Jorge Gómez Barata
No conozco ningún evento político que haya tenido tantas repercusiones internas que los diálogos con la emigración convocados por Fidel Castro en 1978 y las políticas derivadas de ellos. Como resultado de las cuales se liberaron 3,600 detenidos, se autorizaron las visitas de los residentes en el extranjero y se adoptó un programa para la reunificación familiar en Estados Unidos.
Debido a que para entonces habían salido de Cuba no menos de medio millón de personas rumbo a los Estados Unidos, donde una parte se prestó a la actividad contrarrevolucionaria, haba ocurrido una ruptura y existía un nivel de repudio hacia esas personas.
A las pasiones derivadas de la confrontación con Estados Unidos, se sumó la división y la incomunicación de la familia, generando traumas sentimentales. Esas contradicciones que llevaron a situaciones extremas se sumaron al conflicto mayor de naturaleza política, que era alimentado por la imparable riada de los que se marchaban a Estados Unidos.
De pronto, personas de un lado eran tratados como “gusanos”, “apátridas”, “traidores” y del otro, como “comunistas intratables”, conversaban al máximo nivel y sus demandas eran escuchadas. Aunque la sociedad anhelaba reconciliarse con sus familias, ciertos sectores del activo revolucionario interpretaron el diálogo con los emigrados, como concesiones políticas o muestras de “reblandecimiento ideológico”.
Aquellas incomprensiones que, aunque nunca llegaron a poner en peligro la cohesión en torno a la Revolución, fue un síntoma que Fidel Castro decidió abordar resueltamente, para lo cual, según recuerdo, en enero de 1979, convocó una amplia reunión en el teatro Karl Marx en la cual dio lectura a la carta de un militante que se sentía profundamente agraviado y en duros términos criticaba la nueva política.
En aquel encuentro, al que tantos defensores como detractores acudimos bajo las tensiones del momento, Fidel realizó una pormenorizada explicación de la política, ofreció argumentos y señaló conveniencias.
Dado el tiempo transcurrido y que al parecer aquella intervención no está disponible para consulta, no abuso de la memoria y menciono sólo el fragmento en que Fidel consideró el camino emprendido como una:
“Acción revolucionaria que necesitaba valor y como una política difícil que ponía a prueba las convicciones…”
El paso del tiempo y la maduración de los procesos políticos han dado la razón a Fidel y a las personalidades emigradas, algunos políticos maduros y otros jóvenes que entonces dieron pasos decisivos. Según se percibe, la reconciliación de la familia cubana es total. Las heridas han sanado y las objeciones mutuas han sido depuestas.
No obstante, debido a las políticas imperiales y a la persistencia de reductos de la contrarrevolución, algunas tensiones persisten. Aunque sin la tirantez de ayer, la política con la emigración sigue siendo una política difícil, simplificar el cuadro e ignorar matices no ayuda.
En los años noventa, un vocero de la contrarrevolución en Miami, Agustín Tamargo, pedía a gritos: “Tres días de licencia para matar en Cuba”. Entonces Nicolás Ríos, director de la revista Contrapunto, me pidió que lo acompañara a Matanzas para entregar un encargo de un amigo suyo para su hermana.
Consciente de que mi trabajo de entonces podía generar algún conflicto de intereses, Nicolás me advirtió: “Se trata de la hermana de Agustín Tamargo y el encargo es dinero. “No importa le dije, te acompaño”. La señora estaba enferma e impedida y resulto difícil cumplir la encomienda.
Un día en un encuentro con Fidel, cuando conversaban sobre la complejidad del momento, Nicolás le narró la aventura. Dirigiéndose a mí, en lo que parecía un reproche, comentó: “El tipo queriendo lincharnos y tú llevando recados y dinero”. ¡Hiciste bien! Lo cortés no quita lo valiente”.