Cultura

Nunca olvidar a Orrego Salas

Pedro de la Hoz

Cuando muchos habían pensado que Juan Orrego Salas se eternizaba –cumplió su centenario en enero del año a punto de terminar–, llega la noticia del fallecimiento del notable músico chileno el pasado fin de semana en Bloomington, localidad estadounidense de Indiana, donde residía.

En el panorama de la música latinoamericana del siglo XX, y no sólo en el ámbito de la creación académica, Orrego Salas es, sin temor a dudas, una figura esencial. Reconocido como un auténtico patriarca de la cultura sonora chilena de nuestro tiempo, fue también uno de los que promovió con mayor lucidez los estudios musicológicos en esta parte del mundo y un hombre puente que puso a dialogar la producción de América Latina con la de Norteamérica y otras regiones.

Su catálogo autoral cerró con 120 partituras en los más variados formatos. En Santiago de Chile, su familia era aficionada a la música. Su padre colaboraba como crítico musical en el diario El Mercurio y la madre cantaba en el coro de la Sociedad Bach. Inició estudios de piano con la profesora Julia Pastene. Terminada su formación escolar empezó los estudios de Arquitectura en la Universidad Católica de Chile, paralelamente con la continuidad de su formación musical en el Conservatorio Nacional perteneciente a la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde recibió clases de Alberto Spikin en piano, Julio Guerra en teoría y solfeo, Samuel Negrete en armonía, Domingo Santa Cruz en historia de la música, análisis y contrapunto, y Pedro Humberto Allende en composición. En ese ambiente la Arquitectura quedó atrás y ganó la música.

Gracias a dos becas, una Rockefeller y otra Guggenheim, viajó a los Estados Unidos en 1944. Estudió musicología con Paul Henry Lang, etnomusicología con George Hertzog y contrapunto con William Mitchell en la Universidad de Columbia. Y tomó clases de composición con Randall Thompson en la Universidad de Virgina y en la de Princeton, mientras que en 1946 estuvo con el célebre Aaron Copland en Tanglewood.

Fue providencial para su carrera darse a conocer en los Estados Unidos con obras como Sonata para violín y piano op. 9, Cantata de Navidad op. 13 y op. 14, en tanto mostraron la temprana madurez de su oficio y lo que se avizoraba en la evolución de una estética que transitó de un muy estricto neoclasicismo a la asimilación de las vanguardias de la postguerra, mientras crecía en él una conciencia clara de lo que debía ser un compositor latinoamericano, definido en raíz e identidad, en su relación con las corrientes de circulación planetaria.

Después de su primera etapa en EE. UU., Orrego Salas retomó sus actividades académicas en la Universidad de Chile como profesor de composición y editó la Revista Musical Chilena (1949-53), dirige el Instituto de Extensión Musical (1957-59) y escribe críticas para El Mercurio. En 1959 fundó el Departamento de Música de la Universidad Católica y lo encabeza hasta 1961.

Este último año halló su plaza definitiva en el Latin American Music Center de la Universidad de Indiana, en el que permaneció hasta su jubilación en 1987. A su gestión se debe la mayor biblioteca de partituras y grabaciones existentes con obras del siglo XX de autores latinoamericanos.

De sus composiciones me limitaré a destacar dos ejemplos: la Sinfonía no. 1 op. 26 (1949) y Un canto para Bolívar op. 78 (1981). La primera muestra cómo Orrego Salas, dentro de los códigos discursivos convencionales de esta forma musical, hace recaer en la densidad sonora y el manejo del color la carga emotiva que comunica al oyente. Es posible hablar de una proyección neo expresionista en su planteo orquestal.

El estreno de Un canto para Bolívar, musicalización de un conocido poema de su compatriota Pablo Neruda, corrió a cargo del conjunto Quilapayún un año después de su composición. Quilapayún se hallaba en el exilio debido a su oposición y condena a la dictadura pinochetista. Orrego Salas consideró que al escribir la partitura, sin saberlo, había enriquecido la paleta de su lenguaje musical, y en carta al director del conjunto, manifestó complacencia de que en el estreno en Grecia los acompañara Mikis Theodorakis, distinguido por su obra musical y su clara apuesta por la justicia social.

Al comentar las razones inspiradoras de Un canto…, Orrego Salas declaró: “Por esta nueva senda de la música popular en que se apoyaba el Quilapayún, ya había sido atraída por Violeta Parra y sus hijos, por Rolando Alarcón y Víctor Jara, y después por la extensión de esta hacia otros conjuntos como el Inti Illimani y también por las obras que habían motivado a mis colegas Luis Advis, Sergio Ortega y más tarde, Gustavo Becerra. Encontré en el Bolívar de Neruda mi lugar en la Nueva Canción chilena de estos juglares, mi motivación para escribirles esta obra que luego grabaron en Francia y que el vocero del conjunto, Eduardo Carrasco, en su libro La revolución y las estrellas premió expresando que era ‘una de las más hermosas que hemos grabado’”.

Todavía hay quienes se preguntan por qué un hombre dedicado a la academia y a distancia del día a día de su país natal decidió escribir esta pieza. La respuesta está en la siguiente frase de Orrego Salas: “La indiferencia ante la política es también la indiferencia ante la vida”.