Georgina Rosado Rosado
La lucha de las mujeres por sus derechos no es nueva. Mujeres de los más diversos tiempos y culturas han luchado contra la instauración y el funcionamiento de lo que hoy conocemos como patriarcado. Hipatia de Alejandría, a mediados del siglo iv, defendió el derecho de las mujeres a la ciencia y al conocimiento, lo que le costó ser asesinada por una turba de fanáticos religiosos. María Uicab, la Santa Patrona que dirigió a los ejércitos cruzoob durante una de las etapas de la llamada Guerra de Castas y que luchó por la libertad de su pueblo y contra la imposición de una cultura patriarcal. Las feministas yucatecas, como Consuelo Zavala, Elvia Carrillo Puerto, Rosa Torres, Felipa Poot y Susana Betancourt, entre otras, que lucharon por nuestro derecho a una educación científica, a un trabajo remunerado y equitativo, a la tierra, al sufragio, a la igualdad jurídica y demás.
Sin embargo, lo que hoy llamamos feminismo tiene un tiempo y lugar marcado por la historia, surge como respuesta a las revoluciones liberales y burguesas de los siglos xviii y xix, que contradictoriamente a su objetivo de conseguir la consecución de la igualdad jurídica, las libertades y derechos políticos para todos los hombres, no consideraron al conjunto de los seres humanos como beneficiarios de dichos derechos, excluyendo de los mismos al cincuenta por ciento de la humanidad, o sea, a las mujeres.
Fue en ese contexto social y político que surge un movimiento en el mundo occidental que busca eliminar todas las formas de discriminación contra las mujeres y promueve la defensa de sus derechos en todos los planos; económicos, políticos y culturales. Sin embargo, no es un movimiento homogéneo y en su interior existen distintas posturas, tanto teóricas como de estrategias y tácticas. A esto debemos sumar que, como era lógico de esperar, este movimiento construyó sus conceptos y propuestas de acuerdo con las problemáticas y concepciones del mundo occidental al que se enfrentaron las primeras feministas. Y lo malo, por supuesto, no fue eso; el problema estriba en que al globalizarse el movimiento no se incorporaron las concepciones multiculturales de las mujeres de diferentes regiones del mundo.
Las primeras feministas liberales lucharon junto con los hombres contra las sociedades conservadoras, aunque, como ya señalamos, fueron traicionadas por sus propios compañeros de lucha que les negaron sus derechos. No obstante, sus discursos tuvieron mucho en común con los liberales europeos, por ejemplo, valorar más al individuo autónomo que a los colectivos tradicionales (comunidad, familia, gremio, etc.), apostarle al poder de la educación y de las reformas legales para erradicar las jerarquías. De hecho, compartieron palabras comunes como: libertad, individuo, independencia, derecho y autonomía.
Así, dentro de la cultura occidental pronto surgió otra corriente del feminismo, ligada ahora a las revoluciones socialistas, el feminismo socialista, al cual le debemos el uso de conceptos como el de patriarcado y de explicaciones que vinculan los problemas de las mujeres con las contradicciones del sistema capitalista. Fueron ellas las que se preocuparon por explicar que en un sistema capitalista es fundamental el control de la sexualidad de las mujeres, como manera de garantizar la descendencia masculina y transmitir la propiedad privada a través de la herencia, lo que perpetua las diferencias sociales. Asimismo, se sirvieron del concepto de plusvalía para explicar la división de las esferas pública y privada y la “naturalización” del papel de las mujeres como madres y esposas, ya que los trabajos gratuitos de las mujeres ligados a la reproducción contribuyen al abaratamiento de la fuerza de trabajo y, por lo tanto, a la acumulación de capital.
El feminismo yucateco se alimentó de ambas corrientes y a finales del siglo xix y principios del xx sus representantes, tanto las liberales –alumnas de Rita Cetina, pertenecientes a familias masónicas–, como las feministas socialistas –lideradas por Elvia Carrillo Puerto–, van a incorporar conceptos y estrategias de lucha del movimiento internacional, allanando el camino para que hoy las yucatecas podamos acceder a determinados espacios y conocimientos antes negados.
También existen algunos problemas y críticas dirigidas a las feministas actuales, uno de ellos es concebir a las mujeres como un bloque homogéneo y monolítico. Otro es que cuando sí consideran las diferencias culturales, se conciben como el grupo avanzado (etnocentrismo), asumiendo la misión de llevar la “concientización” a las otras mujeres, es decir, la luz a la oscuridad, pretendiendo dirigir a las mujeres indígenas en su proceso de emancipación.
Esta visión etnocéntrica de las feministas blancas occidentales se plasma en la elaboración de sus estrategias de lucha, e incluso, en el diseño de políticas públicas, muchas de las cuales se implementan de acuerdo con el llamado “empoderamiento”, concepto que se traduce en las siguientes variables: 1) Promover en las mujeres un sentido de seguridad y visión del futuro ligado a una conciencia crítica. Planteamientos que se retoman del liberalismo clásico que sostenía que la educación (formal y occidental) es un elemento fundamental para acabar con las jerarquías. Y que no considera los conocimientos y concepciones de las mujeres de los diferentes grupos étnicos como válidos y valiosos en la construcción de una nueva sociedad. 2) Impulsar en las mujeres la autonomía y el individualismo en las decisiones de ingresos y consumos, como forma de romper con el dominio masculino, pero sin considerar las formas tradicionales de sobrevivencia de las comunidades donde, por cierto, en algunas como las mayas son las mujeres mayores las responsables de la administración de los bienes. 3) Intentar convertir a las indígenas en microempresarias con el objetivo de que las mujeres entren de lleno a la económica de mercado, monetario y de consumo, lo que invariablemente las vincula a la globalización, olvidando que el mercado globalizado es racista y clasista, es decir, se deja de lado nuevamente la explotación de clase y la discriminación que padecen las diferentes etnias.
Finalmente, esta visión etnocéntrica deja de lado la doble lucha que están dando actualmente las mujeres indígenas, que si bien se enfrentan al machismo de los hombres de sus comunidades, consideran fundamental para su sobrevivencia física y cultural participar en la defensa de la Madre Tierra y sus recursos, ya que no solo están ligadas a la naturaleza para su subsistencia, sino que, a diferencia de las mujeres de la cultura occidental, se consideran e identifican como parte de ella.
En resumen, algunas teorías feministas universalizan la construcción dicotómica y “complementaria” de los géneros, propia de la sociedad occidental, sin considerar la forma diversa en la que estos se han construido en las diferentes culturas. Un ejemplo de las identidades de género no dicotómicas las tenemos en las culturas mesoamericanas, donde, de acuerdo a los estudios de López Austin, no se aceptaba la posibilidad de seres puros; todo lo existente, aun los dioses, era considerado una mezcla de las esencias de lo masculino y lo femenino. La existencia de identidades genéricas no dicotómicas fue y es una realidad en diversos grupos humanos, constatada y previamente registrada por antropólogas como Margaret Mead y Henrietta L. Moore.
Todo esto nos lleva a la urgente necesidad de descolonizar el feminismo y observar las múltiples situaciones en las que se encuentran las mujeres, tomando en cuenta las diferentes variables que cruzan al género, como la clase social, la etnia y las preferencias sexuales. Es importante admitir entonces que el patriarcado, las relaciones de dominio étnicas y el capitalismo se entrecruzan y se refuerzan de manera recíproca, lo que no nos impide reconocer que al interior de los diversos grupos étnicos, entre ellos el maya, hay desequilibrios de poder que limitan y subordinan a las mujeres, pero sí a renunciar a una visión etnocéntrica basada en el falso entendido de que las mujeres occidentales y urbanas somos quienes tenemos el derecho y el “deber” de llevar la “conciencia crítica” a las mujeres de otros grupos sociales y etnias.
Más bien nos obliga a impulsar el diálogo y la discusión entre mujeres y, por qué no, con hombres de diferentes orígenes para diseñar las estrategias que lleven a una sociedad más igualitaria. Es decir, no descartar las distintas capacidades, visiones del mundo y condiciones sociales de mujeres y hombres de diferentes sectores y grupos culturales. La diversidad y la pluralidad cultural deberá ser parte central de nuestras estrategias.
En ese camino debemos de rechazar el tener que adaptarnos a un solo modelo de ser mujer u hombre, y reconocer el derecho a la diversidad, tanto de formas culturales como de identidades de género. Aprender a vivir en un mundo donde la igualdad no se traduzca en ser idéntico, ni en lo homogéneo ni siquiera en la aparente novedosa idea de vivir sin género, cuando se puede ser de todas las formas posibles sin que las diferencias impliquen desigualdades en nuestros derechos. Luchar por un mundo con todos los colores y matices posibles, donde ni la violencia ni la injusticia social tengan cabida.
* Ponencia presentada en la mesa “Feminismos/otros feminismos”, en el III Congreso Interuniversitario de Estudios Literarios y Lingüísticos, edición: “Violencia, género y lengua: ausencias y denuncias discursivas”, el 29 de noviembre de 2018.
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