
Sin desdorar la majestuosidad del desfile militar con el cual China conmemoró el 80.º aniversario de la victoria contra la agresión y ocupación japonesa durante la II Guerra Mundial, impresionaron las palabras del presidente, Xi Jinping, y los detalles de buen gusto y expresión de amistad y alegría que significaron los globos y las palomas. Entre los oportunos y sabios enfoques del mandatario chino, expuestos en la Cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghái y reiterados en el desfile militar y que, por su contenido pueden generar consensos más duraderos, figuran la reiteración de que la civilización humana y la humanidad son una, con un destino compartido.
Esa humanidad dijo: “Vuelve a enfrentarse a la elección de guerra o paz, diálogo o confrontación”. “El pueblo chino -enfatizó-, se mantendrá del lado correcto de la historia… y se unirá al resto del mundo para construir una comunidad con futuro compartido…”
De ese modo, sin importar el radicalismo y la agresividad de los adversarios declarados de China y sin, como en otras oportunidades, aludirlos y sin tampoco comprometerse con ningún contendiente, el líder asiático, se pronunció, por la búsqueda de la paz negociada y por el tendido de puentes, distanciándose de los cursos que avalan un catastrófico e inevitable choque con el Occidente colectivo, lo cual alude a una especie de confrontación entre civilizaciones.
En la recepción en el Gran Palacio del Pueblo, ante casi 30 líderes de diferentes países, Xi filosofó: “La superioridad temporal se determina por la fuerza, pero la victoria a lo largo de los siglos depende de la verdad. La justicia, la luz y el progreso que vencerán al mal y a la oscuridad. La humanidad, que vive en un mismo planeta, debe coexistir pacíficamente y no volver nunca a la ley de la selva, donde el fuerte vence al débil”. Lo mejor del discurso fue la universalidad y la inclusividad, que no se basa en el proselitismo para ganar adeptos a una causa o cruzada, ni proponer cambios en los estilos de vida elegidos por cada país.
China que es consciente de su relevancia, su fuerza y su influencia en los asuntos internacionales nodales, comprende también es que ella es una civilización peculiar que no basa su actividad internacional en la búsqueda de lealtades ni en la promoción de sus modelos económicos y políticos, ni en sus formas de gobernar, sino que mediante el comercio y la cooperación, las inversiones y la promoción del desarrollo, crea un ambiente propicio a su desempeño y, al no involucrarse en conflictos ni preferencias locales, no necesita de aliados políticos.
Excepto Estados Unidos, no conozco ningún país del mundo, vecino, no de China, afín o no a sus políticas, cliente o proveedor que tema a la intromisión de China en sus asuntos y menos a un ataque militar. China no amenaza, no impone condiciones ni busca acatamiento a sus políticas.
Debido a lo atinado de su estrategia y a la coherencia de sus desempeños internacionales, que se apartan de la política pequeña, se asienta en metas de largo plazo y son inmunes a lo factual; China avanza proponiendo comercio y cooperación con la determinación de no comprometerse en conflictos que no son suyos ni a conspirar contra terceros.
Desde el 1972 cuando Henri Kissinger y Richard Nixon fueron recibidos por Chou Enlai y Mao Zedong, se establecieron las relaciones con Estados Unidos y, en el 1979 lograron el reconocimiento internacional de “una sola China”, el gigante asiático, no ha hecho otra cosa que facilitar la aproximación con Occidente, promover el acceso de sus capitales y sus tecnologías a China y ampliar la cooperación con el llamado tercer mundo y con las potencias emergente de todo el planeta.
Al menos ahora -y hasta donde la visión ilustrada e imparcial alcanza-, China aporta a la colaboración, a los equilibrios políticos planetarios, a la globalización en su mejor versión, a la paz y a la convivencia internacional. Es cierto que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su secretario de estado, Marco Rubio, lo ven de otra manera. Suerte con eso.