Conrado Roche Reyes
Cuando deambulaba por las calles meridanas hace algunos años, con medio estoque entre pecho y espalda, penetré a varios “centros de salud” un sábado, cuando el Centro Histórico se ponía más animado, los restauranteros sacaban sillas y mesas a la calle, y en varios de ellos contrataban músicos. Parece, en realidad, que ésos son días de fiesta, lo que nuestra ciudad debería ser: una cosmopolita urbe turística. Los visitantes extranjeros se expresan muy positivamente de esta situación, ya que el resto de las noches la ciudad nuestra es una de las más aburridas del mundo.
Estoy hablando de hace más de diez años, cuando caminaba yo sobre la calle 62 y escuché música que provenía de un sport bar terraza. Se trataba del lugar llamado “Mayan pub” (de unos años a la fecha todo lo que se oferte a los gringos es maya, así sean abanicos de sándalo maya, cochinita pibil maya, sombreros mayas, etc.). Pues bien, penetré al bar citado y tocaba ahí un grupo de regaee. Me aposente en una mesa frente al escenario. Los chavos ejecutaban bastante bien ese ritmo jamaiquino que entonces estaba muy de moda, más que ahora, en especial entre los muchachos de la nueva generación de estudiantes. Todos ellos y ellas muy izquierdistas, muy revolucionarios y muy intelectuales. Los varones con sus disfraces de artesanos, en contraposición de ellas que acudían vestidas y maquilladas lógica y normalmente. Además hermosas.
En su momento, el grupo musical terminó su set y miró con asombro que todos los elementos del mismo se van acercando a mi mesa. Con toda educación –yo no los conocía– me dijeron: “Don Conrado, ¿nos podemos sentar con usted?” Obviamente acepté su propuesta. Se les veía unos chicos sanos y educados. Todo lo contrario a los “irreverentes e iconoclastas” del rock y de los ritmos jamaiquinos y el rap y hip hop.
Iniciamos una charla. Parecíamos congeniar muy bien. Embonamos de inmediato. Me preguntaron acerca de mi alejamiento de la música, dado que ellos si tenían conocimiento de mi vida y obra y milagros. Uno de ellos me dijo que seguramente conocí a su difunto padre. Al mencionar el nombre del mismo, le respondí que por supuesto que sí. Se trataba de uno de los primeros impulsores y promotores del rock en Mérida. Vivió y murió de y para el rock. Los tequilas iban y venían a velocidad escalofriante. Yo llevaba muchos años sin empuñar un bajo eléctrico, sin embargo, al calor de las copas y en el rincón de una cantina, en este caso, un Pub, pregunté al bajista si me prestaba su bajo para tocar algo yo solito. Un monólogo de bajo. Le dije así mismo, que a mí no me convencía mucho esa quinta cuerda que estaba de moda. Entonces el me respondió: “Pues ni modo don Conrado, este es de seis cuerdas”. Sin importarme mucho tomé su bajo –me pareció un Fender jazz bass, no lo recuerdo muy bien– porque estaba entre botellas abrumado por los humos del alcohol.
Empuñé entonces el instrumento y subí al escenario. Sin pensarlo y sin mirar al público –el lugar estaba a reventar–, comencé a improvisar algo. No sé que fue lo que toqué. Inclusive hubo momentos en que soleaba con dos y hasta con tres cuerdas dando al sonido una gran profundidad. No sé si fueron segundos u horas, pero al terminar y devolverle su bajo al chavo en escena, estalló una ovación ensordecedora. Sorpresa. El chico me dijo que me estaban aplaudiendo y que pedían “Otra, otra”. Como mi inaudita timidez no me lo permitió, decliné, le regresé su instrumento al chavo y salí del lugar medio atolondrado por la respuesta del público. ¡Hacía tantos años que no escuchaba que me aplaudiesen. Desde meses antes de la muerte de mi guitarrista Mike Mansur, que tenía como ocho años de fallecido. Este sí que fue literalmente mi canto del cisne. Jamás he vuelto a tocar una guitarra después de aquello. Ni siquiera acústica. Como todo matrimonio bien avenido, mi separación de la música terminó en un virtual divorcio.