Internacional

La paradoja china

Jorge Gómez Barata

El espectacular crecimiento económico de China, que prestigia extraordinariamente al socialismo, es un resultado del desarrollo del capitalismo global, de otro modo no hubiera podido ser. Debido a las reformas en poco tiempo China se convirtió en el mejor cliente, el proveedor más eficaz, el hospedero más acogedor para inversionistas foráneos, y el emprendedor más audaz del mundo. En cuarenta años de relación con occidente logró más que en seis mil de aislamiento.

Debido a peculiaridades culturales asociadas al acatamiento del poder, abundancia de mano de obra, bajas expectativas de bienestar y confort, posibilidades para regular los salarios y el consumo, capacidad del Estado para administrar indicadores económicos directivos, generar políticas fiscales y ambientales estimulantes, así como usar las facultades para manipular la moneda y las aduanas; fueron creadas condiciones para una competitividad que Occidente no puede igualar.

Esos y otros factores, unidos a una excelente administración y estrategias de desarrollo que, sin ser perfectas, resultan eficaces, la economía China alcanzó ritmos de crecimiento que superaron con creces las expectativas y escaparon al control de Estados Unidos, que ahora trata de frenar a quien, de cliente y proveedor, pasó a competidor.

En 1978 China introdujo reformas que la aproximaron al modelo económico estadounidense. Al adaptar su desempeño al enfoque asociado a la inversión foránea, las prácticas de mercado, y la relación entre el capital y el trabajo, el Partido Comunista Chino asumió las reglas propias de esa apuesta, internándose en la lucha por los mercados y la superioridad tecnológica, la exportación de capitales, el intercambio desigual, y la extracción de materias primas en los países del Tercer Mundo.

Además de conceder independencia a las empresas estales y liberalizar el comercio exterior e interior para movilizar e integrar a las estrategias de desarrollo a todo el potencial y el talento del país, China fomenta las pequeñas y medianas empresas privadas, incluyendo áreas de alta tecnología, estimulando la asociación de esas entidades con las empresas públicas.

Obviamente tales procesos matizan la estructura social y ejercen influencia sobre múltiples aspectos de la vida nacional, en la cual, junto con las desigualdades, aparecen nuevos estamentos y grupos sociales que habían desaparecido. En lugar de entrar en pánico y obstaculizar el desempeño de emprendedores exitosos y de millonarios que suman un millón, se les incorpora a la vida política, incluso al partido.

Quienes sostienen que en China no se han realizado cambios políticos no conocieron al país de las comunas populares, del voluntarismo y el aventurerismo, de las hambrunas derivadas de la colectivización y la industrialización acelerada, ni recuerdan al stalinismo, al maoísmo y al extremismo de ultraizquierda.

El espectacular despegue económico no se asocia con la fidelidad a los dogmas y esquemas del socialismo real, sino a la ruptura con ellos. La herejía se introdujo, antes que en las empresas, en el Partido Comunista cuya dirección conduce las reformas.

En los ámbitos internacionales China se comporta como una superpotencia que no práctica el clientelismo político, no pide a ningún país o partido que sea pro chino o “maoísta”, aunque tampoco otorga protección sobre bases ideológicas o políticas. Sin mezclarse en aventuras nacionales ni practicar la filantropía de Estado, aporta capitales y espera obtener beneficios. El antimperialismo tercermundista no le interesa, su meta no es derrotar a Estados Unidos sino emularlo, y su camino no es la confrontación y la política, sino la economía, el comercio, y la tecnología.

El verdadero “salto adelante” es ahora, y la meta no es el paradigma ideológico del comunismo, sino “un país socialista moderadamente acomodado”. Parece alcanzable. Allá nos vemos.