Yucatán

Juan Carlos Lomónaco ante Dvorak

Víctor Salas

Las finas líneas del destello

Muchos amigos siempre me preguntan que si me cae mal Lomónaco, que si no me llevo con él, que por qué no me gusta lo que hace y cuestiones parecidas. No tengo empatías ni antipatías. Con amistad o sin ella, las cosas me gustan o no. Punto. Y digo siempre lo que pienso, sin ataduras de ningún tipo. Así, pues, hoy he de exponer la hermosa labor del titular de la OSY en el concierto del viernes 25 de enero del 2019.

Un diferente Juan Carlos Lomónaco se enfrentó a los conjuntos orquestales y lo hizo abordando todos los matices corporales que cada segmento de la sinfonía del Nuevo Mundo exige. Nunca, en tantos años, lo había percibido tan desenvuelto, dueño de sí mismo, vibrando la batuta de manera pasional, exigente de fuerza, emotividad, llevando los brazos abajo casi a las rodillas de los concertinos, elevando el índice como lanzando una orden fecunda que brotaba de los metales en una sonoridad clara y vigorosa, apretando las mandíbulas o acariciándose, en fino arrullo, el rostro con ambas manos.

Ese es el Juan Carlos que esperaba, aunque nunca lo supo porque no tenía que saberlo. ¿Hay razones para una trasformación musical? Claro. La edad, los cambios endocrinos, la madurez después de tanto oficio y por último la decisión de no estar atado a la partitura y a ese cuadrilátero que es el podio. Dirigir una obra de memoria es crear una comunicación diferente con los atrilistas, significa poder mirarlos, decirles cara a cara lo que se quiere de ellos, motivarlos a ir de manera congruente por los mismos rumbos sentimentales y pasionales.

Es posible que el director de la sinfónica yucateca haya dirigido antes esa obra sin leerla, pero a mí no me había tocado en gracia ver tal circunstancia, que aprecio enormemente.

Por esos rumbos sentimentales anduvo con la Obertura de Aarón Copland y el Concierto para flauta de Lowell Liebermann. Pero también es posible que a él le vayan muy cómodas las obras de corte moderno, que le permiten olvidarse del reto de Brahms y la constelación de clásicos y románticos.

Megan Maiorana es tan espigada, que, como la vara del trigo, uno no se explica cómo no se quiebra ante la fuerza del viento. Ella tiene una potencia en el soplido maravilloso, del cual extrae las sonoridades flautísticas que nos impregna de multiemociones, según el momento de la escritura de la partitura que apenas atiende por estar tan concentrada en los distintos momentos del adagio o el presto. Sus músculos trapecio y deltoides son los únicos que nos indican cómo se sostiene esa artista ante las dificultades largas y variadas de la obra de Lowel Lieberman, titulada Concierto para flauta, Op. 39.

Megan fue bellamente vitoreada y muy elegante agradeció a todos el reconocimiento que le hacían.

No puedo dejar de señalar que el programa fue diseñado con compositores del siglo XX y del XXI, lo que nos nutre el espíritu de almas nuevas, de piezas necesarias para enriquecer nuestro propio acervo cultural.