Joaquín Tamayo
A pesar de que en un principio fue un libro inclasificable para los estudiosos, que no sabían si insertarlo en el rubro de memorias o en el de las monografías de carácter literario, el espíritu antólogo del tiempo ha decidido que La Historia de San Michele (1929) se asuma como la autobiografía del doctor Axel Munthe. Tan es así que el escritor español Sergio Vila San Juan ha señalado que esta pieza puede considerarse el primer best seller abiertamente introspectivo y autorreferencial del siglo XX. Luego aparecería El diario de Ana Frank o Papillón, por ejemplo. De cualquier modo, el primero resultó la amplia crónica desplegada por el doctor Munthe.
En la década de los treinta, La Historia de San Michele constituyó uno de esos raros fenómenos de ventas editoriales en los que se conjugan el interés que despierta un relato y la calidad de su escritura, la elaborada estética de su prosa.
Se trata de la narración novelada de un pueblo o, mejor dicho, de una serie de personajes, del paisaje conformado por un grupo de seres humanos, lo mismo en la remota aldea de San Michele como en Roma o París, donde de forma habitual atendía a sus pacientes.
En simultáneo, el libro refleja la sensibilidad aventurera de su autor que un día se puso a observar el comportamiento de la geografía italiana, de una isla para ser más específicos, con el detenimiento propio de un anatomista a la hora de analizar el caprichoso funcionamiento del cuerpo humano.
Tomar el pulso a los recuerdos de un lugar, pegar el estetoscopio de la poesía al corazón de la gente y examinar el sistema nervioso de su idiosincrasia fueron suficientes para que arrojara un diagnóstico conmovedor a través de esta obra considerada, asimismo, un clásico del ensayo personal, noventa años después de su primera edición.
Estremecido por la memoria
Axel Munthe (1857-1949) era sueco y políglota. Estudió medicina y psiquiatría, y pronto se convirtió en médico de nobles y mandatarios de su país.
Una de sus pacientes, la reina de Suecia, Victoria de Baden, pasaba largas temporadas en la isla de Capri, Italia; hasta ahí acudía el doctor a fin de darle seguimiento a su caso. Por eso se estableció en la villa cercana, San Michele, donde transcurriría gran parte de su existencia; los especialistas indican que vivió allá cincuenta y seis años.
También es verdad que en no pocas ocasiones ayudó a familias diezmadas por las crisis económicas y las tragedias militares. En la I Guerra Mundial, por poner una muestra, ejerció su profesión desde las filas de la Cruz Roja.
No obstante, su otra vocación siempre estuvo por el lado de las letras. Lector aplicado de Montaigne, de Goethe, de Shakespeare, de Novalis y de Guy de Maupassant, el doctor Munthe asimiló no tanto las estrategias del fraseo o de la poética de estas influencias literarias, sino el modo que tenían para explorar y descubrir los sedimentos más ocultos del alma.
A primera instancia, La Historia de San Michele da la impresión de ser únicamente un recuento costumbrista de la región y de los personajes pintorescos más populares. Sin embargo, la sugerente prosa de Munthe logra internarse en el subsuelo de esas presencias y extraer de ellas su genuina y a veces extravagante visión del mundo, junto con el pesimismo que las aterroriza.
A través de los múltiples casos de pacientes y enfermedades que el doctor atiende, el lector se entera de las vidas de cada uno de los habitantes del pueblo y del cúmulo de sufrimientos y penurias que también ha infectado sus sentimientos de manera irreversible.
Bajo la premisa de que hay enfermos y no enfermedades; es decir, con la idea de que los padecimientos atacan a cada quien de manera diferente, Axel Munthe ahonda en la psique de sus pacientes: busca entonces asociar la enfermedad física con alguna dolencia espiritual. Esta última termina siendo siempre más inquietante, compleja y perturbadora. Estremecido por su memoria, así lo cuenta en el prólogo:
“He recordado a alguno de ellos en este libro, tal como los he visto vivir, sufrir y morir. Era cuanto podía hacer por ellos. Todos eran gente humilde; ninguna cruz marmórea señala sus fosas y muchos de ellos estaban olvidados antes de morir. Ahora todos están bien”.
En otro instante, desvela la falsedad de algunos de sus héroes y artistas de la época con respecto al trato temerario, casi valiente, que dan a la muerte en sus obras:
“Poetas y filósofos que, en sonoros versos y en prosa, saludan como libertadora a la muerte, palidecen con solo oír el nombre de esta su mejor amiga. Leopardi, el más grande poeta de la Italia moderna, que deseaba la muerte en exquisitas rimas desde que era muchacho, fue el primero en huir cuando el cólera apareció en Nápoles. Hasta el gran Montaigne escapó como un conejo cuando surgió la peste en Burdeos (…) Personalmente no conozco más que una excepción a esta regla: Guy de Maupassant”.
Pero, como se ha mencionado ya, no sólo se ocupó de las celebridades; también fijó su mirada en las minucias cotidianas y en los anónimos malvivientes, en las prostitutas y en los vagabundos, en los delincuentes y en las comadronas, en los ociosos y en los sibaritas, en los creyentes y en los supersticiosos, en los obreros y en las amas de llaves, en la servidumbre de la realeza y en los fugaces líderes de las distintas comarcas. En cada una de estas viñetas prevalece el aire compasivo del narrador, la piedad inherente a sus principios y el dilema entre prolongar la vida pese al suplicio de la enfermedad o la luminosa posibilidad de la eutanasia.
Tras su publicación, el médico fue cuestionado por un sector de la crítica a raíz de que hay pasajes y escenas del libro que no parecen reales, creíbles, y que lindan con lo que hoy llamamos “autoficción”, ese territorio en el cual lo real y la fantasía se confunden.
En todo caso, qué más da si el doctor Munthe imaginó e inventó algunos personajes y episodios, o articuló un universo a su antojo. La suya es alta literatura. La única verdad está en los sentimientos, se defendió innecesariamente el escritor cuando aumentaron las dudas sobre su obra.
La Historia de San Michele debe reeditarse, debe volver a circular como en sus años mejores; el volumen de sus historias siempre exóticas, siempre estrafalarias y por lo mismo ciertas, hablan de un mundo ya inexistente y que seguro influyó en autores postreros. Algo asimilaron de esta narrativa Truman Capote, Nelson Algren y George V. Higgins, entre otros.
Hacia el desenlace del tomo, el doctor Axel Munthe reflexiona: “Al fin y al cabo sólo Dios sabe de cuánto he de responder. Será para mí como un cumplimiento no ser creído, porque el más grande compilador de historias sensacionales es la vida… Pero ¿es siempre verdadera la vida?”