Cultura

Costumbres fatídicas

Cristóbal León Campos*

Con la mano extendida permaneció, no era la primera vez, pero sí sería la última, decidió dejar de lastimarse y humillarse. En adelante vería por sí mismo, silenció las voces que durante años prefijaron su existencia, no vivía para sí, vivía para complacer, los condicionantes sociales le provocaron una vida sumergida en lamentaciones, pesadas cargas de las que ni siquiera recordaba su origen, las cargaba fiel a lo que escucha de sí, no imaginaba otra forma de vivir, se sentía inexistente.

Aquélla era una mañana templada con el viento a medio suspirar. El mundo giraba, estaba aturdido, llevaba años cargando la pesada losa; al despojarse de ella se desequilibró. ¿Cómo debía comportarse si toda su vida había seguido el manual? ¿Qué debía hacer, pensar y sentir? ¿Cómo se vive en libertad? Esas preguntas lo atormentaban. ¿Acaso merecía la libertad o era sólo un hereje del bien común?

Comenzó afligido con rumbo incierto, la costumbre pesa, demasiado dirían los sabios, era una mañana común y él jugaba a la libertad. Meditabundo recordó que alguna vez soñó con ver la puesta del Sol, decidido buscó la orilla más cercana, pretendía ver el justo instante en que la tierra renace al otro lado. Se interrogaba ¿por qué esperé tanto?, ¿qué sentido tiene seguir hundido en la desdicha? Uno no suele ser consciente de la forma en que se encadena y se lastima, se olvidó de sí mismo y aceptó las heridas como algo normal, interiorizó la angustia; era su compañía.

Al mediodía se encontró con el mar. Tenía miedo, se le notaba, temblaba, evidenciaba la incertidumbre. ¿Estoy haciendo lo correcto? ¿Puede el ser humano transgredir siglos del bien común? ¿No estaría provocando un desconcierto universal? No sabía nada, al menos no era consciente de lo que sabía, recordaba su mano extendida, se atormentaba pensando que debió esperar más, deliberaba si debió permanecer un poco, en el fondo, algo le decía que siguiera, eran muchos años sin ver la puesta del Sol.

Distinguió una sombra a los pies de una palmera, las hojas adormecían con su vaivén, se posó en ella, se sintió extraño, pensó en quedarse ahí, al fin de cuentas el Sol se oculta todos los días, la idea de permanecer al resguardo bajo la palmera le parecía idónea. ¿Acaso hay diferencia de un día al otro? ¿Es tanta la prisa por llegar a la orilla? ¿Acaso no es el mismo espectáculo natural que por siglos sucede? Ya no temblaba pero sentía de nuevo un gran peso en el cuerpo, no entendía lo que podía estarle ocurriendo, meditó, profesaba agotamiento. Se fijó en las hojas que se mecían hasta que por un instante volteó, lo sedujo un susurro, era como un lamento, el viento parecía hablarle. Se sacudió el letargo y siguió su paso, al fin de cuentas había llegado hasta ahí para ver al Sol despedirse.

Prosiguió con aliento nuevo, estaba tan cerca y perdía el tiempo, miró al mar, respiró, era una tarde de ésas que en las novelas hablan de amor, él, al fin, estaba de frente al ocaso. Las nubes rojizas tranquilizaban el paisaje, ya no sentía la pesada losa. Intuyó que la palmera se llamaba costumbre y que la sombra era el miedo, que su mano no podía estar extendida un segundo más, que ninguna puesta del Sol es igual a otra, que los días pasan y dejamos de apreciar lo importante, nos sumimos en banas rutinas y nos resignamos sin sentir, nos perdemos de nuestra real esencia y aceptamos lo que nunca deseamos. Sintió la libertad, recordó los anhelos y deseó su realización. Con el crepúsculo analizó su vida y se despojó de sus antiguas costumbres fatídicas.

*Integrante del Colectivo Disyuntivas