Marta Núñez Sarmiento*
XVI
La idea de sacar a la luz los significados sacrílegos, aquéllos que profanan lo sagrado en las letras de las canciones populares, la tuve cuando escuché por centésima vez en mi vida el bolero del cubano José Antonio Méndez “La gloria eres tú”. Había publicado mi trabajo “Los estudios de género en Cuba” y había resumido en “Epistemología feminista” las características del enfoque de género según los científicos sociales cubanos. La séptima propuesta dice: “Se debe conferir sentido a las cosas pequeñas de la cotidianidad, a lo marginado y olvidado. Se les debe interpretar en los espacios que estas pequeñas cosas ocupan en las complejísimas estructuras sociales, específicamente en las relaciones económicas, políticas e ideológicas”.
Esta característica epistemológica del enfoque de género invita a que los investigadores no dejemos escapar nada cuando observemos los aspectos de la sociedad que nos interesa estudiar. Esto me obligó a poner en juego mis capacidades creativas para asociar las informaciones que recogía con el caudal de conocimientos que había acumulado. También me promovió que desatara mi sensibilidad para observar todo lo que tenga que ver con mis temas de investigación. Esta característica está vinculada a la tercera, que subraya la necesidad de respetar lo diverso y lo incluyente.
Pues bien, con todo el respeto que se merece mi amigo teólogo Félix Sautié, derrocharé mi creatividad en esta aproximación a un estudio de caso acerca de los contenidos profanadores de lo divino en algunas canciones mexicanas y cubanas, en su mayoría boleros, de los que no nos percatamos cuando disfrutamos de las letras y sus melodías. Lo titulé como un “levísimo” estudio para prevenir cualquier crítica que, con razón, lo califique de poco serio y/o no representativo.
Comienzo por “La gloria eres tú”, uno de los máximos exponentes del “feeling” cubano. José Antonio Méndez describe el éxtasis que le provoca la dulce alma de su enamorada, “que es todo sentimiento”, sus “ojazos negros de un raro fulgor” que le incitan al amor, así como su ser encantador, todos los atributos que la convirtieron en su ilusión. Aquí comienza su irreverencia porque declara: “Dios dice que la gloria está en el cielo / que es de los mortales / el consuelo al morir. / Bendigo a Dios / porque al tenerte yo en vida / no necesito ir al cielo si tú, /alma mía, / la gloria eres tú”. ¡De qué manera tan hereje y, a la vez, respetuosa le dice a Dios que el paraíso lo tiene en su amada! Méndez ubicó en la Tierra la posibilidad que le confirió el Señor de disfrutar el edén a través de su amada, lo hizo de carne y hueso sin tener que esperar la muerte para “ir al cielo”.
¿Es o no una herejía? Para mí sí lo es. Pero él no fue el único cantautor que cometió ese pecado. Veremos los contenidos de letras de dos autores mexicanos, Agustín Lara y Alberto Domínguez. Del primero seleccioné “A tus pies”, “Palabras de mujer”, “Santa” y “Solamente una vez”. De Domínguez analicé “Frenesí” y “Perfidia”. Antes de extraer lo sacrílego de sus letras, debo alertarles de un error que cometí cuando me di a la tarea de encontrar canciones mexicanas y cubanas que cometieran algún grado de profanación de lo Divino. Por supuesto, que si mi intención fue hacer un análisis lo más serio posible, a pesar de su brevedad, tuve que pasar casi cinco días hurgando en Google. No quería errar al atribuir una canción al intérprete, que es lo que pulula en este buscador, así que una vez que elegía la letra del bolero, indagué quién era su autor. Pero me enamoré tanto del tema que se me fue el tiempo, sin darme cuenta que estoy escribiendo para un semanario como Unicornio que exige una fecha límite mucho más corta que la que suelo dedicar a los artículos que publico en ediciones científicas. ¡Ténganme compasión, porque lo que escribo para “Metodología de los por qué” es mi primer intento entre un trabajo periodístico y uno cultural cuasi ensayístico! Les relato esta experiencia personal para que no la repitan.
Empiezo con “A tus pies”, de Agustín Lara. El autor describe las bondades corpóreas de su amada con infinita delicadeza, empleando frases como “Es tu pie menudito, como un alfiletero / en cuya felpa rosa prendí mi amor eterno”. Ante estos pies quiere el trovador dejar su corazón, alfombrar de rosas por donde camina y, aquí aparece la herejía, “Regar tu sendero florido, de cosas muy santas”. Continúa prometiéndole que la amará hasta la muerte, que será su príncipe azul, que bajará las estrellas para colocarlas a su paso e, incluso, comete el segundo sacrilegio cuando dice “Y como un pecador arrepentido / implorar a tus pies perdón y olvido”. Bueno, si fuera una confesión con todas las de la ley, tendría que acudir a un confesionario para comunicar sus cuitas a un sacerdote, quien sería el único capaz de concederle el perdón.
Continúo con “Palabras de mujer” también de Agustín Lara. Se trata de un amor en conflicto, en el que el autor describe que tanto ella como él tienen razones para dejarse de amar. Pero la culpa de querer terminar esta relación recae sobre la mujer, quien con sus “palabras de mujer” le comunicó muy quedo y sollozando algo que él no quiere repetir. Exclama que “aunque no quieras tú / ni quiera yo, lo quiso Dios”. Por tanto, esto le confiere el derecho al hombre de seguirla amando hasta la eternidad. Proclama que “Como una sombra iré / perfumaré tu inspiración / y junto a ti estaré / también en tu dolor”. Por tanto, Lara, estimo yo, se atribuye el favor del Divino para amar a esa mujer por siempre.
Voy a la tercera de Agustín Lara, “Santa”. Aquí la herejía comienza con el título, porque el trovador la canonizó sin contar con el Vaticano. La considera “santa” porque “En la eterna noche / de mi desconsuelo / tú has sido la estrella / que alumbró mi cielo”. Declara que ella, con su rara hermosura, iluminó “toda la negrura” que rodeaba a Lara. Repite: “Santa, santa mía. / Mujer que brilla / en mi existencia. / Santa, sé mi guía / en el triste calvario de vivir”. Por tanto, compara su sufrir terrenal con el calvario que sufrió Jesucristo hasta que murió en la cruz. Incluso, le ruega a “su santa” que aparte de su senda todas las espinas que tiene clavadas, usando una metáfora para igualarse al sufrimiento del Señor. Por último le ruega a “su santa” que caliente con sus besos su desilusión, que sea su guía y que alumbre con su luz su corazón. Esta es una manera sumamente material en la que el hombre dirige una plegaria a la mujer que deificó por la única razón de ser su amante.
Concluyo con Agustín Lara analizando su “Solamente una vez”. Confiesa que amó una sola vez en su vida, cuando en su huerto “brilló la esperanza, / la esperanza que alumbra el camino / de mi soledad”. Repite “Una vez nada más / se entrega el alma / con la dulce y total / renunciación.” Aquí viene la herejía, porque “Y cuando ese milagro / realiza el prodigio de amarse, / hay campanas de fiesta que cantan / en el corazón”, Lara atribuye el “milagro de amarse” a un Ser superior que no identifica con el Dios de la liturgia cristiana, aunque le acompaña con atributos propios de ésta como la esperanza, las campanas de fiesta, la total renunciación.
Paso a Alberto Domínguez con sus canciones “Frenesí” y “Perfidia”. En la primera lo sacrílego está bien oculto, pero está. Emplea los términos “alma”, “piedad” y “corazón”, frecuentes en los discursos cristianos, para explicar cómo él quedará rendido a los pies de su amada (¿su virgen? ¿Su santa?), tal y como los creyentes rinden culto a las mujeres que han sido santificadas. Pero el culto de tributar a la “deidad” se rige por los besos que intercambian “con frenesí” y “con locura”. Su pecado de “altivez” murió cuando su orgullo rodó a los pies de la santa que él erigió. La razón suprema para que el hombre le entregue su alma a su amada consiste en que se besen, nuevamente, con frenesí. Como dirían mis condiscípulos bolivianos en los 70, “¡Na´que ver chancho en misa!”, no porque el hombre cometa “cosas feas”, sino porque reformuló los términos de los oficios cristianos para justificar su frenesí.
En “Perfidia” lo sacrílego está más a la vista. Sufre inmensamente porque una mujer lo abandonó, pero le canta cuando la busca y no la puede hallar. Le dice a ella “Si puedes tú con Dios hablar / pregúntale si yo alguna vez / te he dejado de adorar”. A la vez le pide que le pregunte al mar, que es el “espejo de su corazón” todas las veces que le ha visto llorar la perfidia de su amor. ¿Identifica a Dios con lo poderoso que puede ser el mar? Padece porque ella no lo quiere besar y no sabe por dónde andará.
Le toca el turno a “Angelitos negros”, canción basada en un poema del venezolano Andrés Eloy Blanco que musicalizó el mexicano Manuel Alvarez Rentería. De sus múltiples versiones yo prefiero la de Toña la Negra. Su contenido antirracista se enlaza con la crítica a la Iglesia católica porque no aparecen angelitos negros en sus murales ni en las imágenes que acompañan a los santos en los altares. El autor adjudica esta omisión a rasgos extranjerizantes en los pintores de “su tierra” nada europea. Les echa en cara su desprecio por los negros, a pesar que también van al cielo, “porque también los quiere Dios”. Por tanto, no atribuye a Dios el racismo, sino a los seres terrenales, los pintores y los que ofician en las iglesias. Estos últimos son los que cometen un sacrilegio al omitir a los negros.
Para hacer un puente entre estas canciones sacrílegas mexicanas, y las cubanas y puertorriqueñas que estudiaré en el próximo artículo, les adelanto que comenzaré por “¡Que me castigue Dios!”, de José Alfredo Jiménez, que prefiero en la versión al guaguancó de la cubanísima Celeste Mendoza.