Cultura

Tiempo de morir (Hanal Pixán)

El Hanal Pixán significa en maya literalmente comida de muertos. Por estas fechas se acostumbra conmemorar a dichos seres que se nos han adelantado al más allá, básicamente con lo anteriormente dicho, es una tradición que viene desde tiempos prehispánicos y que se fue mimetizando con la llegada de los españoles, mezclando elementos de ambas culturas en la realización de dicho rito. La comida, el mucbil pollo o pib, es el elemento de mayor jerarquía durante estos días. En todos los hogares yucatecos se efectúa esta comida el día de los fieles difuntos. Es motivo para afianzar la identidad y la unión familiar. El comer pib es todo un rito, además de ser de un sabor único, delicioso, envidia de quienes no son de esta región.

Siendo esto, es decir, el degustar el sabrosos pib el motivo esencial, también se acostumbraba hasta los años sesenta del siglo pasado, edificar altares de muertos, llamados así en honor al familiar fallecido, también se hacían novenas por el Día de Todos los Santos, con rezadoras profesionales durante varios días antes y después del 2 de noviembre. El altar, hecho siempre, elaborado y tapizado con un mantel blanco, llevaba ofrendas, así como alguna fotografía del difunto familiar, comida, cigarros y su respectiva y sempiterna botella de licor para que así el alma del ser querido viniera del más allá al más acá, y comiera “la esencia” de lo depositado en el altar ante su enmarcada fotografía.

Recuerdo que de niño, en casa de mis abuelos maternos, que vivían justo al lado de mi casa, cada año se efectuaban esos rezos (mi abuelita era muy devota católica y de la Virgen de la Inmaculada Concepción, es decir, la Virgen de Izamal. Después de fabricar el altar y las respectivas novenas y rezos y letanías, se hacía la ofrenda en el altar.

Al día siguiente, amanecía el enorme mucbil pollo, especial, pues era para el alma del bisabuelo, todo mordisqueado, varias colillas de los cigarros del altar alrededor del mismo, y la botella de aguardiente totalmente vacía. La abuela nos decía, y firmemente creía, que su papá era quien había consumido las ofrendas. Y así cada año. Uno siendo un niño pensaba a pie juntillas que en realidad el bisabuelo, a quien solo conocía de fotografía, era quien se comía y bebía y fumaba todo. Quedaba yo entre emocionado por la fe religiosa y atemorizado por la presencia de un muerto, por más pariente que este haya sido. El temor a la muerte siempre es la compañía del ser humano, y un niño yucateco no iba a ser la excepción.

Cierta ocasión, a medianoche mientras todos dormían, se escuchó a todo volumen el tocadiscos que vomitaba por sus bocinas potentes un rehilete de canciones yucatecas, y frente al altar, el tío Mecho, herméticamente ebrio con la botella en ristre a medio tomar, cantando al unísono del disco, fumado como chacuaco de los cigarros de la ofrenda. El tío Mecho era un X’ma, oficio al que la abuela daba cobijo en su casa. Ahí se acabó aquello de la esencia. La única esencia que había era el olor de su “zapotazo”

en el cementerio.

El Cementerio General de Mérida lo conocí también de niño, ya que con cierta regularidad mi papá mandaba a limpiar la tumba de sus padres. Se permitía la entrada de vehículos al camposanto en aquellos tiempos. Pero en los días de fieles difuntos, desde la puerta de los cementerios que entonces existían (el General y el Florido) pegados uno frente a otro, eran ocupadas sus respectivas entradas por mestizas que ofrecían flores para la tumba. La gente compraba la variedad que estas ofrecían. Existen –haciendo un paréntesis– las llamadas “flores de tumba”, que no son más que aquellas como pecas que le van saliendo a uno en el dorso de la mano conforme se va haciendo cada vez más viejo–, nada más entra al panteón, una parvada de niños se arremolinaba ofreciendo agua y sus servicios para limpiar la tumba. Ahí se rezaba y se meditaba un poco.

En todos los barrios de la ciudad aquellos eran días de guardar. No había fiestas, diversiones, mucho menos francachelas. En mi rumbo, Santa Ana, a las señoras les tocaba hacer novenas, pero la más entusiasta y más novelera era una mujer ya de edad que vivía a la vuelta de mi casa, sobre la calle 45, casi enfrente de la inolvidable tienda El Tívoli, en lo que fue una casona del hacendado don Albino Manzanilla, pero que para entonces ya estaba dividida en varias secciones que se rentaban cada una como viviendas. Doña “Guty” (Angustias Incháurregui) era en donde los vecinos rezábamos. Después de las letanías; “Torre de Marfil. Arca de la Alianza….”, nos repartían a los chiquitos atole nuevo (¿cómo será el viejo?).

Hoy día, aquella bonita costumbre de los altares casi se ha perdido en la ciudad de Mérida y en las comunidades grandes. Es considerada como cosa de huiros. Una que otra casa de las modernas colonias pone su altar, pero los rituales y el olor del pib se han perdido. Se encargan a una panadería el horneo del mismo. Incluso existe el sacrilegio de hacer “mucbil queso” ¡Fo!

Es en los pueblitos y aldeas muy pequeñas y alejadas en donde persiste el ritual, el saber que existe algo después de la muerte, y se siente el aroma del mucbil pollo enterrado, con sus respectivas hojas de plátano y su achiote… Hummm, qué rico. Se percibe en el ambiente que aquello no es una bachata, como se esta convirtiendo en Mérida, en donde ya se incluyen en los altares elementos extraños a nuestra cultura y tradiciones, como la calavera catrina o las flores de cempasúchil o el pan de muerto. Lo que aquí se usaba y se vendía en los cementerios (ahora que existen varios de estos últimos), la conmemoración de muertos comienza en las tumbas, la bebedera, y continúa en las casas convirtiendo aquellos días de silencio y respeto; es más, ni la radio transmitía; en una verdadera bachata con música de banda o grupera como música de fondo. Y el difuntito… bien gracias. Aquí en Yucatán no se estilaba nada de eso. Las flores en el cementerio eran el amor seco, las gladiolos y los jazmines.

Ojalá las nuevas generaciones tomen conciencia de esta hermosa y algo mística tradición y lo tomen como es. Es de loar que en casi todas las escuelas, desde las más humildes hasta las más “popoffes”, cada año están realizando su concurso de altares y lo que le rodea, y lo mejor, es que los chavos y las chavas se lo toman muy en serio y hacen verdaderos y bonitos altares en sus casitas de paja llevando para su concurso incluso animales, como cochinos (me tocó ser juez en uno de estos concursos y me impactó el cerdito, no por el animal, sino por las ganas y entusiasmo de los chicos por hacer lo mejor posible por mantener la tradición. Felicitamos a los maestros por ello).

Y el gobierno, el sábado 27, montó en la Plaza Grande un enorme acto conmemorativo con un concurso de Hanal Pixán. Ese día la Plaza se inundó del olor inconfundible del pib; se vio a las señoras mestizas rezando y auténticos altares de muertos con las flores ya mencionadas…