Iván de la Nuez
Cuando el capitalismo entró en su fase neoliberal, allá por los años setenta del siglo pasado, algunos especialistas empezaron a describirlo en términos de “capitalismo tardío”. El término pronto se hizo un hueco en el debate intelectual, sobre todo cuando Frederic Jameson, por la izquierda, y Daniel Bell, por la derecha, definieron al posmodernismo (explícita o implícitamente) como la “lógica cultural del capitalismo tardío”.
Para decirlo rápido, el capitalismo tardío era post-industrial en lo económico, posmoderno en lo cultural y post-guerra fría en lo geopolítico. Todas esas “posteridades” descubrían un modelo que se internaba en una crisis peligrosa.
Ya en el siglo XXI, año 2005, Alexei Yurchak publicó un libro sobre los años finales de la Unión Soviética: “Todo era para siempre hasta que dejó de serlo. (La última generación soviética). Aquí Yurchak no habla de capitalismo, sino de “socialismo tardío”, una época que abarcaría el final del imperio soviético a partir del deshielo de Nikita Kruschev, posterior a la muerte de Stalin. Autores como Svetlana Alexievitch, desde el periodismo, Boris Groys, desde la estética, o Boris Mikhailov, desde la fotografía (todos nacidos y criados en la URSS), han abordado ese socialismo tardío, asumiendo la crisis del Hombre Nuevo soviético o el desmantelamiento del comunismo europeo a través de chistes, canciones, testimonios o fotografías. Sus temas iban desde Chernóbil hasta los cambios en la iconografía, que en todos los casos se contrastaban con los discursos continuistas del socialismo eterno y el “aquí no cambiará nada”.
Aunque no se viera entonces de este modo, lo cierto es que el socialismo tardío y el capitalismo tardío son más complementarios de lo que parece. El desplome de uno no implica necesariamente el apogeo del otro, sino el fin de una distribución estratégica y conjunta del mundo, la coreografía asimétrica de la pareja de baile en la guerra fría.
Quizá lo más exacto sería hablar de sociedades crepusculares, tanto capitalismo como socialismo, en las que el hundimiento del segundo le dio un aire al primero. Pero un aire falso, una burbuja que duró lo que duraron las teorías del fin de la historia y lo que tardó Al Qaeda en derribar las Torres Gemelas de Nueva York. Ese derrumbe, como el del Muro de Berlín, tuvo lugar bajo una atmósfera de “hipernormalidad” (como han confirmado el propio Yurchak, para el socialismo, y después Adam Curtis para el capitalismo).
A partir de ahí hemos entrado en una fase en la que capitalismo y democracia no son sinónimos (en los términos en que los hemos conocido hasta ahora). Así, Acta Patriótica, modelo chino, socialismo del siglo XXI, apogeo de los Emiratos, conforman una geopolítica en la que la democracia cada vez más se remite a procesos electorales, y cada vez menos a la calidad de la representación y la participación de la ciudadanía.
A esta fase, siguiendo a los maestros anotados antes, bien podríamos llamarle democracia tardía (Beatrice Schlee la define como un tiempo de caciquismo monolítico del capitalismo). Una fase no sólo posterior al desplome del comunismo, sino también de la socialdemocracia. Una fase, en fin, en la que el liberalismo (tal cual lo hemos conocido hasta hoy) está también en peligro de pasar a mejor vida bajo el autoritarismo neoliberal o el estalinismo de mercado.