A pesar de mi provecta edad, en la que a veces soy muy dado a hacer travesuras y pequeñas bromas estudiantiles, ya que la ironía y el sarcasmo son parte de mi ADN, hoy palabra tan de moda, digo, no la ironía ni el sarcasmo sino el ADN.
En cierta ocasión, un caluroso mediodía, cuando iba al POR ESTO! a escribir, para cortar camino y más bien para protegerme de los candentes rayos solares, se me hizo fácil librarme del abrasador calor, entré por el Pasaje de la Revolución, donde absolutamente todas las bancas estaban ocupadas por x’ma oficios apoltronados en ellas haciendo “hora” o como este servidor, para librarnos del espantosos bochorno que sufrimos en Mérida en la época de quemas.
Encaminé mis pasos hacia la calle 60, y me di cuenta de que en todo el pasaje está expuesta al público consumidor una exposición de arte, de esas de novísimo cuño llamadas “instalación”.
Por pura curiosidad me acerqué a mirar una vieja y desvencijada puerta de una casa antigua ya carcomida por el comején. Más allá, una serie de latas de refrescos o cervezas, algunas semiapachurradas y con algunos espejitos de aquellos que se usan en los juegos infantiles de niñas llamado “Juego de té”. Debo aclarar que cada obra de aquel arte traía una pequeña tarjeta del tamaño de una idem de presentación con el nombre, muy rimbombante y sin ningún sentido cercano a la obra que estaba observando. Más atrás, una muñeca de trapo tirada en el suelo, rodeada de arena, llevaba el título de “Mi liturgia”. Y casi al final del pasaje, un trozo de una planta que el mar arrojó a la playa, cubierta de barniz y con los consabidos espejitos y un xixito de arena. Esta se llamaba “Pleamar”.
Obvio es decir que el 90 por ciento de los ciudadanos de a pie que pasaban por ahí miraban de reojo a aquellas fulgurantes, infinitas obras de arte, y seguían su camino. Sin embargo, algunas personas, la mayoría del interior del país y disfrazados de artesanos del Parque Hidalgo, casi siempre una pareja, hombre y mujer, en ocasiones incluso con su dziriz (chilpayate wey), se quedaban mirando con rostros de arrobamiento aquellos objetos y haciendo comentarios en voz baja y asintiendo la cabeza como signo de aprobación. En cada instalación (piedras, xaxnuques, punching bags, etc.) se detenían y observaban con gran admiración todo aquel merequetengue esperpéntico.
De pronto, Simeón, que así se llama mi diablillo de travesuras, me hizo concebir una idea. Al final del Pasaje de la Revolución se encuentran enfilados unos tambores de gasolina grandes para la basura, cada uno pintado de diferente color y con su respectivo letrero para su uso (orgánicas, inorgánica, clástico, etc., etc.). Malévolamente corrí a una tienda de flores que se encuentra a la vuelta y, dado que la dependienta es mi amiga, le pedí por favor me obsequiara una de las tarjetas con que anunciaban sus precios y escribiese una palabra en ella a máquina. Ella, sin preguntar el porqué ni el para qué, lo hizo. Corrí entonces, y pegué la tarjetita entre los tambores de basura con un letrero que decía “Desesperadamente”. También tenemos que aclarar que había además un aviso en el que se prohibía tocar ninguna de aquellas maravillas, superiores al Coloso de Rodas o a la Venus de Milo. Me plantifiqué estratégicamente para observar y escuchar lo que sabía que iba a suceder, y ocurrió. Un grupito de huaches disfrazados, como ya dije anteriormente, se quedaron boquiabiertos ante los tambores de basura. Sus rostros demostraban lo formidable que fue para ellos aquella epifanía, aquella revelación de algún artista fuera de serie. Expresiones como: “Genial”, “Fantástico”, “¡Qué imaginación del artista!”. Ante tales exclamaciones, llegó el momento en que no aguanté y solté la carcajada. Entonces la cuestión dio un giro de 180 grados. Me miraron todos como si fuese un marciano. Incluso escuché que el más enterado en arte contemporáneo expresara en voz baja. “Pobre hombre, está loco, se ríe solo y habla solo”.