Cultura

Unicornio Por Esto: Los sitios que inventamos, Apuntes sobre la imaginación literaria

La escritora Karla Marrufo ensaya sobre la creación de imágenes en comunidad que guían los procesos creativos; por otra parte, reflexiona en torno al papel del mejor amigo del hombre, el perro, en las letras contemporáneas.

"Desde hace siglos, nos hemos dedicado a crear imágenes en  comunidad. Desde antes de la invención de la escritura".
"Desde hace siglos, nos hemos dedicado a crear imágenes en comunidad. Desde antes de la invención de la escritura". / Especial

En un poema incluido en The Time Traveler, la escritora estadounidense Joyce Carol Oates (1938) ofrece una sugerente imagen del proceso memorístico al apuntar:

“Memory, that place we invent/ where what never happened/ in quite that way/ keeps happening/ keeps happening”.

La repetición, a modo de letanía o condena, nos deja pensando en todo aquello que convocamos una y otra vez en el recuerdo a fin de dar forma a una imagen propia en el presente. Eso que llamamos identidad, y que se va articulando con las piezas de lo que somos o hemos sido, sólo es posible echando a andar el tramposo engranaje de la memoria que, al evocar nuestro pasado, tiende a editar, omitir, ajustar los detalles según quiénes seamos en el presente de la evocación.

Más allá de este carácter ambiguo de la memoria, me interesa retomar algunas de las implicaciones de considerar este proceso desde lo colectivo, como un ejercicio prodigioso de la imaginación que edita, adapta, borra, matiza y presenta, según las condiciones de un presente particular aquello que ha sido (o no), con el propósito de resignificarlo y potenciar sus sentidos tanto en el ahora, como con miras hacia un tentativo futuro.

Este proceso de recordar y crear imágenes no es distinto al que desde hace siglos ha dado forma a la literatura, a través de un insistente ejercicio de la imaginación vertido en palabras. Solemos pensar que imaginar es un verbo que se conjuga en soledad, en el claustro individual de lo que cada persona evoca en su cotidiano devenir y a veces sin advertirlo del todo. Cuántas veces, en el día a día, no nos enajenamos de lo inmediato pensando en musarañas, ideando viajes que nunca tendrán lugar, fantaseando con amores imposibles o aumentos de sueldo (aún más imposibles). Todo el tiempo estamos imaginando. A cada momento conformamos imágenes: de las cosas, las personas, los espacios, los objetos, de nuestras personas, sobre el futuro, sobre lo que pudimos haber hecho en el pasado. La lista es infinita y, visto así, se diría que dedicamos nuestra vida toda a imaginar.

Pensar en la imaginación como un acto colectivo implica no sólo identificar que todas las personas nos enfrascamos en la generación permanente de imágenes, sino que compartimos imágenes colectivas que fueron configuradas en contextos específicos y que nos han llegado hasta ahora después de múltiples procesos de adaptación, asimilación y significación. Hay situaciones, personas, personajes, seres míticos o extraordinarios, espacios fantásticos, eras, que con sólo enunciarlos cobran forma, dimensión, color o textura en nuestras mentes. No existen, pero al nombrarlos, están ahí: unicornios, marcianos, zombis, vampiros, monstruos; guerras intergalácticas, cielos o inframundos; mundos paralelos o distópicos regidos por una perpetua lucha entre el bien y el mal, y un larguísimo etcétera que continúa protagonizando historias literarias, gráficas, musicales o cinematográficas.

Desde hace siglos, nos hemos dedicado a crear imágenes en comunidad. Desde antes de la invención de la escritura, desde antes de conocer la explicación (llamada científica) de los fenómenos que todos los días nos atraviesan o condicionan, ya sean fisiológicos, meteorológicos, físicos, astronómicos, sociales, políticos o económicos, la imaginación humana se ha aventurado a dar formas múltiples a aquello que nos rodea, pero también a nuestros temores, deseos, identidades, esperanzas o ambiciones. En la crisis de un personaje, en los obstáculos que sortea, en la fuente de sus aflicciones, lo mismo que en las condiciones de su destino, encontramos las claves de una visión de mundo que cobra vida en la literatura y se refracta en un dialogo infinito con cada lectura, puesto que la obra literaria tiene esa gran cualidad de congregar muchos de los posibles sentidos de un devenir.

Si lo pensamos un poco, una novela, un cuento, una obra de teatro, un poema, son creaciones “cerradas”, dado que tienen un principio y un final, y han sido configurados con un sentido: se les han colocado personajes, voces, imágenes, metáforas, desenlaces de una manera deliberada, con intención. A diferencia de la vida, la obra literaria se mira atravesada por una voluntad de sentido que se nutre de esas imágenes que colectivamente hemos inventado, hemos significado y, de muchas maneras, perpetuado. En esa voluntad, en las decisiones tomadas para cerrar una obra literaria, interviene desde luego una ideología, una visión de mundo, una serie de decisiones que se decantaron por representar las cosas de una manera y no de otra; ya sea para prevenir, anticipar, moralizar o simplemente entretener. Ninguna es menos o es más. Son formas de mirar, de sentir, de pensar, de asimilar, de confrontar aquello que todos los días nos va cercando a nivel individual.

Pensar en la imaginación literaria convocando todos estos sentidos, creo, no puede sino colocarnos en el sitio de una confrontación inmediata, urgente en ciertos casos. Cuando nos preguntan (y es una pregunta muy frecuente para quienes nos dedicamos a la literatura), qué utilidad tiene la obra literaria en un mundo aparentemente determinado por la lógica de las ventas, del capital, de la oferta y la demanda, la respuesta se formula a veces en esta titubeante reflexión: la literatura no nos hace mejores personas, no nos genera bienes en lo inmediato, no nos da más herramientas para la vida práctica (a veces todo lo contrario), tampoco nos facilita el trato con las personas cuando se proyectan como clientes, ni mucho menos nos permite hacer caso omiso del dolor ajeno. Y quizás en eso reside su potencial “utilidad”, en permitirnos acceder, provisionalmente, a catástrofes que aún no tienen lugar, a crisis por venir, a mundos del pasado maravillosos en su riqueza natural, a relaciones interpersonales no mediadas por la inmediatez utilitaria del día a día, y a un sinfín de vidas palpitantes, sufrientes, trágicas, amorosas, imperfectas, humildes, genuinas, que de otro modo no podríamos conocer y con las cuales conmovernos. La literatura puede lo mismo erigir puentes que dinamitarlos con una sola historia; y cualquier cosa con ese poder, con ese alcance, con esa larguísima tradición de siglos, no puede sino ser una urgencia, una necesidad, para situarnos en la actualidad de este mundo convulso e incierto.

Hay historias, coplas (en poemas o canciones), personajes que nos han marcado o significado, que nos hicieron pensar o repensar, llorar, reír o poner en duda el sentido de nuestro proceder o las implicaciones de sostener una idea. Si hubiera que formularlo como una interrogante, ¿cuáles serían esas imágenes determinantes vertidas en palabras, en metáforas, en aventuras o destinos?, ¿cuáles han prevalecido desde hace siglos en la imaginación literaria y para desplegar cuáles significados?, ¿en qué reside la vigencia de su proyección simbólica?

Estas son sólo algunas de las preguntas que orientan estas reflexiones sobre los sitios que inventamos, desde siempre, a través de la literatura, y que, a modo de ejemplo, se proponen a continuación como el detonante para pensarnos en relación con otras especies no humanas desde algunas novelas contemporáneas.

Desde siempre, las relaciones entre humanos y animales han fluctuado entre el afecto y la crueldad, entre la devoción y la violencia. Ya sea que se les atribuya cualidades divinas, que encarnen símbolos de corte espiritual o se les coloque en una escala inferior a la humana, los animales han jugado un papel preponderante en la historia de la imaginación literaria.

Me gustaría enfocarme en los perros, aunque no me voy a remontar a la ya reconocida fidelidad del viejo Argos al regreso de Odiseo a Ítaca, ni tampoco a la agudeza atribuida a Cipión y Berganza en el famoso coloquio cervantino. Mi interés está más bien orientado a novelas relativamente recientes en las que el perro funciona como un núcleo afectivo, que sin ser protagonista y sin que la voz narradora le sea cedida del todo (o sólo se le otorgue en momentos breves y específicos), constituye una figura crucial para comprender la dimensión emotiva de los personajes.

Cierto es que la presencia de los perros en las obras literarias no sólo no es ninguna novedad, como puede constar con los ejemplos referidos de Homero y Cervantes, sino que ha perfilado todo un espectro de actitudes y problemáticas muy humanas según cómo sean representados: si son ellos quienes hablan, qué papel juegan en la orquestación de una trama, cuáles son sus destinos. Pienso en ejemplos dolorosos como La noche del perro de Francisco Tario o La perra de Pilar Quintana, obras en las que la convivencia con los humanos termina implicando un destino fatal para los animales, y con un especial énfasis en la crueldad de los hombres y mujeres cercanos al animal. Pienso también en elaboraciones mucho más complejas, tanto a nivel narrativo como de definición de personajes, por ejemplo, en El hombre que amaba a los perros de Leonardo Padura, novela que recrea desde la perspectiva de la víctima y el victimario el asesinato de Trotsky. A través de la recapitulación con base histórica centrada en Manuel Mercader y el mismo Trotsky, Padura resignifica el brutal asesinato colocando a ambos protagonistas (asesino y asesinado) en los límites de un amor genuino hacia los perros. No se trata de justificar un hecho violento, sino de poner en perspectiva, a través de la animalidad, las contradicciones y complejidades de los afectos.

En esta misma línea podría aumentar la nómina de perras compañías en la literatura con obras como Patas de perro (1965) del chileno Carlos Droguett, Todos los perros son azules (2008) del brasileño Rodrigo Souza Leão, o El libro uruguayo de los muertos (2012) y Carta sobre los ciegos para uso de los que ven (2017) de Mario Bellatin, por mencionar sólo unos cuantos ejemplos contemporáneos.

Más allá de los ejemplos y sus matices, pensar en el perro como en un núcleo de la afectividad en la obra literaria exige unas cuantas explicaciones. Por una parte, destaca la paradójica confrontación entre lo animal y lo humano, en especial si tomamos en cuenta la clásica y ya muy cuestionada dicotomía que contrapone lo animal, en tanto que irracional tendiente al ímpetu de la naturaleza; con lo humano racional, comedido, regido por la ecuanimidad producto de la reflexión. Lo curioso será advertir que, en la imaginación literaria, lo que ha predominado es una inversión de esta dicotomía, pues los animales en general, y los perros en particular, suelen presentarse, las más de las veces, como seres comprensivos, afectuosos, ingenuos o intuitivos, muy en contraste con los humanos que se dejan arrastrar por la ira, la tristeza, la venganza o el odio, dejando en el olvido su supuesta tendencia a la razón.

Por otra parte, y siguiendo algunas de las ideas que dan sustento a The Companion Species Manifesto: Dogs, People and Significant Otherness (Manifiesto de especies de compañía: perros, personas y otredades significativas) de Donna Haraway, la dicotomía antes señalada queda por demás rebasada al pensar en que no existen sujetos y objetos preconcebidos, ni tampoco fuentes individuales ni actores unívocos, ni finales cerrados. En los términos de Judith Butler, sólo hay “fundamentos contingentes”; y lo que resulta de esto son cuerpos que importan. Un bestiario de agencias, formas múltiples de relación, y el marcador triunfal del tiempo por encima de la imaginación del más barroco de los cosmólogos. Para mí, esto es lo que significan las especies de compañía (Haraway 6).

Desde esta perspectiva, pensar en una otredad significativa no sólo contempla las especies de compañía, sino que implica un ejercicio de reflexión que busca entender cómo funcionan las cosas, quién o quiénes llevan a cabo las acciones, qué otras posibilidades hay en este mundo para que todos los seres tengamos validez y podamos amarnos de una manera menos violenta (Haraway 7).

En algunas novelas contemporáneas, la presencia de estas otredades significativas se desliza con la sutileza de un hallazgo dilatadamente revelado y enfocado de lleno en los aspectos más profundos de la emotividad humana. No se trata, desde luego, de un modo de resolver la forma en que las especies podrían/podríamos entendernos y convivir de modos más amables, sino de reflexionar sobre las imágenes que la literatura viene ofreciendo en torno a este tipo de relaciones en los últimos años.

Me detengo en un par de ejemplos en los que el perro aparece en un plano secundario de la trama, pero cuyo papel es crucial para comprender la dimensión íntima de los protagonistas: El discurso vacío de Mario Levrero y Autorretrato de familia con perro de Álvaro Uribe, ambas novelas publicadas en 2014.

En 1985, Mario Levrero publica su Diario de un canalla, texto breve en el que inicia una exploración, a manera de diario, de las minucias de una vida cotidiana que se va desdoblando como el inicio de lo que llegaría a ser La novela luminosa (2005) y una serie de reflexiones sobre sí mismo que se ven paulatinamente absorbidas por la contemplación de la conducta de un pajarito que ha caído en el patio trasero de su casa. Algo similar sucede en El discurso vacío, puesto que se trata también de una escritura que toma la forma del diario aunque intercalada con ejercicios de “autoterapia grafológica” y ciertos fragmentos denominados con el título de todo el volumen. La escritura, en un inicio terapéutica, pronto empieza a desplazarse hacia el terreno por demás turbulento de lo que aflige al escribiente: él quisiera tener momentos de solaz para ejercitar su caligrafía, escribir literatura o estar simplemente sin el agobio, los ruidos, las impertinencias del cotidiano en una casa cualquiera. Sin embargo, le resulta imposible evitar mirarse involucrado en ese día a día que exige “hacer cosas”, en especial cuando se detiene a analizar la conducta del perro Pongo.

A partir de un gesto en apariencia inocente (ofrecerle al perro la posibilidad de vencer el enrejado que lo aparta de la calle), el protagonista se coloca a ratos en el lugar del animal, asumiendo para sí las decisiones que podría tomar el perro si elige la libertad, así como los probables sentimientos que el hombre cree que experimenta el perro respecto al espacio, la familia, la distribución de la comida, las visitas, etc. Lo más curioso de esta observación transformada en acción, y en un cariño creciente hacia Pongo, es que a partir de la narración de los episodios que giran en torno al animal, al hombre se le relevan verdades dolorosas sobre sí mismo; como en un juego de espejos un poco empañados en el que los instintos, las conductas caprichosas o irracionales, la rivalidad y el afecto expresados por el perro, fuesen la parte más genuina del hombre que escribe.

El sentido del título, El discurso vacío, deriva de aquellas páginas en que la escritura traza palabras pero no atina a decir, a verdaderamente decir, lo que reside en el fondo de la conciencia del hombre. Y sin embargo, al escribir episodios cotidianos acerca del perro Pongo, una suerte de puerta se abre y le revela al hombre una verdad sobre sí mismo que podría llenar el vacío de su discurso. Aunque la presencia del perro resulte por momentos impertinente e incluso el protagonista se cuestione seriamente si regalarlo, o no dude en sembrarle una patada cuando sale disparado a ladrar a los transeúntes en cuanto le abren la puerta, la figura canina termina por perfilarse en toda su animalidad como un detonante crucial para que el humano se reconozca a sí mismo.

En el caso de Autorretrato de familia con perro, Uribe urde una trama mucho más compleja que la de Levrero y que tiene como hilo conductor la narración de la vida de María Luisa Manterola, alias Malú, la madre de Alberto y Adán Urquidi, hermanos rivales y en permanente desacuerdo desde la infancia. A través del testimonio de los miembros de la familia, incluyendo a Felipa, la mujer del servicio doméstico, la vida de Malú se despliega en todo su espectacular esplendor y mezquindades. La mirada de los hijos, de las amigas cercanas, de las nueras, no resulta ser del todo favorable al momento de relatar la juventud, adultez y declive de una mujer que se caracterizó por atender a sus caprichos y frivolidades por encima de los intereses de los demás.

En esta relatoría de minucias sobre la vida de Malú salidas de boca ajena, el perro Canuto figura como un accesorio impertinente e inseparable de esta conflictiva mujer que, una vez muerta, no puede defenderse de las memorias que su hijo Alberto hace en “su honor”. Desde la llegada del perro a la casa, hasta su reemplazo por uno idéntico cuando el primer Canuto muere de pulmonía por una imprudencia de Felipa, y hasta la muerte de Malú, el perro resulta ser un desastre total: destroza muebles, almohadas y alfombras, muerde el rostro de una amiguita de las nietas, se mea en todas partes dejando un hedor insoportable en toda la casa. Nadie, salvo Malú, soporta al perro, sin embargo, en cada testimonio su presencia parece ser fundamental; así lo refiere incluso Felipa: “Y de todos modos, qué bueno que en el libro ése que usted está escribiendo aparezca el Canuto. Era el rey de la casa y merece su lugar. Pero lástima que los perros no hablen, ¿no?… Porque lo justo sería darle la palabra. Imagínese nomás lo que diría. Las cosas que podría contar sobre Malú. Y de usted. Y de su hermano… Tiene razón, mi joven. Y también de mí. Con todo lo que sabe el Canuto… Pensándolo bien, es mejor que los perros no sepan hablar.” (Uribe 171).

Hacia el final de la novela, y una vez que nos hemos forjado una imagen bastante clara y no del todo afortunada de Malú, pues la compleja relación familiar deja poco margen para el perdón y las reconciliaciones, se incorpora un breve Epílogo titulado “Los otros”, en el que oportunamente y por una vez se le cede la voz a Canuto en el preciso momento en que ellos, “los otros”, esa familia llena de rivalidades, lo separan de su adorada Malú. Sin signos de puntuación, atropelladamente, se estiliza la voz del perro que, en comparación con el resto de la familia, resulta ser el más sensato, empático, amoroso, comprensivo. En su narración, Canuto cuenta cómo es su estrecha relación con Malú y sobre todo, cómo tiene lugar ese desgarrador episodio en que a ella se la llevan de casa para siempre: “y yo grito y aúllo y chillo de dolor pero no del dolor de mi hocico no del dolor de mi carne mía no del dolor de mis huesos de mí sino del dolor de ella la mía y yo de ella que también grita y también aúlla y también chilla de miedo de puro miedo de ella la mía y yo de ella tras el último que la carga y se la lleva gritando ella y aullando ella y chillando ella y el último otro se la lleva toda se la lleva de mí que soy ella se la lleva para siempre yo sé que para siempre yo siento que para siempre y ya nunca ella la mía y yo con ella nunca más…” (242).

La novela cierra con esta patética escena, con este mínimo epílogo de apenas un par de páginas, pero con el que se redondea la imagen de Malú a través del único ser que parecía constituir una parte crucial de su afectividad: el perro.

Con este par de ejemplos se advierten los matices de una imaginación que paulatinamente ha empezado a consolidar en lo literario una imagen de reconocimiento de esas otredades significativas que podrían propiciar una comprensión entre especies de una manera más en armonía o menos violenta. Mientras eso sucede, sigamos admirándonos y entregándonos a la reflexión que propician sin duda nuestras perras compañías.

Karla Marrufo, profesora investigadora del Centro de Investigaciones Silvio Zavala de la Universidad Modelo.