Cultura

En el drama fílmico musical, el Sur también existe

Pedro de la Hoz

Ninguna objeción sería posible. El cine musical de Hollywood es historia. De Broadway a la gran pantalla las películas fluyen y se eternizan en el recuerdo. ¿Quién no disfruta Cantando bajo la lluvia o Siete hermanas para siete hermanos? ¿Quién deja de agradecer El mago de Oz o el El rey de Siam? ¿Cómo no situar en el altar que corresponde a autores como Richard Rogers y Oscar Hammerstein, a Kander y Ebb?

Hablo del cine musical –comedia más que drama–, y o de ese otro, tan respetable y respetado, en el que las canciones sazonan el desarrollo de las tramas más diversas, desde el melodrama al sainete, en las que cantantes famosos dieron vida a canciones no menos famosas. En eso, Hollywood tiene una parte pero también el pródigo cine mexicano, la época de oro de la pantalla argentina, algunas perlas nostálgicas provenientes de España, y el italiano con su nota napolitana. Me refiero a ese cine en que la música es parte sustancial del argumento, y no complementario, entendiendo la puesta en escena como una ópera popular. La saga continúa, del West End a Broadway, con el inefable Andrew Lloyd Webber y un francés que se las ha arreglado para cultivar una parcela muy particular, Michel Legrand, con un par de clásicos admirables de la mano del realizador Jacques Demy, Los paraguas de Cherburgo y Las señoritas de Rochefort. Quedo corto en la lista y el recuerdo, más basta por el momento.

A lo que voy es a la poca atención que han merecido otros emprendimientos –donde, por cierto, no se ha estimulado esta línea– nacidos al sur del la frontera norte. Cuando tomamos a Cuba, por ejemplo, las referencias apuntan a los guaracheros y las rumberas que aparecieron en películas mexicanas, pero no se toman en cuenta obras que introdujeron nociones novedosas en los códigos del cine musical.

En los tempranos 60, a partir de la experiencia del Teatro Musical de Cuba –fundado por un mexicano, Alfonso Arau–, Eduardo Manet llevó a la pantalla una de sus más exitosos estrenos, Un día en el solar. La rumba, el son, el mambo, el bolero filin y el cha cha cha cobraron altura en las partituras de Tony Taño y las extraordinarias coreografías de Alberto Alonso, personalidad de la danza asociada para siempre a la fundación y despegue del Ballet Nacional de Cuba y su gestora Alicia Alonso. Los cambios en la vida de los habitantes de una habanera casa de vecindad sustentaron un argumento ligero pero inteligente.

Muchos años después, en los 80, Manuel Octavio Gómez, cineasta de sumo oficio, convocó al compositor Rembert Egües para que escribiera la partitura de una obra que tenía por referentes los caminos de los orishas de los cultos yorubas y su impacto en las relaciones sentimentales de cubanas y cubanos comunes y corrientes contemporáneos. Nació así Patakín, un filme que el tiempo ha valorado.

He vuelto a ver por estos días Ópera del malandro, del cineasta brasileño Ruy Guerra. Es una auténtico drama musical, debido al genio de Chico Buarque de Hollanda, quien también registró para la escena otra formidable obra, Roda viva.

La película se revela como una prueba de madurez de una concepción diferente y original del cine musical. Versión muy libre de La ópera de los tres centavos, de los alemanes Bertolt Brecht y Kurt Weill, Chico Buarque se adentra en el submundo de corrupción, proxenetismo y contrabando solapado en los tiempos de la dictadura de Getulio Vargas –cualquier parecido actual con las trapacerías de Michel Temer y compañía no es casual– y entrega piezas de alto voltaje perfectamente integradas a la dramaturgia; de una parte el samba y la batucada y de otra las baladas con que nutrió la estética del MPB, la canción tropicalista que marcó la música popular brasileña desde finales de los años 60.

Con obras como Un día en el solar, Patakín y Ópera del malandro se comprueba y desea que en materia de drama musical el Sur también existe.