Cultura

Leer y mirar a Turguénev

Por Pedro de la Hoz

El escritor ruso Iván Sergueievich Turguénev no conoció el cine ni la televisión. Apenas se asomó a la magia de los daguerrotipos. Curiosamente, al cumplirse 200 años de su nacimiento en Oriol el 9 de noviembre de 1818, muchos lo conocen más por las adaptaciones cinematográficas y televisuales de sus obras, que por la lectura directa de sus textos.

En los albores del invento de Lumière, hacia 1910, una obrita del cine mudo, de apenas 12 minutos, rodada en Francia por los directores Kai Hansen, de origen danés, y Maurice Maitre, llevó a la pantalla su cuento El teniente Yergounoff.

A la altura de esta segunda década del siglo XXI se encuentran fichados nada menos que 120 títulos de realizaciones audiovisuales basadas en la creación literaria de Turguénev, algunas de ellas muy exitosas, como la del director polaco Jerzy Skolimowski sobre el relato Aguas primaverales, reconvertido en el filme El año de las lluvias torrenciales (1989), con Nastassja Kinski, Valeria Golino y Timothy Hutton.

Valorado por sus novelas, es, sin embargo, la obra teatral Un mes en el campo, escrita en 1950 y estrenada cinco años después, la que ha movido más el interés de los realizadores audiovisuales. Se han hecho cinco telefilmes y dos películas para la gran pantalla a partir de la pieza. No hace tanto, en 2014 Ralph Fiennes, Sylvie Testud y Anna Levanova se pusieron a las órdenes de Vera Glagoleva, en una producción que involucró a firmas de Rusia, Francia, Gran Bretaña y Letonia, para recrear una historia que guarda paralelismos y coincidencia con la de Madame Bovary.

Seducido por esa trama de escarceos amorosos y adulterios mentales, el compositor norteamericano Lee Hoiby compuso en 1964 Natalia Petrovna para la New York City Opera; y Frederick Ashton concibió una coreografía en 1976 que permanece en el repertorio del Royal Ballet de Londres, y ha sido bailada, entre otros, por Sylvie Guillem y Mijail Baryshnikov.

Soy de los que insiste en que la lectura es un ejercicio intelectual insustituible. Las novelas de Turguénev permiten adentrarnos en caracteres y ambientes de la Rusia del siglo XIX mediante un poder de observación solo comparable con los testimonios narrativos de tres de sus contemporáneos, Fiodor Dostoievski (1821-1881), Nikolai Gogol (1809-1852) y León Tolstoi (1828-1910).

Tampoco deja de ser curioso que una buena parte de la crítica sitúe a Turguénev en las antípodas de sus colegas, con aquello de que estos eran eslavófilos y el primero no, supuestamente afiliado a un europeísmo que desdecía de sus obligaciones identitarias.

A los autores debe juzgárseles por lo que dejaron escrito y cuando se lee al Turguénev de Nido de hidalgos y Padres e hijos, los conflictos sociales de la Rusia de los zares, la decadencia de la aristocracia, los contrastes entre el campo y la ciudad, y la servidumbre que nunca dejó de sentir sobre sí el peso de la opresión saltan a la vista.

En Padres e hijos dibuja uno de los personajes más complejos de la narrativa rusa de todos los tiempos: Bazarov, joven que se enfrenta a su padre, pero se muestra incapaz de construir un nuevo paradigma. Bazarov es la quintaesencia del nihilismo, de la negatividad cínica.

¿Acaso se vio el escritor en él? Turguénev procedía de una familia acaudalada, de la nobleza; le espantaban las ideas revolucionarias, tal como las había vivido en la Francia de 1848. Pero también le espantaba la Rusia encerrada sobre sí, agotada en sus fórmulas sociales y productivas. Su producción literaria no fue del agrado del régimen zarista.

El escritor optó por una salida muelle. Marchó nuevamente a Francia donde vivió hasta el fin de sus días comprometido con la cantante española Pauline García Sitches, que por su marido se apellidaba Viardot. Este consintió los amores de su mujer con el ruso, con lo que los tres fueron felices y, como en el cuento, comieron perdices.