Cultura

Goya por sí mismo

Pedro de la Hoz

En apenas 45 centímetros de alto y 35 de ancho, el artista se vio a sí mismo más allá de los rasgos físicos de un hombre que a la sazón había cumplido 69 años de edad. Mucho había pasado el individuo y hasta cierto punto ha atemperado sus ímpetus, al menos en lo que compete a su actuación pública. Tiempo después, a la altura de 1819, se retira a un sitio campestre, cerca del río Manzanares, al que vecinos y amigos llamaron la Quinta del Sordo, en alusión a la agudizada pérdida del sentido del oído padecida por el propietario. Lleva consigo algunas obras, entre ellas este autorretrato fechado en 1815. Su autor es, sin lugar a duda, uno de los artistas más famosos de todos los tiempos y ya entonces celebrado por sus contemporáneos, el español Francisco de Goya y Lucientes.

En la Quinta sigue pintando. Es la época de las llamadas pinturas negras, de paleta reducida y concentrada en ocres, tierras, grises y negros; con solo algún blanco luminoso en las vestimentas de las figuras, y de vez en cuando un detalle verde en el paisaje, y esa sobriedad se advierte en las obras que ha traído consigo.

Autorretratarse fue práctica usual en su carrera. En 1815 lo hizo dos veces. Son muy parecidas ambas composiciones. Una fue a parar a la Academia de San Fernando; es un Goya ligeramente sonriente, con la cabeza más inclinada y expresión diríase positiva. El otro, perteneciente a la colección del Museo del Prado, rezuma un matiz dramático, de un drama que va por dentro, más bien la resignación de un ser fatigado en la carne y el espíritu.

La ficha del Museo del Prado califica la obra como un cuadro absolutamente moderno, en el que la luz enfoca el rostro y no distrae al espectador con detalles superfluos. Se evoca una ilusión tormentosa, romántica en ese espacio neutro, por encima de la cabeza y el revuelto peinado del artista. Varios estudiosos han establecido analogías con las figuras de pesadilla que surgen de su figura del grabado número 43 de la serie de Los caprichos o con el autorretrato a la tinta y aguada de 1800, en el que la barba y las patillas se funden con la pelambre que corona su testa.

Este es el Goya que tengo ante mí en una pared privilegiada del Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana, cedido en préstamo por el Prado durante un mes –puede verse hasta el 15 de diciembre– con motivo de la reciente visita de los reyes de España a la capital cubana, a tenor con la conmemoración de los 500 años del emplazamiento de la ciudad en su locación definitiva.

Tres años antes, habaneros y turistas se dieron un banquete visual con la muestra que el Prado desplegó al aire libre, a base de reproducciones fotográficas a escala real, cincuenta obras de la colección del museo madrileño. En la verja perimetral del Castillo de la Real Fuerza, a pocos metros de la rada habanera, colgaban réplicas de Las Meninas, de Velázquez; El tres de mayo, de Goya; El caballero de la mano en el pecho, de El Greco, y El jardín de las delicias, de El Bosco, por citar unas cuantas perlas. Claro que no es lo mismo la copia que el original, por muy perfecta que sea la impresión gráfica.

De modo que con este viaje, Goya, el pintor, viaja por primera vez a La Habana, como sucedió antes con algunos de sus grabados. La pieza sale excepcionalmente de paseo a esta parte del mundo: en 1989 se expuso en la Ciudad de México; en 1994, en Chicago; en 1998 volvió a la capital mexicana en la exposición colectiva Artistas pintados: retratos de pintores y escultores del siglo XIX, y en 2014 en Boston como parte de la antológica Goya: Order and Disorder.

El autorretrato de Goya posee esa cualidad insuperable que proviene de la huella del pintor sobre la superficie, testimonio único e irrepetible del acto creador. Los espectadores de hoy quizá puedan entender lo que sintió el joven José Martí ante la visión del autorretrato de 1815 que pertenece a la Academia de San Fernando. Tenía 26 años el Apóstol de la independencia de Cuba cuando escribió apuntes muy elocuentes acerca de nueve cuadros de Goya albergados por la institución, uno de ellos aquel emparentado con el que se halla ahora en La Habana.

Martí remite su experiencia a la observación de los autorretratos de Van Dyck, e incluso le concede a Goya la distinción de ser más humano. Destaca, subraya el investigador David Leyva, el claroscuro de la obra entre el contraste del fondo y la luz que emerge de la amplia frente del pintor. También admira el realismo de los rasgos faciales y hace una exhaustiva descripción del rostro del artista, imagen luminosa en medio de un entorno oscuro.

Coincide la exhibición de la obra en La Habana con una extraordinaria muestra en el Museo del Prado que reúne más de 300 dibujos de Goya. Tres cuartas partes proceden de los fondos del Prado; el resto, de colecciones privadas y grandes museos de todo el mundo. Es la mayor realizada hasta la fecha: abarca toda su carrera, desde sus primeros trabajos en Italia, cuando en Roma aprendió a dibujar del natural, hasta el final de sus días en Burdeos.