Pedro de la Hoz
Cuando José Jiménez Lozano ganó el Premio Cervantes en 2002, en este lado del Atlántico hubo más de un gesto de sorpresa e interrogación. El nombre del escritor español no figuraba en las cábalas y su obra, aunque abundante y sostenida, no gozaba de la implantación que otros autores ostentaban entre los seguidores de novedades literarias procedentes de la Península Ibérica.
Tras aquel momento de gloria, que coronaba una secuela de galardones previos como el Nacional de la Crítica (1988), y los de Castilla y León y Nacional de las Letras Españolas (1992), el periodista, ensayista y narrador abulense incrementó con firmeza paso a paso su cosecha, sin hacerse notar demasiado en esta parte del mundo. Los españoles que le sucedieron en la conquista del premio más codiciado de la literatura iberoamericana, díganse Rafael Sánchez Ferlosio (2004), Antonio Gamoneda (2006) y Juan Marsé (2008), siempre tuvieron un talante mediático superior.
Sería deseable que la noticia del deceso esta semana de Jiménez Lozano, a los 89 años en Valladolid, ayude a promover más una obra atendible por varios motivos, entre éstos, como se ha dicho, por representar, en el orden de las ideas, una tendencia autocrítica y reflexiva del liberalismo español de filiación católica. Si un lema recorre su escritura es éste: curiosidad infinita.
José Jiménez Lozano nació en Langa, un pueblo de la Moraña abulense, en 1930. Su padre era secretario de Ayuntamiento, y de su familia ha dicho el autor que lo educó “en una cosa importante: la repugnancia a la violencia. Pero estoy hablando, incluso, de la violencia de un portazo”.
En 1966 aparece el primer libro-ensayo del autor, Meditación española sobre la libertad religiosa, que surge de las preguntas que el autor se plantea acerca de “ciertas reticencias, un cierto escándalo y hasta una cierta oposición al espíritu conciliar del Vaticano II” y que lo conducen a una reflexión “amplia y libre en torno al sentimiento religioso español en general y, más concretamente, en torno al sentimiento de la libertad religiosa, como una especie de encuesta religiosa en nuestra historia”.
Jiménez Lozano inicia la década de los 70 con la publicación de su primera novela, Historia de un otoño (1971), que trata de la resistencia de las monjas de Port-Royal des Champs frente al poder del rey Luis XIV y del Papado, a la que sigue El sambenito (1972). En 1973 aparece su tercera novela, La salamandra, la primera de las obras de Jiménez Lozano que trata de la Guerra Civil española, y una de las más logradas.
A partir de 1995, tras jubilarse de sus responsabilidades periodísticas en el diario El Norte de Castilla, acelera el ritmo de sus publicaciones literarias, con las novelas Teorema de Pitágoras, de ese año; Las sandalias de plata (1996), Los compañeros (1997), Ronda de noche (1998), Las señoras y Maestro Huidobro (1999), Un hombre en la raya (2000), Los lobeznos (2001), El viaje de Jonás (2002), Carta de Tesa (2004), Las gallinas del Licenciado (2005); cinco libros de poesía, la colección de cuentos Un dedo en los labios (1996) y varios ensayos, entre los que se cuenta Retratos y naturalezas muertas (2000). En 2016 ve la luz otra novela: Se llamaba Carolina.
A gusto o no con los lauros que recibió durante su vida, opinó sobre su concesión: “No se sabe por qué le dan a uno un premio. Esto es un don y no un concurso de méritos. Como decía Melville de la fama, es un equívoco, un resultado imprevisible entre una conjura de gente no necesariamente amigos y otra gente partidaria de otros. Y si quedan en tablas, pues están los diálogos, o se acude a una moneda, como ocurrió en un caso en el que yo mismo era jurado, y otro jurado pidió que se le admitiese recabar el juicio de la moneda. Pero el caso es que estos potajes o divertidas maniobras son inevitables, y no veo que haya juicio moral sobre ellas”.
Al valorar el peso del ejercicio autoral de Jiménez Lozano, el crítico Juan Carlos Delgado subrayó que se trata de un autor de gran formación intelectual, fácil de observar en ensayos clave como Los cementerios civiles y la heterodoxia española y Guía espiritual de Castilla, que acomodó entre sus lecturas a una pléyade heterogénea de autores de diversas tendencias, épocas y registros como Spinoza, Kierkegaard, Pascal, Flannnery O’Connor, al margen de sus predilectos San Juan y Santa Teresa.
De estos últimos dijo en una ocasión: “Santa Teresa es fascinante, una escritora de arriba abajo, y sin saberlo. Tiene todos los tics del escritor. San Juan de la Cruz es más intelectual, y complejo, con su escolástica y todo eso. Vitalmente las cosas son al revés: San Juan de la Cruz es la pura simplicidad, la Teresa tiene tres o cuatro cerebros y dos o tres manos izquierdas”.
A Jiménez Lozano le preocupó, en sus años finales, la circulación de mensajes en las plataformas digitales, algo que no se amoldaba a un hombre devoto de la letra impresa. Estas palabras suyas alertan y espantan: “Oigo hablar de las redes sociales como en el siglo XVI se oía hablar de los turcos, me pillan lejos, pero, por lo que leo y oigo, pienso que ese asunto puede acabar muy mal. Por lo que me dicen, es mundo de muchas bajezas, venganzas, violencia y lucha política. Aunque también está la otra cara, por lo visto, pero la multitud de los sin escrúpulos gana siempre. Hemos pasado de la obscenidad en la puerta del baño público, a escribirlo para una multitud que lo lee y se lo cree”.