Ricardo Andrade Jardí
El 68 fue mucho más que el 2 de octubre. El 68 fue la fiesta en que la imaginación asaltó al poder. Fue la danza de una juventud planetaria que expulsó -para bien- los viejos roles del estatus quo (Occidental) de la primera mitad del siglo 20. El 68 fue también la década en que ser joven y no ser revolucionario se convirtió en una contradicción biológica. Días gloriosos en los que los jóvenes aspiraron a ser los “Che Guevara” de su tiempo. La década de los 60 gestó una generación que, hasta el inicio de los 90, aspiraba a estudiar para adquirir conocimiento y ponerlo en práctica al servicio de la sociedad, al servicio del pueblo y su comunidad; y no para acumular puntos de mediocridad en los elitistas sistemas de becarios, como sucede ahora.
El 68 es pues el año en que la poesía tomó las calles en pleno uso de sus facultades. El año en que una generación soñó la libertad y se dispuso a conquistarla. La fiesta del color y de la música que nos ha marcado a las y los hijos de aquellos jóvenes y no tan jóvenes que teorizaron los primeros pasos hacia la construcción de una sociedad democrática, de aquellos que, por la violencia represiva del estado, se vieron orillados a conquistar el paraíso soñado con la misma violencia con la que el estado burgués intentó sepultar aquel sueño que es, por supuesto, también nuestro sueño...
El 2 de octubre es, en cambio, la noche de los asesinos, el cruel recordatorio de aquellos que no toleran la certeza de que otras y otros se diviertan y aspiren a la felicidad aunque no tengan permiso. De aquellos que ante su incapacidad de entender la libertad, lacayos de la CIA, se prestaron para asesinar un sueño de libertad. Un sueño que 50 años después, se ha convertido en una de las más importantes banderas de la resistencia social, a pesar de los empeños de la mentira histórica oficial y los mecanismos que el sistema económico dominante ha perfeccionado de cooptación y enajenación, particularmente en los últimos 30 años, para fomentar subjetividades opresivas y controlables de amplios sectores sociales; el movimiento estudiantil del 68 sin duda nos heredó el derecho inequívoco a la lucha fraterna frente a la barbarie de la represión.
Decía Albert Camus en 1944: “la Guerra Civil Española fue donde mi generación aprendió que se podía tener razón y ser vencidos”. Nosotros decimos hoy que la tarde del 2 de octubre de 1968, en la Plaza de las Tres Culturas (Tlatelolco) es donde nuestra generación aprendió que se puede tener razón y ser vencidos. Pero... ¿Hemos sido vencidos?
No, no hemos sido vencidos, 50 años después del festivo verano mexicano tenemos la convicción de que venceremos y esa convicción nos basta para seguir soñando y construyendo otros mundos posibles, nos basta para saber que: “nuestra victoria será una larga sucesión de derrotas”, que no lo son del todo, pues a 50 años del despertar democrático de una buena parte de la juventud planetaria, y a más de 500 años de las resistencias indígenas, hoy sabemos que tenemos el irrenunciable derecho a la rebeldía, a la digna rabia... siempre que nuestra felicidad y la de nuestros pueblos así lo requieran...
Venceremos la derrota una y otra vez porque la historia la escriben los pueblos y muy a menudo los jóvenes, los estudiantes de esos pueblos.
Celebremos los 50 años de la fiesta de una juventud que nos heredó el color del sueño, la libertad del cuerpo, la danza inequívoca de la imaginación creadora, la luz de la esperanza, el fuego de la libertad... que no son otra cosa que la certeza de que venceremos a pesar de la oscuridad y las tinieblas de la represión y la opresión capitalista.