Pedro de la Hoz
Me es difícil saber que en el Caribe no estará más Roberto Burgos Cantor, aunque tengamos conciencia de que no se irá mientras su escritura siga alimentando la llama de una identidad compartida por quienes habitamos en este mare nostrum que baña las Antillas y los territorios ribereños.
La muerte el pasado miércoles de Burgos Cantor (Cartagena de Indias, 1948) privó a las letras latinoamericanas, y particularmente las colombianas, de uno de los autores más sobresalientes de la generación que sucedió a los escritores del boom (Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes).
A diferencia de otros, signados por la desilusión, el hiperrealismo, la desideologización, la fragmentación y el parricidio de las figuras precedentes, el cartagenés cimentó su edificio literario sobre las bases del legado recibido por vía directa en su entorno cultural y el sentido de pertenencia a una realidad histórico-social sin la cual resulta imposible explicar lo que somos y queremos ser.
De ahí que insertarlo en el llamado posboom no sea muy apropiado que digamos. Veneraba a Manuel Zapata Olivella, coterráneo suyo que le abrió las puertas a la letra de imprenta y al conocimiento de las raíces africanas. Reconoció la agudeza de García Márquez, tan caribeño como él, al definir dos tipos fundamentales de seres en ese ámbito: “Una representada por los personajes que llevan el nombre de Aurelianos; otra se identifica bajo el nombre de los Arcadios. Los primeros son los solitarios, los que hacen guerras, se ensimisman fabricando pescaditos de oro, descifran manuscritos. Los otros, ruidosos, acompañados todas las veces, contando a gritos proyectos grandiosos que nunca se inician, un desafuero insaciable que jamás se colma”.
Y fue consecuente con una misión estética y socialmente comprometida: “La literatura –dijo– tiene que cumplir un papel inevitable en la descolonización subjetiva, porque la naturaleza del arte es libertad, y esa libertad aplicada a la escritura termina por proponer un cambio en las miradas tradicionales, que se acoge masivamente o no, pero remueve”.
Mi primera noticia de Burgos Cantor data de su proclamación en 2009 como Premio de Narrativa José María Arguedas por la Casa de las Américas. La obra merecedora de tal distinción, que concede la institución habanera a libros publicados durante el bienio anterior a la convocatoria, fue La ceiba de la memoria (2007).
Pocos meses después leí con fruición las 409 páginas de un libro en el que importa tanto lo que cuenta como la forma en que lo cuenta. De un lado, la infamante esclavitud africana en la costa atlántica colombiana del siglo XVII; de otro, el Holocausto antisemita del siglo XX. De una parte, la culpa jesuítica ante los horrores del mundo moral; de otra, la memoria recuperada que enlaza sufrimientos y esperanzas en tiempos históricos diferentes.
La producción literaria anterior a La ceiba… no era escasa. Había escrito las novelas El patio de los vientos perdidos (1984), El vuelo de la paloma (1992), y Pavana del ángel (1995); y reunido sus relatos cortos en Lo amador y otros cuentos (1985), De gozos y desvelos (1987), Quiero es cantar (1998) y Juegos de niños (1999).
En 2011 lo conocí cuando fungió como jurado del Premio Casa de las Américas. Al dialogar con él afloró su gusto por Benny Moré y la Sonora Matancera. Nos vimos nuevamente en Santiago de Cuba al asistir ambos a la Fiesta del Fuego, del verano de 2015. Nunca se dio importancia; era tímido, comedido y prefería observar antes de ofrecer un criterio.
En esa estación santiaguera, una noche de trova cubana y vallenatos –testigo del intercambio la joven periodista Anneris Ivette Leyva– compartió lo que para él era el mayor desafío de un escritor caribeño: “La dificultad de nombrar y de revelar, puesto que en los mundos al margen de los prestigios literarios, expulsados de la atención privilegiada de los doctores, tener que rescatarlos de la neblina de lo invisible, demanda imaginación y quizás amor”.