Cultura

Andrés Manuel, un Presidente del Pueblo

Conrado Roche Reyes

Esta vez sí se le acabó. Pese a toda la millonaria campaña mediática en su contra en todos los medios masivos, aquí y en el extranjero, Andrés Manuel López Obrador es hoy día presidente de la República mexicana. Se están tragando sus bien alimentados buches (de mentiras, corrupción y mucho, mucho dinero, corifeos como Pablo Hiriart, Carlos Marín, el chetumaleño que “adora” a los yucatecos Héctor Aguilar Camín y mil etcéteras) todos los que pusieron de moda al repetir millones de veces la palabra populista. Pese a quien le pese, es hoy el presidente de la República con más apoyo popular, con más votos en la historia moderna y antigua del país, y estamos contando la época en que votaban por el PRI hasta los difuntos.

Andrés Manuel es un político diferente a todos. Bástenos observar cómo, desde el primer día, el de la toma de posesión, se notó la enorme distancia entre el entrante y el saliente. Antes de salir de su casa para dirigirse a San Lázaro, una multitud entusiasta esperaba la aparición del tabasqueño para demostrarle su apoyo. Este a duras penas se habría paso en su Jetta blanco entre los ciudadanos que lo vitoreaban. Sin la parafernalia de los educadísimos elementos del Ejército llamados Guardia Presidencial, y se encaminó al salón del Congreso, y a su paso las avenida repletas de gente que le aplaudían deseándole suerte.

Por el otro lado, el presidente saliente lo hizo, como siempre, en un ostentoso automóvil. Afuera lo esperaban tres o cuatro enflusados (todo lo contrario a Andrés Manuel, como le llama el pueblo al nuevo presidente), pero eso sí, con toda la parafernalia de guaruras ya de uniforme, ya de civil, fue recibido al llegar al recinto legislativo con gritos de la gente de: ¡Rata, rata!, en comparación al “otro”, al “tal López”, como despectivamente le decían los mercenarios de la comunicación.

Su discurso en la toma de posición fue combativo, pero mesurado. No radicalizó su discurso, pero puso los puntos sobre las “íes”.

Ahora bien, lo esplendoroso vendría después en el Zócalo, en donde, por primera ocasión en la historia, el presidente de la nación le habló al pueblo cara a cara, cercano a la gente que escuchaba con atención las palabras de Andrés Manuel después de haber recibido el bastón de mando del gobernador nacional de los pueblos originarios. En la cara del pueblo pueblo, felicidad, y más que todo la confianza que inspira la esperanza. Y, precisamente, el primer punto de lo que de hermoso expresó en el Zócalo, fue devolver la dignidad a estos pueblos. Expresó, asimismo, que atenderá los problemas de todos los mexicanos, por el bien de todos, pero primero los pobres. Para entonces ya el pueblo estaba a punto de derribar el templete en su afán de acercarse al presidente.

Esto, muy aparte de lo que físicamente es, tiene un significado más profundo. Penetró con gran pasión en el espíritu del pueblo ¿Cuándo la gente había sentido como suyo a su presidente? ¿Cuándo la gente había sentido el orgullo de que su sufragio se haya respetado? ¿ Hacía cuántos años que la gente no había sido humillada a empellones por los guaruras? ¿Cuándo no se sintió el temor a se atropellado por “pasarse de la valla” o los escudos represores? Y lo más importante, ¿cuándo había escuchado con tanta atención y algarabía, aunque suene contradictorio, las palabras de su presidente?

En resumen, jamás el pueblo había sido tomado en cuenta en esa magnificencia más que monárquica que significaba la toma del poder, casi con un Te Deum al estilo de Agustín I, emperador de México. No, mil veces no. Pese y a pesar de muchos, Andrés Manuel es un presidente muy pero muy cercano al pueblo. Y en correspondencia, el pueblo lo quiere a él.

A Andrés Manuel le pueden endilgar la culpa de los tsunamis de Asia, o del catarro del velador de Walmart, como era costumbre en la radio, prensa y televisión, pero jamás pudieron, por más que lo intentaron, cuestionar que es un hombre bueno y HONESTO. Una persona que además de sus propuestas políticas, sociales y económicas, la lectura que se hace de sus palabras está impregnada de una nueva especie de revolución. La revolución del espíritu. Y esto la gente, esa que tanto se despreció durante toda la horrenda pesadilla neoliberal, en especial las dos últimas y lo capta como parte de su ser, de que él es uno más, es uno de los suyos, un presidente de y para el pueblo. Lo del Zócalo me gustó más que lo del Congreso, porque en el Zócalo, sin ser un gran retórico, le habló a los miles de obreros, campesinos, estudiantes, amas de casa –las verdaderas, las otras se quedaron rumiando en sus casonas–, desempleados, lumpen, el soberano pueblo escuchó, disfrutó y aprobó a Andrés Manuel, quien ha devuelto al pueblo de México lo único que no le han podido –estuvieron a punto los corruptos, ladrones, cínicos y perversos– quitar: la esperanza.

Un mitin que lo acercó más, no hubo guaruras antes, durante ni después de una toma de protesta presidencial y un discurso hermosos al pueblo; no hubo ningún exceso institucional (léase guaruras). A mí me encantó esta fiesta popular del Zócalo y las palabras de Andrés Manuel, que como dijera en el Congreso acerca de sus pretensiones de obra y programa: “claro que le cumpliré, me canso ganso”.