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Antecedentes de la introducción de la imprenta en Yucatán

I

Buen número de historiadores mexicanos y extranjeros han contribuido, de una u otra forma, a rescatar la historia de la imprenta en nuestra entidad: Michel Antochiw, Alfredo Barrera Vázquez, Antonio Canto López, Gerónimo Castillo Lenard, Manuel Correa Villafaña, Marcela González Calderón, Ricardo López Méndez, Jorge Mantilla Gutiérrez, Gustavo Martínez Alomía, José Toribio Medina y Zavala, Carlos R. Menéndez, Rodolfo Menéndez de la Peña, Juan W. Miró, Juan de Dios Pérez Galaz, Héctor Pérez Martínez, Mireya Priego de Arjona, José Clemente Romero, Jorge I. Rubio Mañé, Víctor M. Suárez Molina y Felipe Teixidor, entre otros. Gracias a los escritos de estos investigadores es posible conocer en la actualidad los avatares y circunstancias que promovieron la introducción de esta tecnología en la península; sin embargo, pocas veces se estima la sucesión de acontecimientos que precedió a esta implantación en el sureste mexicano, por lo mismo relataré a grandes rasgos algunos antecedentes de la historia occidental que influyeron en la conformación cultural de nuestra región.

Nacimiento de la imprenta

En la orilla izquierda del río Rhin, en la actual confederación alemana, se ubica la ciudad de Mainz (Maguncia), capital histórica de una región montañosa llamada Rheinlan-Pfalz (Renania-Palatinado). En esta población dominada por las torres románicas de una catedral milenaria, nació en 1400, Johannes Gensfleisch zur Laden zum Gutenberg, mejor conocido como Gutenberg.

Se dedicó nuestro personaje, desde su juventud, al grabado y tallado de joyería y, durante la década de 1440, se apoderó de él una idea que lo haría universalmente famoso. Gutenberg, un rubio ojiclaro de barba espesa y mullido gorro de piel, se propuso inventar una técnica que facilitara la fabricación de libros (Manguel, 1997: 30).

Para aquella época, se utilizaban bloques de madera de boj con grabados, con los cuales se estampaban ilustraciones, aplicando presión sobre el papel o pergamino. Con base en este conocimiento y otras prácticas manuales, Gutenberg ideó un proceso de impresión por tipos móviles, es decir, fabricando en pequeños fragmentos de plomo las letras para, posteriormente, juntar las palabras y formar las oraciones de los textos de un libro.

Después de una serie de ensayos exitosos, Gutenberg le solicitó un préstamo de 800 florines a Johann Fust y procedió a hacer realidad sus planes. Grabó las letras en unos prismas de cobre y de latón, y luego vació en su interior plomo fundido; después de fabricar un arsenal de tipos, preparó una tinta especial a base de aceite y con una gran prensa de roble, inspirada en las usadas para elaborar vino, publicó en 1456, una biblia de gran tamaño, con más de 1200 páginas y que actualmente se conoce como la de 42 líneas, por el número de renglones de cada una de sus planas.

Antes de que concluyera con la edición del primer libro impreso de la historia universal, el exjoyero tomó su invención y algunos folios de su biblia y asistió a la feria comercial de Frankfurt, enclave mercantil donde comenzó a correr, como fuego sobre paja seca, la fama y utilidad de su invención (Manguel, 1997: 30 y Díaz-Plaja, 1974: 43-44).

Para hacerse una idea de la importancia de la creación de Gutenberg, sépase que esta técnica produjo, a la larga, la desaparición de los tardados, pacientes y calmosos copistas medievales e hizo más veloz y barata la fabricación de los libros, volúmenes cuya interpretación se hizo más confiable, pues todos eran idénticos. Ante la rápida aparición de obras antiguas y contemporáneas, la vida intelectual del Occidente despertó el ansia de ciertos grupos de individuos, los llamados burgueses, para alfabetizarse (Barzun, 2005: 114).

En fin, el éxito del exjoyero de Maguncia fue tal que, para 1501, ya se habían realizado unas 40,000 ediciones de autores clásicos y modernos y, en las aproximadamente cien imprentas establecidas en Europa, se habían dado a luz unos nueve millones de ejemplares (Barzun, 2005: 31).

Imprenta en España y la

ciudad de México

Cuatro años después de la muerte de Gutenberg, registrada en febrero de 1467, la imprenta llegó a la península ibérica, instalándose primero en Segovia (1472) por el germano Juan Paix de Heidelberg y luego en Valencia (1474).

Setenta y cinco años después, un alemán radicado en Sevilla, recibió un encargo proveniente de allende el océano Atlántico. Este impresor se llamaba Juan Cromberger y a él recurrieron el obispo de México, Juan de Zumárraga, y el virrey de la Nueva España, Antonio de Mendoza, para proyectar la instalación de una imprenta en la ciudad de México. Corría el año de 1539 y a Cromberger se le pidió, por las autoridades novohispanas, que mandara a este virreinato a un comisionado suyo y una imprenta. Recurrió entonces el alemán a un cajista italiano nacido en Brescia, Lombardía, y que respondía al nombre de Juan Pablos (De la Torre, 2009: 46).

Cromberger y Pablos firmaron un contrato el día 12 de junio de 1539, ante el escribano Alonso de la Barrera, en Sevilla, y, sin saberlo, expidieron el acta de nacimiento de la primera imprenta en el continente americano. Según este documento notarial, Cromberger entregó a Pablos 120,000 maravedíes, de los cuales 100,000 se destinarían a la adquisición de la prensa, tinta, papel y demás artilugios. El resto de este capital serviría para sufragar los gastos de transporte y los pasajes de Gerónima Gutiérrez, esposa de Pablos, del mismo Pablos y de Pedro, su esclavo. Por otro lado, es digno de mención el nombre de Gil Barbero, prensista que se comprometió a laborar en la nueva imprenta, por el lapso de tres años (Pompa, 1988: 15-16).

Llegado a la gran Tenochtitlán, Juan Pablos se instaló en la Casa de las Campanas, edificio próximo al terreno sobre el cual se erigiría la Catedral Metropolitana de México, e imprimió a fines de aquel 1539, la Breve y más compendiosa doctrina cristiana en lengua mexicana y castellana del obispo Juan de Zumárraga. Al año siguiente de este logro, a mediados del mes de septiembre de 1540, falleció Juan Cromberger, en Sevilla, y apenas llegó la noticia a la Nueva España, Juan Pablos manifestó el deseo de adquirir el taller de su difunto patrón. Se realizaron las formalidades necesarias y Pablos tuvo el privilegio y suerte de imprimir los libros más trascendentales de los humanistas novohispanos del siglo xvi, rindiendo su tributo postrero a la naturaleza, luego de una carrera fulgurante como editor, el 21 de agosto de 1561 (De la Torre, 2009: 136 y 140-141).

Cultura letrada en el

Yucatán colonial

Para justipreciar en todo su valor la llegada de la imprenta a Mérida, es necesario reflexionar acerca de la historia de la lectura y escritura en este jirón del territorio mexicano.

Una tradición afirma que, cuando Jerónimo de Aguilar naufragó en las costas peninsulares, este personaje traía consigo un Libro de las horas que conservó celosamente, al menos hasta que Hernán Cortés y su flota lo rescataron, en Cozumel, el año de 1519 (De la Torre, 2009: 39).

Décadas después, luego de la fundación de Campeche, Mérida y Valladolid, llegaron los primeros papeles impresos a la provincia de Yucatán. El Rey de España había prohibido que se embarcaran libros “profanos” y de “historias fingidas” a América (Esquivel, 1946:8) pero las redes de contrabando motivaron que se distribuyeran fortuitamente novelas, a tal punto, que insertadas en los libros del Chilam Balam, los especialistas han encontrado traducciones al maya de textos de novelas españolas de caballerías (Barrera y Rendón, 2005: 13).

Cabe destacar, en este punto, que el Tribunal del Santo Oficio desempeñó un papel determinante en las lecturas de los peninsulares, desde la instalación de la Comisaría de esta institución en Yucatán, el año de 1571, hasta su extinción definitiva, en 1820. La Inquisición confiscó libros heterodoxos que venían en los navíos que atracaban en Campeche y, también, requisó obras prohibidas de las estanterías particulares de los criollos. Estas obras, de acuerdo con las estipulaciones oficiales, debían ser consumidas por las llamas (Miranda, 2007: 189).

Viendo el lado amable de este asunto candente, es gracias a los inventarios de libros decomisados que podemos hacernos una idea de algo de lo que se leía en aquellos siglos. Para 1586, luego de una Inquisición en la provincia Yucatán, podemos comprobar que había en este territorio, libros impresos en idioma latín, castellano, francés y portugués, sabemos igual que los frailes eran los que más obras prohibidas poseían y, tras de ellos, los lectores tendían a ser bachilleres o licenciados. También, esta Inquisición indicó que había libros almacenados en la Catedral de Mérida y en los conventos de Calkiní, Homún, Izamal, Maní, Motul, Oxkutzcab, Tekax y Tizimín (Miranda, 2007:189-196). Si bien la mayor parte de estos libros eran de índole teológica y escritos en latín, se encontraron también unos Proverbios de Salomón “en romance” y un Arte de amar de Ovidio que se leía en la lejana localidad de Bacalar. Por último, sorprende el hallazgo, entre los libros requisados, de unos Discursos de Nicolás Maquiavelo para la gobernación de la república y mantener los estados en paz que se le decomisaron, en Valladolid, a Diego Burgos Cansino (Miranda, 2007: 189-196).

Este repaso indica la existencia de un grupo de criollos alfabetizados en el Yucatán del siglo xvii y demuestra cuán fuertes eran las inquietudes intelectuales de este sector de la población que, mediante la lectura, enriqueció las ideas, actos y diálogos de su vida.

Por otro lado, dentro de los colegios religiosos se atesoraron las más valiosas colecciones de libros, bibliotecas en las que se nutrieron los primeros literatos de la península. A causa de esta particularidad, nos vemos en la necesidad de destinar algunas líneas a la crónica de tres escuelas: el colegio de San Javier, el de San Pedro y, por último, el Seminario Conciliar de Nuestra Señora del Rosario.

Establecidos los jesuitas en Yucatán el año de 1618, estos religiosos fundaron a su llegada a Mérida el Colegio de San Javier, institución situada en un vasto complejo del que aún se preserva la iglesia de la Tercera Orden. Al interior de las aulas de esta escuela jesuita, se formaron los primeros intelectuales de la provincia y, con el transcurso del tiempo, San Javier se erigió en Universidad, contando con catedráticos de la talla del historiador Francisco Xavier Alegre, de triste fin.

En la segunda década del siguiente siglo, en 1711, con la fundación del colegio jesuita de San Pedro se afianzaron las bases de la educación superior en la península (Arcila, 2008: 39-40). Por último, para 1751, abrió sus puertas el Seminario Conciliar de Nuestra Señora del Rosario, a espaldas del Palacio del Obispo y en cuyo seno se educó a la totalidad de los jóvenes talentos de la provincia, cuando se expulsó a los jesuitas y se clausuraron la Universidad de San Javier y el Colegio de San Pedro (1767).

Como se podrá inferir de estos acontecimientos, existía en Yucatán desde el siglo xvi, un activo grupo de lectores, de bibliotecas conventuales y estanterías privadas. También, desde la fundación, en el siglo xvii de los primeros colegios y universidad en Mérida, se sobrentiende que había teólogos, bachilleres, licenciados y doctores en derecho canónigo, que habían obtenido sus conocimientos gracias a la consulta de los libros resguardados en sus escuelas. No sorprende entonces la cantidad y calidad de los escritores que proliferaron en aquellas centurias, entre ellos Pedro Sánchez de Aguilar, Bernardo de Lizana, Diego López de Cogolludo (los cuales imprimieron sus obras en España o en la Ciudad de México) y otros como Andrés de Avendaño, Francisco Cárdenas Valencia, Diego de Landa, Gaspar Antonio Xiu y Antonio de Rivas, cuyos manuscritos se publicaron siglos después (Canto, 1976, vol. 5: 7 y Depetris, 2009).

Ante este florecimiento cultural no nos sorprende que un cura en Hunucmá como el padre Lorenzo Mateo Caldera compusiera décimas festivas, que un vigía como Íñigo Escalante improvisara, en Ixil, poemas dedicados al rey o que Ceferino Gutiérrez, asistente de boticario, insultara en soeces versos a Napoleón Bonaparte. Claro, si bien la crítica debe mostrarse benévola con estos balbuceos de la literatura yucateca, éstos son un reflejo de la influencia de los libros y de la práctica lectora en la península (Urzaiz, 2010; Ruz, 1977:309-317 y Victoria, 2007).

De todo lo que se escribió durante el virreinato, en Yucatán, la mayoría se perdió con la expulsión de los jesuitas (1767) y de los franciscanos (1821), puesto que sus bibliotecas se desperdigaron y los manuscritos de sus archivos se destruyeron. Tal vez, si la llegada de la imprenta a Yucatán se hubiera presentado unas décadas antes, como fantaseó Justo Sierra O’Reilly en su novela La hija del judío, se nos mostraría esta literatura yucateca en toda su magnitud y muy diferentes serían nuestras apreciaciones contemporáneas.

Continuará.

* Profesor investigador en El Colegio de Morelos.