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Cultura

Un coctel a la Capote: Música para camaleones

Joaquín Tamayo

Algunos escritores son recordados por una sola obra, un solo gran libro, al margen de la calidad del resto de su producción. Suena injusto, pero el caprichoso gobierno del azar también se impone en el mundo literario. Truman Capote (1924-1984) no escapa a este canon. Su novela A sangre fría equivale a lo más logrado y definitivo de su acervo. Esta obra es considerada pieza fundamental del llamado Nuevo Periodismo y, asimismo, de la literatura sin ficción.

Desde entonces el poderío de este relato ha eclipsado los demás volúmenes de la bibliografía del autor. Otras voces, otros ámbitos, Un árbol de noche, Desayuno en Tifanny´s, Plegarias atendidas y El arpa de hierba se han ido quedando en la borrasca del olvido. Ni lectores ni críticos, en los tiempos recientes, se han ocupado mucho de estas prosas de largo, mediano y corto aliento. Esta misma categorización le ha escamoteado reconocimiento al que quizás sea, eso sí, su mejor trabajo: Música para camaleones (1979). En sus casi 300 páginas se halla un artista depurado, libre, imaginativo, lleno de confianza y absoluto poseedor de las herramientas primordiales de su oficio.

Aunque suene a cliché, Capote pudo reinventarse en esta pieza a partir de un punto de inflexión en su trayectoria: una depresión lo orilló a revisar su estilo, a ratos ampuloso y denso, que había caracterizado sus proyectos anteriores.

Heredero de los registros de Proust, de Flaubert y de Katherine Mansfield, había desarrollado una escritura de atmósfera, de tensiones, con prolongados periodos digresivos y un lenguaje algo ornamental, buscando siempre el trancazo efectista y, por ende, artificioso. Como él mismo admitió, ni siquiera A sangre fría se había librado de esa trampa del engolosinamiento que salpicó a todos sus relatos previos.

Veamos, sin embargo, cómo reaccionó el escritor en el mítico prefacio de Música para camaleones: “(…) No faltaba voltaje, pero al adecuarme a los procedimientos de la forma en la que trabajaba, no utilizaba todo lo que sabía acerca de la escritura: todo lo que había aprendido de guiones cinematográficos, comedias, reportaje, poesía, relato breve, novela corta, novela. Un escritor debía tener todos sus colores y capacidades disponibles en la misma paleta para mezclarlos y, en casos apropiados, para aplicarlos simultáneamente”.

Congruente con sus ideas, eso fue lo que hizo. Truman Capote conjuntó sus conocimientos y habilidades técnicas a través de propuestas no tan ambiciosas como la investigación de A sangre fría. Por el contrario, se concentró en temas y asuntos domésticos, cotidianos y, con humildad, regresó a los valores elementales de la redacción. Comenzó por trasladar recursos de un género a otro y se dio cuenta que estaba mucho más cómodo o que se sentía más a gusto en los escritos breves, y no en la novela-río que había realizado antes.

El resultado fue un libro misceláneo, en el cual, sin perder el orden, conviven en armonía la entrevista literaria con aspiraciones de cuento, el cuento con forma de reportaje, la viñeta con nociones de argumento cinematográfico y la crónica planteada como pasaje dramatúrgico. Todo un coctel a la Capote.

Haciendo justicia a su título, se trata de una obra verdaderamente camaleónica, una composición en constante cambio, en vertiginosa evolución y que está sostenida por el impulso de un solo estilo: la voz en primera persona va de salto en salto sin diluirse y tampoco se antepone a la trama. Nunca pretende el protagonismo. Trémula, su presencia sólo sirve de hilo conductor para descubrir las dramáticas claves que ahogan la existencia de los personajes. Parece difícil de aceptar que alguien tan ególatra e histriónico como Capote, quien anheló siempre el reflector para cada uno de sus actos dentro de la vida pública, acabará su carrera con un libro en el que el narrador se ubica en la sombra triste de la quinta fila, en un gesto de inesperada modestia.

Salvo el texto final, Vueltas nocturnas. O experiencias sexuales de dos gemelos siameses, donde se desdobla en un diálogo teatral consigo mismo, en los demás relatos predominan los otros, los actores principales: una delirante aristócrata venida a menos, un seductor criminal a punto de ir a la silla eléctrica, una trabajadora doméstica adicta a la marihuana, un espía ruso, un hombre de mediana edad en una aventura pedófila, una despampanante estrella colonizada por las inseguridades de la fama y un detective enfermo de obsesión tras el rastro de un asesino serial.

Una hermosa criatura, Un día de trabajo, Una luz en la ventana y Ataúdes tallados a mano son, quizá, los textos más logrados del volumen; auténticos diamantes narrativos por su perfecta estructuración y sencillez. Nada sobra en esas calculadas arquitecturas literarias. Casi todas tienen forma de guión cinematográfico. El diálogo, es decir, la expresión de los personajes, corre rítmico por la hoja apenas aderezada con párrafos transitivos o de sucintas descripciones. La escritura fluye directa, sin escollos que interrumpan la comunicación natural con el lector.

A la par de esta ágil representación, Capote penetra el alma encendida de sus personajes. Consigue la hondura. En todos ellos, incluso en la novela negra Ataúdes tallados a mano, el denominador común es la vulnerabilidad del ser humano frente al sentimiento de pérdida. La nostalgia en pleno. Lo mismo en la apabullada Marilyn Monroe, de Una hermosa criatura, que en Mary Sánchez, la afanadora portorriqueña, o en la anciana sin nombre que aparece en Una luz en la ventana, persiste un afán por recuperar el pasado, por retener a la fuerza una época de felicidad y de contento ya imposibles. Pero nadie puede ser el mismo de ayer. Nadie es ayer. La nostalgia engendra camaleones.

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