Pedro de la Hoz
Federico García Lorca es una herida abierta en la memoria de los buenos españoles y la gente decente de todas partes. Cada año que pasa desde su asesinato –suman 83– es un año más que recuerda el odio hacia la cultura y el conjunto de los valores humanos, comenzando por la vida misma, por parte de quienes se erigen como salvadores del mundo y dueño de su destino.
Fue avanzada la noche del 18 o en las primeras horas del 19 de agosto, da igual. En el barranco de Viznar lo fusilaron, en su entrañable tierra andaluza. Lo chivatearon, lo ningunearon, lo vejaron, al menos eso creían los autores intelectuales del crimen y los ejecutores. Los restos no han aparecido todavía. ¿No ocurrió lo mismo con los cadáveres del Che Guevara y sus compañeros en Bolivia, como para evitar el culto popular? Inútil empeño. Muchos años después al Che lo rescataron, pero su memoria estaba intacta desde el mismo momento en que cobardemente lo ultimaron en una escuelita de La Higuera. A Federico, con sus huesos o sin ellos, nunca conseguirán borrarlo.
Van y vienen las historias acerca de a quién atribuir la culpa del crimen de Granada. Importa poco a estas alturas si la orden partió de Queipo del Llano, el oficial antirrepublicano sublevado en Sevilla, fascista hasta la médula. Un sujeto que proclamó a los cuatro vientos en el verano español de 1936: “¿Qué haré?, pues imponer un durísimo castigo para callar a esos idiotas congéneres de Azaña; por ello faculto a todos los ciudadanos a que, cuando se tropiecen a uno de esos sujetos, lo callen de un tiro, o me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré”, es capaz de cualquier atrocidad, como las que cometió.
No importa tampoco que la decisión de fusilar a Federico haya sido una iniciativa de los regentes locales del falangismo, llámense como se llamen el gobernador de facto, el delator de turno, el burócrata que redactó la sentencia –“por socialista, masón y marica”– o los que aplaudieron la medida.
Menos aún si el poeta era o no un objetivo específico. Porque unos dicen que se trató de una persecución política orquestada desde el ascendente poder del bando franquista y ejecutada como parte de un plan minucioso de aniquilación del adversario, por lo que Lorca, en este caso, sería un blanco concreto del fascismo, y su filiación política un elemento clave para haberse convertido en tal; y otros subsumen su muerte entre los muchos asesinatos que se cometieron en los primeros meses tras la sublevación militar, en los que concurren odios personales y locales, partidas de fanáticos asesinos criminales, y revanchismos enloquecidos.
Cogido en falta, Franco –Pilatos– dijo en una entrevista a un corresponsal extranjero en 1937: “Lo cierto es que en los momentos primeros de la revolución en Granada, ese escritor murió mezclado con los revoltosos; son los accidentes naturales de la guerra. (…) Como poeta, su pérdida ha sido lamentable”. ¡Habráse visto…!
En cualquier circunstancia, con Federico quisieron matar a un símbolo. Como cuando en Chile las hordas de Pinochet mataron al cantor Víctor Jara. Porque querían asesinar la poesía y la libertad.
Sólo que no fue la única víctima. El historiador británico Hugh Thomas, a partir de una rigurosa revisión documental, llegó a la conclusión de que hubo 75 000 muertos durante la guerra, de los cuales dos tercios correspondieron a los primeros meses de la sublevación fascista, incluyendo las ejecuciones en los campos de concentración, las ordenadas por los tribunales después de 1936 y los muertos en el frente.
En 2002 se convocó en el Museo de Historia de Cataluña a un congreso sobre los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la guerra civil y el franquismo. Las cifras expuestas allí provocaron escalofríos: 150 000 víctimas.
A estos se les toma en cuenta mediante actos conmemorativos, varios de ellos coincidentes con el aniversario del asesinato de Federico. Hace apenas unas horas, la Diputación de Granada auspició una velada para exaltar la vida y obra del poeta en la que el reconocido actor Carmelo Gómez recitó poemas y repasó pasajes de los formidables dramas lorquianos.
En la acera de enfrente, la reacción no deja de ser miserable. No cabe otra palabra cuando se sabe que en Extremadura, apenas el 18 de julio pasado, los representantes del Partido Popular y de Ciudadanos se negaron a respaldar una moción encaminada a “mostrar la solidaridad con quienes padecieron persecución, violencia, muerte o internamiento por razones políticas, ideológicas, de creencia religiosa o por su condición sexual durante este periodo (el franquismo), así como reconocer la labor desarrollada por las asociaciones y colectivos que hoy representan a estas personas”.
O cuando escuchamos a los dirigentes del emergente partido neofascista Vox irse por la tangente como hizo su líder Santiago Abascal en enero ante sus correligionarios: “Somos la voz de aquéllos que tuvieron padres en el bando nacional (léase franquista) y se resisten tener que hacer una condena de lo que hicieron sus familias”. Para este individuo reivindicar la memoria histórica es “un debate infecto”.
Nadie se asombre ante lo que a continuación reproduzco. Es una carta enviada recientemente por Pilar Gutiérrez, visceralmente franquista, a las autoridades eclesiásticas españolas a nombre de un movimiento ultraderechista que aplaude a Vox: “Deseamos solicitarle en nombre de los 5 241 firmantes de nuestro Manifiesto Católico que presente ante la Santa Sede, junto con los demás obispos de España a quienes dirigimos este ruego, nuestra petición de abrir la causa de beatificación del siervo de Dios y de la Iglesia Francisco Franco Bahamonde”.
¡Que tiemblen de indignación los restos de Federico donde quiera que esté!