Edgardo Arredondo
(Primera parte)
Padre e hijo avanzaron sigilosamente. Sus pasos eran medidos y precisos. Sus cuerpos apenas podían ser divisados entre la alta maleza de la sabana africana. Rayaba el medio día. Lograron apostarse detrás de un enorme imbondeiro (baobab).
Llevaban tres días vigilando la compacta manada de antílopes sable gigante, los pocos que quedaban en Milando, al este de Angola. Aunque estaban armados con arcos y flechas a la usanza de la tribu bakongo, sus raídas vestimentas eran occidentales: los dos portaban camisas a cuadros, pantalones cortos de algodón y calzaban zapatos tenis. No empleaban armas de fuego ya que un disparo errado significaría la huida de la manada; pero además, llevar armas no era lo más recomendable en esos tiempos en que el país se desangraba por una prolongada guerra civil.
Mabito era un experto arquero y llevaba a Knokomo, su hijo mayor, adolescente de 15 años, de cacería por primera vez. La difícil situación obligaba a los nativos a cazar cualquier tipo de animal para alimentarse, y aunque la carne de antílope era ligeramente dura, constituía un manjar, sobre todo para su paladar acostumbrado a una dieta a base de yuca.
Por última vez, Mabito humedeció el índice de su mano derecha y extendió la extremidad para sentir la dirección del aire. Estaba en la posición ideal, el viento soplaba en su contra y era difícil que fueran olfateados por sus presas.
El primer flechazo sería para el macho alfa, al cual ya habían identificado plenamente. Debían ser lo suficientemente certeros para que al caer, las demás presas tardaran en reaccionar. Sería entonces cuando Knokomo acertaría su primer disparo a cualquiera de ellas.
Mabito lanzó un profundo y silencioso suspiro. Cargó el arco y tensó la cuerda con la flecha, una gota de sudor recorrió su frente. A tan solo unos segundos una serie de estruendos retumbaron en sus oídos. Eran descargas de varios fusiles de asalto AR-10 de fabricación norteamericana, que dejaron tendidos a cinco ejemplares mientras los demás corrían despavoridos. Mabito y Knokomo no daban crédito a lo que veían, cuando una voz los hizo voltear.
—Larguem as armas (Tiren sus armas).
—Eles falam português? (¿Hablan portugués?).
Mabito asintió con la cabeza. Knokomo, aunque hablaba más el kikongo, comprendía las palabras soltadas con tono amenazador. Asentaron sus rudimentarios arcos y flechas. El sujeto amedrentaba con solo mirarlo. Era un tipo fornido, que portaba sombrero, lentes Ray-Ban y uniforme militar color verde olivo de la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (Unita). Varias cartucheras cruzaban su pecho, un enorme radio colgaba de su cinturón y una gigantesca mochila le obligaba a pararse con los pies separados. Con gesto intimidatorio se fue aproximando, mientras otros hombres que venían con él se acercaban a los ya inermes antílopes.
—¿De dónde vienen?
—Somos de una kimbo (aldea) cercana a Quimbele —contestó Mabito con gesto de preocupación. El sujeto sacó una pequeña toalla para secarse la cara. Transpiraba profundamente.
—¡Andan bastante lejos de su aldea! ¿Cómo llegaron hasta aquí?
Mabito señaló unos arbustos donde se encontraban sus desvencijadas bicicletas.
—¿Es tu hijo? —preguntó el sujeto, mirando fijamente al muchacho.
—Sí, es mi hijo —respondió Mabito, abrazando a su vástago.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Mabito; él es mi hijo, Knokomo.
Otro de los tipos se acercó. Su uniforme era más austero.
—¿Algún problema? —preguntó mientras apoyaba su rifle en el árbol.
—No te preocupes, solo traen arcos. Son aldeanos, andan buscando qué comer y están más asustados que los animales que se nos escaparon.
Y no era para menos. Knokomo no podía retirar la vista de los rifles, pues nunca antes había visto alguno tan de cerca. A pesar de los años que la guerra se había extendido en el territorio angoleño, era la primera vez que tenían un contacto tan cercano con la guerrilla.
El sujeto en ciernes era conocido como el Monje, ya que había sido misionero cisterciense antes de unirse a la guerrilla. Era angoleño. El tipo bajó el arma.
—¿Tu aldea está cerca?
—A unos cinco días —respondió Mabito señalando hacia el norte.
—Y dime, ¿qué has visto en el camino? ¿Hay soldados del gobierno?
Mabito no respondió, solo encogió los hombros.
—¿Conoces a la gente de la MPLA (Movimiento Popular para la Liberación de Angola)?
Después de meditar unos segundos, contestó:
—Sí, hemos visto gente armada… no sé si son ellos. Creo que son cubanos, no hablaban portugués.
El Monje lanzó un chiflido para llamar al que fungía como comandante en jefe. Se acercó un tipo robusto, que portaba un uniforme similar con boina roja coronada con dos estrellas. Masticaba tabaco en forma grotesca.
—Dicen estos dos que hay cubanos en el camino.
El sujeto, llamado Yanick, escupió la masa negruzca.
—¿Cuántos eran? —preguntó, bajando su arma al suelo.
Mabito miraba a su hijo dándole a entender que no hablara.
—Eran muchos… estaban en varios jeeps… También tienen de esos grandes…
—¿Tanques?
Mabito asintió con la cabeza. El Monje soltó su pesada mochila, sacó un mapa y lo extendió en el suelo. Con ayuda de Mabito, trató de calcular el punto en que había visto a las tropas cubanas. Todo el grupo los rodeaba. El Monje explicó cómo avanzarían para evitar toparse con el posible enemigo.
—¡Levanten esos animales y vámonos de aquí!
El Monje hizo una seña para que uno de los antílopes le fuera entregado a Mabito.
—Aquí tienes, llévale esto a tu gente.
Mabito le hizo una seña a su hijo para que fuera a recogerlo.
—¡Alto! Tú te vas, pero el muchacho se queda con nosotros —exclamó Yanick.
La cara de Mabito se transformó
—¡No!… ¡Deja que se vaya conmigo!… Es mi hijo.
—¡De ninguna manera! ¡Él se va con nosotros! Necesitamos sangre joven.
El Monje, tratando de calmar los ánimos señaló:
—Nos ayudará a forjar una Angola nueva. No te preocupes por él, te aseguro que con nosotros estará bien.
Mabito estrechó con un abrazo a su hijo, pero Yanick levantó su rifle y cortó cartucho, esbozando una escalofriante sonrisa.
—¡Suéltalo, o de verdad no volverás a saber de él!
Todos los subalternos se quedaron quietos, sabían que su jefe era un hombre desalmado y que no repararía en matar al padre, al hijo o a ambos.
—Es casi un niño, pero lo convertiremos en soldado, en héroe de una patria nueva. ¡No intentes oponerte! Cuando hayamos triunfado, regresará con los tuyos —espetó Yanick con gesto amenazador.
Mabito, aterrado, sujetó más fuerte a su hijo. El Monje tomó también al muchacho y le dijo al padre angustiado:
—¡Si no viene por su propia voluntad, te lo llevas muerto!
Los otros guerrilleros tomaron sus armas y apuntaron. Knokomo miraba con angustia a su padre.
—Estaré bien… Solo dile a mi madre que la quiero mucho.
Al chico lo traicionaron las lágrimas. El Monje hizo un gesto a Yanick para que bajara su arma y dijo:
—Quédate tranquilo. Prometemos regresártelo, pero por ahora, se va con nosotros.
Ese era el modus operandi de la Unita. La leva era muy común al momento de alistar gente. Tenían como costumbre llevarse a adolescentes e incluso niños, para localizar y desenterrar minas, y conforme se había recrudecido el conflicto, la agrupación experimentaba bajas y el reclutamiento forzado era la regla. También se distinguían por su poco respeto a la población civil. A pesar de contar con el armamento que les proveían Estados Unidos y Sudáfrica, no había otro tipo más de ayuda y era común que arrasaran aldeas enteras para conseguir alimento, llevándose a los más jóvenes e incluso a las mujeres y quemando las humildes casas.
Mabito miró impávido a su hijo, obligado a abordar un camión Egensa 400 como una pieza más del coto de caza. El camión desapareció en medio de una nube de polvo. Resignado, destajó al antílope en varias piezas, las cubrió con granos de sal envolviéndolas cuidadosamente y las acomodó en la parte de atrás de su bicicleta. Lanzó un suspiro al contemplar la que dejaba su hijo y emprendió el regreso.
***
Era el verano de 1986. En las inmediaciones de Bungo, una villa cercana a Uige ubicada en la parte norte de Angola, una vieja Land Rover avanzaba dando trancos y deteniéndose por momentos. Las gallinas corrían despavoridas y los perros ladraban espantados junto al camino de terracería. La camioneta era conducida por la hermana Eunice Yam, perteneciente a la congregación de las Hermanas de la Luz. Justo en ese momento se encontraba en clases de manejo con Cateco, un aldeano que ponía ojos de plato cada vez que la hermana le atinaba a los baches del camino.
—¡Espere, madre! ¡Espere! ¡Deténgase, por favor! —imploró Cateco.
Dando una brusca frenada, la hermana detuvo la camioneta mientras el hombre se aferraba con las manos sudorosas al tablero.
—¿Ya había manejado antes, hermana?
—Por supuesto, pero nunca en mi vida había tenido una camioneta en estas condiciones. Además, aún me falta mejorar mi portugués.
Cateco se secó el sudor de la frente.
—¡Así que el idioma! De haber sabido, nos acompañaba el doctor cubano que a veces llega a ayudarnos.
En realidad, la hermana Eunice había avanzado considerablemente en el dominio de la lengua portuguesa.
—¿En verdad será eso? ¡La hermana Ana Elena aprendió a manejar en una sola clase! Madre, yo creo que, sin ofender, con usted nos llevará más tiempo.
En el rostro moreno de la religiosa se dibujó una dulce sonrisa.
—No lo creo, es cuestión de práctica. No se preocupe.
—De acuerdo… empecemos —dijo el hombre, acomodándose su gorra.
La hermana pisó el embrague, metió velocidad y la camioneta saltó hacia adelante. Tenían que llevar unos bidones de gasolina a una aldea situada a unos quince kilómetros de allí, pero por las condiciones del camino el trayecto era de casi una hora. Después de dejar el combustible y llenar la camioneta con algunas provisiones, emprendieron el regreso.
—Y… ¿por qué no vino la hermana Ana Elena? —preguntó Cateco con cierto tono de arrepentimiento mientras la hermana Eunice esquivaba los baches con singular habilidad.
—Prepara su equipaje, pues se regresa a México. Así que, de nuevo, solo habrá tres hermanas en la misión.
—Me alegro por ella. ¿Y usted es la que manejará ahora?
—Ya lo creo.
—¿No cree que debemos ir más despacio?
—No creo, ya me está gustando.
La hermana Eunice hizo una triunfal entrada a la villa. Cateco se apeó tan pronto la religiosa detuvo la marcha y haciendo una reverencia, dijo:
—Muchas gracias, es usted muy amable.
—Mañana iré con una de las hermanas a recolectar agua… por si quiere usted acompañarnos.
—¡No!... Es decir, no creo que usted necesite de mi ayuda, hermana, usted tiene a Dios de copiloto… Con permiso.
La hermana soltó una carcajada y se dirigió a la misión.
La congregación de las misioneras hijas de la Madre Santísima de la Luz tenía su misión en las afueras de la villa, ante un hermoso paisaje, en un asentamiento heredado de los padres capuchinos. La gente había sido siempre acogedora y alegre para con ellas. La misión había aportado a Bungo el colegio, pero también en el pueblo funcionaban un pequeño hospital, el comisariado y la escuela.
En el mismo terreno del colegio, se encontraba la casa de las monjas y al fondo, la de los sacerdotes. Detrás de esta, muchos árboles de eucaliptos altos y erguidos se mecían con el aire, produciendo un sonido semejante al de las olas del mar. Eran habituales los amaneceres cargados de neblina, pero el sol hacía su aparición entre ellos con una imagen “digna de las manos del creador”, como solía comentar la hermana Eunice. Solo existían dos caminos transitables de terracería, uno de los cuales se continuaba con la carretera internacional a Zaire (hoy Congo Democrático).
En las mañanas se oficiaba misa en una pequeña iglesia situada en el centro del poblado, a unas cuantas calles de la misión. Enfrente de la iglesia había un parque y, por detrás, la escuela. A poca distancia estaba el mercado (praza), un local techado que solo funcionaba dos días a la semana y en donde se podían encontrar pequeños pescados, ratones y pájaros que se asaban y se vendían colocados en palillos. También era fácil adquirir cacahuate y camote, así como yuca procesada y seca, para moler y preparar el funchi (una especie de engrudo sin sal ni aceite), que era la base de la alimentación angoleña.
La gente llegaba a la misión para ofrecer sus productos a las hermanas en trueque por jabón o un poco de sal o aceite. Los sábados se impartía la catequesis y la misa los domingos a las nueve de la mañana. Cuando no había actividades, las hermanas apoyaban a la población con toda clase de tareas manuales, culinarias y artesanales, pero, sobre todo, con una gran labor de servicio a la comunidad, apuntalada en la fuerza de la fe católica.
Esa misma fe era la que, sin lugar a duda, les daría la fortaleza que necesitarían para pasar cada una de las pruebas que el destino les había preparado.
***
Por la calzada del Cerro, en La Habana, se ve caminando un tanto desgarbada la figura de Filemón Portilla, originario de Camagüey, pero avecindado junto con su madre, doña Onoria Martínez, en uno de los viejos edificios cercanos al centro de la capital cubana. Trabajaba como estibador en la terminal de contenedores de Guanabacoa. Un título de ingeniero en metalurgia colgaba ocioso en una de las descascaradas paredes de su casa. A pesar de haber estudiado, nunca encontró un puesto en la mina de Nicaro, dedicada a la extracción de níquel y donde por años trabajó su padre. Fue asignado a una planta llamada Las Camariocas, aunque nunca llegó a trabajar ahí, ya que el complejo estaba a medio construir. Siempre que veía el diploma, Filemón recordaba con frustración cómo tuvo que estudiar esa carrera a insistencia de su padre, quien murió de una terrible asbestosis antes de que él se titulara. Siempre se había dicho a sí mismo: “Trabajar en la mina, ¡nunca! Lo mío es la música”.
Filemón tocaba más de cinco instrumentos y se pasaba silbando toda la jornada y entonando canciones. Cuando sus compañeros le preguntaban cuáles eran los títulos, respondía muy ufano: “No las has escuchado antes porque son mías”. Todo lo que se le ponía enfrente podría ser un potencial instrumento. Al terminar su jornada, su rutina consistía en sentarse largo rato a contemplar el atardecer desde el malecón para desconectarse, mientras fumaba dos o tres cigarrillos. Al igual que miles de cubanos, siempre suspiraba al ver ocultarse el sol.
“Otro día más en esta prisión con barrotes que no son de hierro, que son de mar”, era una de sus frases favoritas. Su madre comúnmente le llamaba la atención cuando solía hacer algún comentario en contra de la isla, la Revolución o el comandante Castro.
En un cálido día de noviembre de 1986, Filemón llegó a su casa, donde lo esperaba su madre.
—Buenas tardes, mi madre adorada —dijo estampándole un sonoro beso en la mejilla.
Tiró su gorro de marinero, se mesó su ensortijada cabellera y tomó asiento. Doña Onoria asentó un plato de moros con cristianos y una pequeña pieza de pan.
—Óyeme, mi vieja, supongo que otro día más sin carne, pues —dijo esbozando en su rostro moreno una sonrisa que siempre le marcaba unos hoyuelos en las mejillas.
—Supones bien.
—¿Sabías, madre, que a veces pienso que nosotros nos parecemos a los de la India? Tenemos vacas, pero no las comemos.
La mujer menudita de ojos verdes se le quedó viendo un rato.
—Ellos no las matan porque creen que son sagradas. Además, tú sabes que las tenemos para la leche de las criaturas.
Filemón se sentó, y tomó uno de los bolillos.
—¿De cuándo es este pan, madre?
—Apenas de hoy.
—No lo creo. ¿Sabías que el otro día unos niños que jugaban beisbol, no tenían pelota y estaban pegándole al pan, de tan duro que estaba? ¡Era su pelota! —dijo, soltando su risa contagiosa.
—Es un pecado tirar la comida.
—No, madre, es que de veras que se pone duro… ¿Te imaginas, madre, un buen bistec, así de grueso y que al cortarle, se le escurra el jugo por todos lados? —dijo, relamiéndose el fino bigote.
—Mejor no me lo imagino.
La conversación fue interrumpida por el ruido de un carro de sonido:
“…Somos el internacionalismo proletario y estamos llevando la libertad a otras naciones…”.
Filemón se levantó de la mesa para escuchar.
“…No lo pienses más, tú puedes llevar la Revolución en tus manos… Únete a nuestro glorioso ejército revolucionario y alístate para ir a Angola”.
—¿Oíste eso, madre? Angola. En África. Hasta ellos tienen de esos animalotes que parecen vacas para comer.
Reanudó su actividad masticatoria en silencio, pero súbitamente expresó una decisión:
—Ya está, madre: me voy pa’ Angola.
—Déjate de boberías y sigue comiendo.
—No, madre. Ya lo pensé, me voy al concentrado militar.
Doña Onoria le retiró el plato de comida y le lanzó una mirada furibunda.
—¿Así que el ejército? ¡Pues tumba, tumba, que te estás tardando!
—Tranquila, mi viejita. Es que esto de vivir de la picada ya me está hartando.
Doña Onoria le asentó de nuevo el plato a su hijo.
—¡Que te compre quien no te conozca! ¿Desde cuándo te pones tan patriótico y revolucionario?
—Mira, vieja, es una buena oportunidad para alejarme de aquí. Además, ¡qué gran oportunidad de llevar nuestra libertad y acabar con tanta patraña imperialista!
—A ver, hijo, ¡tú eres más rollo que película! Así que te acabas esto y cuando termines, a ver si haces algo bueno, que doña Clemencia andaba necesitando ayuda para acomodar su tinglado y le dije que tú ibas.
—¿Y por qué yo, vieja?
—Porque aquí mando yo, y apúrate o te caigo a galletazos.
***
El viaje duró dos días. Knokomo compartió el asiento del camión con otros cinco mozalbetes, el menor de los cuales tenía apenas diez años. Apretujados en la parte posterior, junto a cajas, bidones de gasolina y parte de la artillería, solo habían probado alimento una vez en todo el recorrido.
Knokomo fue llevado a una aldea cercana a Quimbango, en la provincia de Malange, que la Unita había tomado después de reclutar a algunos de sus habitantes. Más de la mitad de las chozas fueron destruidas y el resto de la población, como ocurría siempre, pasó a formar parte de las hordas de migrantes desplazados.
Durante el primer mes, Knokomo recibió un adiestramiento básico que consistía en acondicionamiento físico, manejo de armas de fuego y nociones de estrategia militar. Finalmente, fue separado e integrado a un grupo más reducido dedicado a la fabricación e instalación de explosivos y, sobre todo, a la desactivación de minas. Su portugués progresó a pasos agigantados, en gran medida, por la necesidad de poder comunicarse con los demás. Para esto último, tenía un maestro particular: Joshua, quien con tan solo dieciocho años de edad, fungía como el instructor de la cuadrilla de explosivos y minas. Joshua enseñó a Knokomo a leer y a escribir y este aprendió tan rápido, que en tres meses ya era capaz de redactar pequeños mensajes con cierta fluidez. Fue así que escribió un mensaje a sus padres, en el cual les decía que no se preocuparan y que todo estaba bien. Knokomo entregó el pedazo de papel al Monje, quien había prometido enviar correspondencia a Quimbele, el poblado cercano a su aldea.
Además de la enseñanza, se había desarrollado una gran empatía entre Joshua y Knokomo. Una mañana se despertaron más temprano de lo habitual, pues al campamento comenzaron a llegar una gran cantidad de camiones y jeeps. A gritos y empujones fueron levantados de los tapetes en que dormían, para que se vistieran de inmediato. Pensaron que se iniciaba la partida al campo de batalla, pero no era así. Los vehículos se colocaron en forma casi perfecta. Veinte jeeps, cinco camiones y dos tanquetas se alinearon, en tanto una gran cantidad de hombres eran situados en filas y las piezas grandes de artillería eran ubicadas al frente. Knokomo estrenaba su uniforme. La expectación era grande. A lo lejos se escuchó un helicóptero, que aterrizó unos metros adelante. De la aeronave descendió un individuo corpulento con uniforme militar de gala y una boina roja en la que destacaban cuatro estrellas; el hombre se distinguía por tener un color de piel aún más oscuro que el resto de los presentes. Escoltado por tres hombres, se aproximó al grupo. Era ni más ni menos que Jonas Savimbi, el máximo líder de la Unita, considerado por muchos, como un héroe mítico. El Monje lo recibió con un saludo militar y se retiraron pronto a una choza en donde por espacio de casi una hora hablaron con los principales mandos de la brigada. Los guerrilleros permanecieron firmes todo este tiempo, bajo un sol cada vez más inclemente. Knokomo, nervioso, observaba cómo cada vez que uno de sus compañeros se atrevía tan siquiera a doblar una rodilla, era castigado de inmediato con una bofetada. El gran líder se retiró sin tan siquiera pasar revista a las tropas. Yanick gritó a todo pulmón:
—¡Rompan filas! Comenzamos a movernos a partir de mañana.
Continuará.