Cultura

El Festival de Alfredo

Pedro de la Hoz

Puesto en marcha el 40 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, no puede obviarse la sombra tutelar de Alfredo Guevara, su fundador. Es más, en la propia definición de ese nuevo cine mucho tuvo que ver su lúcido empecinamiento.

Alfredo fue lo que llamaría Gramsci un intelectual orgánico, es decir, vinculado íntimamente a la construcción y consolidación de la nueva hegemonía que emergió en Cuba producto del triunfo revolucionario en enero de 1959 y a la toma de conciencia acerca de las impostergables tareas de descolonización en el continente.

Provenía de una familia habanera humilde. Su hermano Juan, reconocido como uno de los fundadores de la escuela cubana de Psicología, trabajó como mesero en el Hotel Nacional para costearse los estudios superiores. Alfredo asumió incontables sacrificios para acceder a la Universidad de La Habana, donde conoció a Fidel Castro, con quien, por cierto, coincidió en los días del Bogotazo, en Colombia.

Conocer a Fidel le cambió la vida. Sobre ese impacto, escribió en 2006: “Yo creo que aquel muchacho, porque era un muchacho, éramos unos muchachos, que todo lo tomaba en serio, ha tomado en serio de verdad la vida, y cuando la vida se toma en serio de verdad es cuando uno es de verdad un ser humano”.

De ser un militante de la Juventud Socialista y del Partido Socialista Popular (de orientación soviética), pasó a ser un marxista consecuente con el ejercicio de un pensamiento crítico y emancipador, colaborador en los trajines conspirativos de la juventud de la Generación del Centenario de Martí que asaltó al cuartel Moncada en Santiago de Cuba, y, ¿por qué no decirlo?, fidelista convicto y confeso.

Apasionado del cine, Alfredo fue a Roma a estudiar ese arte, en tiempos de auge del neorrealismo. Regresó a la isla y se involucró en la producción de El mégano, filme de Julio García Espinosa que sacó de las casillas al régimen dictatorial imperante por su carga social. Perseguido por la tiranía, se exilió en México. Aquí colaboró con Manuel Barbachano y Luis Buñuel.

Con la victoria de los rebeldes vio las puertas abiertas para realizar sus sueños. Apenas 83 días después de la entrada de Fidel a La Habana, este firmaba la ley para la creación del Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinematográficos (Icaic), a cuyo frente desde el mismo inicio estuvo Alfredo hasta 1982. Al organismo regresaría, convocado por Fidel, en 1992, en medio de la crisis económica derivada de la caída de la Unión Soviética y el campo socialista, y de tensiones internas en el propio Icaic. Concluyó sus funciones en 1999, pero siguió al frente de la organización de una de sus criaturas más queridas, el Festival de Cine de La Habana.

Antes había participado activamente en la gestación de un nuevo cine que pretendía no solo desmarcarse de concesiones retóricas y comerciales, sino insertarse en la misma médula de los procesos de transformación revolucionaria de la realidad en los países al sur del río Bravo. No se trataba de hacer cine de agitación y propaganda, ni de apelar al panfleto político, ni de avalar burdas prospecciones sociológicas. El reto, que se iba venciendo en la práctica, consistía en articular arte y compromiso, renovación estética y cambio social. Viña del Mar 1967 fue un punto de partida. Allí varios cineastas lanzaron una plataforma común, cuyos principios esenciales siguen siendo vitales, aun cuando hayan mediado otras circunstancias y valores a lo largo de medio siglo.

Uno de esos principios fue enunciado por Alfredo un tiempo después cuando inauguró el 3 de diciembre de 1979 el primer Festival de La Habana: “El cine no sustituye a las organizaciones revolucionarias o a sus destacamentos de combate. Pero el Nuevo Cine Latinoamericano tiene la obligación moral, revolucionaria y política de cuidar de los cineastas de esos países, y de sus obras. Y la solidaridad tendrá que manifestarse asegurando la continuidad cultural, artística, de toda corriente significativa”.

El Festival venía a dar respuesta al reclamo de los cineastas de la región urgidos de hallar un espacio que garantizara el encuentro sistemático entre las cinematografías del continente y sus creadores, de modo que se confrontaran realizaciones y debatieran ideas.

Aquel fue el Festival de Alfredo. Este de ahora también lo es. En cualquier momento pudiera corporizarse en una sala de proyección, en un panel de discusión, en las filas interminables que cubanos y visitantes hacen para ver una película o en las galerías del Hotel Nacional, punto de encuentros.

En cualquier momento habrá que escucharlo decir: “Casi todo en la vida tiene una carga de ambigüedad especial y solo con la voluntad, y la inteligencia y el saber, se pueden romper caminos y aprovechar de cualquier cosa que se invente, lo mejor. Pero hay que aprender a distinguir, es una voluntad y tiene que ser también una acción práctica de estudio, de profundización, de no cansarse nunca de recorrer caminos. De no temerle nunca a las interrogantes, sino ir hacia ellas”.