinculación con los medios de comunicación y la industria del espectáculo y la exigencia de los públicos más fieles.

De hecho circulan listas consagratorias de una especie de top ten de las sinfónicas y filarmónicas, en las que no faltan las de Viena, Berlín; Concertgebouw, de Amsterdam; Staatskapelle, de Dresden, San Petersburgo, Chicago, Boston, Cleveland.

Cabría preguntarse en serio si la respuesta de sus instrumentistas siempre es la misma ante cada obra –por lo regular hay coincidencia inevitables en los repertorios de autores clásicos, románticos, impresionistas y representativos de ciertas escuelas nacionales–, y ante cada director. Como también diferenciar las audiciones en vivo de las que responden al mercado discográfico, hoy día ampliado al audiovisual. Estoy seguro, porque lo he experimentado, que un melómano de oído medianamente entrenado, tendría reparos en homologar esas orquestas.

Luego están esas otras orquestas sin tanto renombre ni complejos a la hora de armar sus repertorios y encarar el riesgo de perfilar un sonido propio. No digo mejor ni peor, sino desprejuiciadamente propositivo y arriesgado. En ello desempeñan un papel de primerísimo orden la legítima ambición artística de sus integrantes y el talante de sus conductores.

Sin ir muy lejos, en Venezuela, el Sistema de Orquestas Infantiles y Juveniles, creado por el inolvidable maestro José Antonio Abreu, desarrolló –y mantiene aún pese a la crisis, el cerco financiero y la injerencia foránea– decenas de instrumentistas calificados con una perspectiva artística propia, cuya máxima expresión fue y es la orquesta Simón Bolívar.

De esa fragua surgió un director que hoy ostenta reconocimiento mundial, Gustavo Dudamel. No se parece a nadie aunque ha bebido de muchas fuentes; una de ellas, la que le proporcionó el maestrísimo Claudio Abbado. Su manera de encarar el trabajo instrumental posee aliento propio: brillantez e identidad son conceptos que se conjugan en su trabajo ya sea en Venezuela, Viena o Los Angeles.

Más cerca todavía: póngase bajo la lupa al mexicano Carlos Manuel Prieto. Cuando meses atrás la revista Musical América lo nominó Director del Año, tuvo en cuenta, de acuerdo al dictamen, “la innovación y dinamismo” en sus interpretaciones. El premio reconoció el ascenso de la carrera internacional de Carlos Manuel como director versátil: desde Bach hasta Haydn, de Beethoven a Brahms y de Mahler a Shostakóvich. Pero su nombradía internacional no hubiera sido posible sin un sustento nacional. Al frente de la Sinfónica Nacional de México y la Sinfónica de Minería se le han visto y escuchado dotes de conductor al moldear estilos, como para demostrar que sí se puede.