Opinión

Ayotizapa, México: la pesadilla de Antígona

Por Ricardo Andrade Jardí

Sueña Antígona que despierta de la pesadilla de una estirpe azotada por los males y al despertar la realidad que se muestra es la pesadilla de sus sueños. Piensa Antígona que nadie merece la suerte horrible de no dar sepultura a los que ama; y mientras Antígona sueña y piensa en la realidad terrible de una corrompida Tebas, Creonte, el tirano, con su cofradía de decadentes lacayos, entre bacanales y narcoshows telecráticos, anuncia los nuevos tiempos que vendrán para una nación que renunció a sus derechos soberanos. Aunque todas y todos saben que no habrá tales tiempos, que la peste ha vuelto y esta vez no hay quien se enfrente a las Esfinges, como lo hizo Edipo, sus hijos han muerto, han desaparecido, o son una estadística más en las fosas que se encuentran por todo el decadente país tebano.

Antígona recuerda que ha escuchado, o ha soñado, la prohibición de que los hijos disidentes de Tebas sean sepultados. Pero de pronto Antígona sabe y comprende que no es un sueño, que el país de su infancia se ha convertido en una gran fosa común, donde cada día, cada minuto, aparecen los muertos de todos y de todas, aunque el miedo silencie nuestros ojos. Y las madres y lo padres y las hermanas y los novios y las novias se desplazan cientos de miles de kilómetros con la terrible esperanza de que los nuevos muertos sean por fin sus hijos, sus hermanas, sus esposos desaparecidos por la corrupción y cobijados por la impunidad que Creonte y los suyos le han impuesto a la que fuera Tebas la grande, Tebas, la de las siete puertas, la región más transparente, hoy tan decadente que nadie atina a reconocer aquella nación que fue referencia grandiosa de otros tiempos.

Antígona sale a la calle y no sabe si aún vive la pesadilla de sus sueños o si sus sueños son la pesadilla de su vida; costas, selvas, montañas y desiertos recorre para sepultar a sus hermanos y comprende que ella, que se pensó sola, es tantas otras, que buscan un mínimo fragmento de carroña que les indique en qué lugar del basurero, la carretera o el contenedor de un trailer, o morgue pueden estar las hijas, los esposos, las novias, los primos, los vecinos, las amigas, las madres, aquellos y aquellas a los que amamos, los que están ausentes por la prepotencia de tiranos, que en su infinita pequeñez han renunciado, como Creonte, al alma humana a cambio de un puñado de denarios, de una miseria que de todas formas no puede ni podrá comprar la ira de tanto dolor, la rabia de tantos muertos sin rostro, que cada día nos gritan sus nombres pues se niegan, como también se niegan las Antígonas de esta patria, a que sus seres queridos sigan siendo un número de mierda en la estadística oficial. Son hombres, son mujeres, son niños, son migrantes, son estudiantes, son madres, son jóvenes, son campesinos, son luchadores sociales, bailarinas, periodistas, que amaron, que creyeron, que soñaron, pero no son números, son nuestras, nuestros muertos, los muertos de todas y de todos. Y de pronto Antígona abre los ojos y descubre que de tanto caminar ha llegado al Tártaro y que ese lugar hoy se llama Ayotzinapa México. Y con terror, y ese llanto que arranca la esperanza de los ojos, comprende cuántas sepulturas faltan y cuántos tiranos hay aún por derrocar para terminar de una buena vez con su inagotable e involuntario oficio de sepultadora. Y Antígona agotada desea, por un momento eterno, ser entonces la sepultada.