Ante el palmarés del 41er. Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, clausurado este fin de semana, los espectadores atentos, ésos que apuestan por hallar en la pantalla el reflejo artístico de las identidades de la región, se plantearon la posible existencia de una encrucijada: de una parte, la puesta en primer plano de microcosmos familiares en términos narrativos para nada novedosos, como si se quisiera conectar con el llamado cine de género anclado en el gusto de significativos segmentos de audiencia; de otra parte, la persistencia en ahondar en la memoria histórica de nuestros pueblos, en función de no olvidar.
En la primera tendencia se inscribe la película que obtuvo la máxima recompensa del Festival, el Coral para el Mejor Largometraje. Los sonámbulos, de la argentina Paula Hernández, oscila entre el drama familiar y el cine de terror. Estrenada comercialmente con relativo éxito el pasado 21 de noviembre en Argentina, luego de su paso por festivales como los de Toronto y San Sebastián, la quinta obra de largo aliento de la realizadora esboza desde los primeros compases de qué va, o puede ir, la trama. Los párpados de Luisa se abren en medio de la noche mientras escucha ruidos desacostumbrados. Un poco más tarde, ella, junto al esposo y la hija adolescente, viajan hacia la casa de campo familiar, algo desvencijada, donde vive la matriarca Meme, adonde acuden los hijos –uno de ellos está casado con Luisa– para pasar el fin de año. El bochorno del verano austral se siente en una atmósfera cargada de presagios, ante la cual el sonambulismo es real; inminente la fractura de los parientes y la llegada de un primo joven calienta las pantaletas de la adolescente.
Contada así, coincidiremos en que ese tipo de reunión se ha vuelto un lugar común argumental en no pocas películas. La nocturnidad como factor desencadenante de un trágico desenlace, también es un recurso recurrente.
¿Qué salva a Los sonámbulos? La maestría de la puesta en escena y las extraordinarias actuaciones del reparto, en particular las de Erica Rivas (Luisa) y Marilú Marini (Meme, la abuela), lección magistral de construcción de personajes. Otra pregunta sería: ¿basta con hacer buen cine, de excelente factura, en una región donde afloran urgencias y desafíos no sólo colectivos?
De todos modos, estamos ante una opción válida y respetable. Paula Hernández explicó sus razones: “Poner a los personajes encerrados de alguna manera en este espacio, donde lo único que tenían para confrontarse con ellos mismos era un trabajo que me interesaba hacer. La película funciona por acumulación de pequeñas situaciones cotidianas, de pequeñas vivencias, pasó de ser una película más narrativa a una película más climática, a ser una película de una familia, a ser dos mujeres atravesadas por estas cuestiones familiares. Creo que es eso, un compendio de situaciones que se van acumulando hasta que no se pueden sostener”.
El Coral Especial del Jurado –compartido con la chilena Algunas bestias, de Jorge Riquelme– recayó en La Llorona, del guatemalteco Jayro Bustamante. En febrero pasado, en esta columna de POR ESTO!, a propósito de la presentación de su segundo filme, Temblores, en la Berlinale, resalté la batalla del realizador por hacer cine de verdad en un país donde los apoyos oficiales brillan por su ausencia. Por entonces, Bustamante daba los toques finales a La Llorona, puesta a circular meses después en Venecia, premiada en una sección paralela, cuando podía haber estado en la sección oficial.
La Llorona demuestra que se puede hacer una contribución a la toma de conciencia de los espectadores acerca de realidades que no deben ni pueden ser echadas en saco roto, sin necesidad de apelar ni al panfleto ni al sociologismo vulgar. Todo lo contrario; La Llorona rezuma los valores del realismo mágico y de la poesía popular.
Alma, una joven maya, comienza a trabajar como sirvienta en la casa de un antiguo militar condenado por el genocidio de las comunidades indígenas, sentencia que termina por ser anulada. En los oídos del viejo militar empiezan a resonar los ecos de las voces de los pobladores originarios que masacró y un enigmático fantasma empieza a vagar por su casa exigiendo venganza, mientras en la calle una multitud le grita asesino.
A La Habana asistió Margarita Kénefic, actriz, que encarna a la esposa del militar y reveló lo que era evidente: el horror tuvo un nombre real, el general Efraín Ríos Montt, sentenciado a 80 años de prisión por genocidio y delitos de lesa humanidad, condena luego revertida. “Estamos hablando de hechos que sucedieron en los años 80 –afirmó Kénefic–, heridas que no han sanado, pústulas terribles que infectan nuestra sociedad”.
Por órdenes de Ríos Montt, fueron arrasadas 400 comunidades, masacradas más de 10,000 personas y desplazadas de sus hogares otras 29,000, según calculan organizaciones de derechos humanos. Un tecnicismo dejó sin efecto la sentencia. Ríos Montt falleció en abril de 2018, a causa de un infarto, bajo arresto domiciliario y mientras sus abogados pleiteaban para conseguir sucesivos aplazamientos de nuevos juicios.
El elemento mágico poético lo aporta el mito de La Llorona, mujer que, según la leyenda, ahoga a sus hijos al ser abandonada por su esposo y luego, arrepentida y maldecida, los busca en las noches por ríos, pueblos y ciudades. “Para nosotros –precisó la actriz– La Llorona es un espíritu de justicia, son las madres que lloran porque les mataron, robaron y desparecieron a sus hijos y no saben su paradero”.
Conmovedor resultó descubrir en la pantalla a la Premio Nobel de la Paz, Rigoberta Menchú, que llora porque ella y su familia también fueron víctimas de la represión.