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Cultura

Inefable Leonora

Pedro de la Hoz

Leonora Carrington está donde se merece. Próximo a concluir el año del primer centenario de su nacimiento se ha hecho irreversible su inserción en la historia de la cultura mexicana. A ello ha contribuido la exposición Cuentos mágicos, primero desplegada en el Museo de Arte Moderno de la capital y luego en el Museo de Arte Contemporáneo (Marco) de Monterrey, y la publicación del libro El cuadro invisible, de su hijo Gabriel Weisz.

Haber reunido más de 230 obras realizadas en diferentes técnicas, y una abundante documentación gráfica y escrita, permitió a los asistentes a la exposición un acercamiento lo más completo posible a una obra que itineró del surrealismo europeo a la imaginería barroca, que empató definitivamente a la artista con el contexto espiritual de su patria de adopción.

Recuérdese que Leonora recaló en México hacia 1942. Venía de abrir los ojos en el medio aristocrático inglés, de intuir la militancia feminista, de romper convencionalismos al formar pareja con Max Ernst, de presenciar espantada el inicio de una conflagración bélica que tendría alcance mundial, y de casarse con Renato Leduc y huir con él de Europa a América. Este año también la Feria Internacional del Libro de Guadalajara rescató del olvido la obra XV Fabulillas de animales, niños y espantos, donde cohabitan los textos de Leduc con las viñetas de Carrington.

En México la artista conoció al fotógrafo húngaro Chiki Weisz y juntos afrontaron la vida por delante a lo largo de 61 años. Leonora pintó, escribió y sobre todo supo extraer a la existencia misma su máximo sentido.

En primer lugar, porque supo, en cuanto a las artes visuales se refiere, mirarse por dentro. Cada obra suya saca a la luz –o acaso para arrojar más sombras– los mitos fertilizados por su prodiga imaginación.

A esto alude la crítica de arte Raquel Tibol, cuando pondera la “vastísima información cultural que le permite interpretar el universal cruce de mitologías que utiliza la pintora para crear su teatro de imágenes; el entendimiento de Carrington como una mujer rebelde que encontró su propia y muy subjetiva coherencia en la locura formativa, en el esoterismo, la alquimia, las prácticas espirituales, los sueños lúcidos, el humor, la especulación, la metafísica, la adivinación, la predicción, el escepticismo, la unión de los opuestos, la psicología junguiana, el budismo tibetano, el hermetismo, los metalenguajes, lo sobrenatural”.

Lo que el cine, mediante efectos especiales, ha logrado para inducir el culto por las sagas fantásticas –por un lado El señor de los anillos y por otro la interminable Juego de tronos–, en la paleta de Leonora se anticipó y resolvió a base de un incisivo concepto de la composición y una respiración poética ineludible. Basta con observar obras como Are you really serious? (1953) o Quería ser pájaro (1960).

La huella de la cultura celta nunca se borró en ella. Sin embargo, no le hizo falta representar al águila y la serpiente, ni a los dioses mayas –aunque más de una vez lo hizo– para ser asimilada y asimilar a una tierra donde se enraizó. El poeta y mecenas escocés Edward James, amigo de la artista, se sorprendió de que “en vista de que México y los mexicanos comprendieron inmediatamente a Leonora y que ella logró entender a profundidad sus peculiaridades con el paso de los años, resulta aún más sorprendente que nunca hayan aparecido características verdaderamente mexicanas en su arte; uno esperaría más mexicanidad de su parte”.

Ni la cercanía ni el sentido de pertenencia tienen obligatoriamente que explicitarse. Leonora prefirió sentir, vivir a la mexicana, que andar por ahí diciendo.

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