Jorge Gómez Barata
Las impredecibles reacciones del presidente Donald Trump son fuentes de malos entendidos y retrocesos, aunque también de oportunidades. Uno y lo otro se evidencia en sus relaciones con King Jong-Un, Xi Jinping, Vladimir Putin, Hassan Rouhani, Recep Tayyip Erdogán, incluso Angela Merkel y Emmanuel Macron, quienes parecen haber aprendido a no tomar demasiado en serio las improvisaciones presidenciales, a no responder de modo emocional, y a esperar momentos favorables para encaminar sus agendas. Tal vez esa sea la mejor táctica para Cuba.
La temprana y violenta reacción de Estados Unidos ante la revolución y sus transformaciones, especialmente la reforma agraria, las nacionalizaciones, y la aplicación de la justicia revolucionaria, unido a elementos políticos asociados a la proclamación del carácter socialista y el establecimiento de alianzas con la Unión Soviética, crearon un clima de hostilidad que se mantiene, aun cuando las causas que lo sustanciaron desaparecieron.
A las contradicciones bilaterales se sumaron las tensiones de la guerra fría, que aunque no originaron el diferendo, lo enconaron y lo empujaron al límite. La invasión por Bahía de Cochinos, la Crisis de los Misiles, y los intentos por asesinar a Fidel Castro son contundentes botones de muestra.
A estas alturas, cuando la Unión Soviética no existe, Cuba no está posicionada para ejercer influencias políticas decisivas en la región. Fidel Castro falleció, y Raúl Castro traspasa importantes cuotas de poder a hombres e instituciones de otras generaciones, el diferendo, en el nivel en que se encuentra, es un anacronismo.
Tomando nota de esas realidades, y aprovechando coyunturas y oportunidades favorables, los ex presidentes Barack Obama y Raúl Castro trataron de desmontar el diferendo, o como mínimo gestionarlo de manera menos confrontacional. Tuvieron voluntad política y mostraron flexibilidad, pero les faltó tiempo.
En cambio, Trump y su equipo parecen no haberse percatado de que las circunstancias que estuvieron vigentes entre 1960 y 1990 han desaparecido, y que el restablecimiento de las relaciones diplomáticas son un hecho y un punto de apoyo para mover obstáculos. Excepto el levantamiento del bloqueo, Cuba no demanda nada de Estados Unidos, y nadie sabe con exactitud qué quiere Estados Unidos de la isla, tal vez nada.
Inmerso en tareas tan urgentes como decisivas, y comprometido con antecedentes y enfoques vigentes, los nuevos dirigentes no disponen de tiempo para empeñarse en estudios y reflexiones destinadas a la formulación de alternativas y propuestas para tratar de atenuar las diferencias, aproximar las posiciones, y crear un clima que permita aprovechar oportunidades, y como mínimo, tal como hizo Raúl Castro, sostener un diálogo civilizado.
La confrontación se alimenta con la confrontación, y se crispa con la retórica mediática que agita sin sumar argumentos ni razones, y cierra caminos cuando debería abrirlos.
Existen académicos, experimentados diplomáticos, politólogos, periodistas y políticos cubanos que sin los compromisos ni las limitaciones de quienes ejecutan las políticas diarias, pueden realizar estudios del caso, sugerir y proponer alternativas, aunque sólo sea para mover las ideas y poner en acción la sabiduría colectiva.
La diplomacia cubana, que tan brillantemente se desempeñó en el esfuerzo liderado por Raúl Castro, pudiera calorizar el empeño. Nada se pierde con intentarlo. Cuando tienes limón, haz limonada.