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Cultura

Toca el piano, Rubén

Era un hombre sabio y delicado; no hacía alarde de sus grandes virtudes musicales; ponía las notas en su lugar, y el alma en cada acorde. Así recuerdo a Rubén González en el centenario de su nacimiento en Encrucijada, al norte de la actual provincia de Villa Clara, el 26 de mayo de 1919.

Para el mundo se hizo famoso luego de integrarse a la nómina inicial de Buena Vista Social Club en 1996, fichado por Juan de Marcos González y el norteamericano Ry Cooder. En el álbum del despegue, registrado tan solo en seis días en los Estudios Areíto de la Egrem, de la calle San Miguel, el piano desempeñó un papel decisivo, sobre todo en el par de danzones incluidos, Pueblo Nuevo y Buena Vista Social Club, de Israel Cachao López. Tras escuchar a Rubén en esa sesión, Nick Gold, gerente del sello británico World Circuit, a cargo del proyecto, decidió titular disco y orquesta con el nombre de la pieza de Cachao, con lo cual acreditó una de las marcas identitarias de mayor relieve en la historia contemporánea de la música cubana.

Por esos mismos días, Rubén, quien también participó del singular agrupamiento Afro Cuban All Stars y su disco A toda Cuba le gusta, grabó un álbum con personalidad propia, una joya que daría mucho que hablar dentro y fuera de la Isla: Introducing… Rubén González, puesto a circular a escala internacional el 16 de septiembre de 1997. Desde su versión de La engañadora, chachachá de su gran amigo Enrique Jorrín, hasta Como siento yo, canción de su autoría en la que a piano solo se mezclan los efluvios de Ignacio Cervantes y los mejores boleros, cada una de las piezas componen un mosaico del más depurado pianismo cubano, arropado por una base rítmica de primer orden aportada por Orlando Cachaíto López en el contrabajo, Roberto García en las tumbadoras y Amadito Valdés en los timbales. Junto a ellos, la luminosa presencia de Richard Egues en la flauta y la voz de Manuel Puntillita Licea.

En el 2000, siempre con World Circuit, iría por más con el lanzamiento del álbum Chanchullo, musicalmente conducido por Jesús Aguaje Ramos, y donde el maestro confirma su reinado en un vasto espectro de la música popular tradicional cubana, en compañía de una orquesta donde los metales y la percusión dejan al piano ocupar su jerarquía. Dato curioso: el senegalés Cheikh Lo se suma a Ibrahim Ferrer para cantar Choco’s Guajira, de Alfredo Chocolate Armenteros, en medio de los destaques del trompetista Manuel Guajiro Mirabal y el tresero Papi Oviedo.

Rubén viviría tres años más. Disfrutó los conciertos en el Carnegie Hall, de Nueva York, el estreno de la película Buena Vista Social Club, del alemán Win Wenders, las presentaciones en festivales y salas de Europa y México, y tan o más aún, el contacto con las nuevas generaciones de músicos de la Isla que acudían a él en busca de consejos y vivencias. Digo esto último porque me lo dijo en una conversación que sostuvimos en 2001: “Por primera vez en estos años me siento maestro, no por dar clases, sino por tratar de transmitir a los que vienen lo que yo aprendí. No quiero que me imiten; cada cual hace lo que corresponda, pero qué lindo es saber que a uno lo toman en cuenta aunque sea para no repetir errores”.

Es que él sabía lo que se traía entre manos. Al poeta y melómano Sigfredo Ariel confesó: “Hay en la música cubana un estilo de síncopa, de contratiempo, y hay frases que la gente no concibe. No son pares. El secreto está en la clave cubana, un estilo de síncopa; tienes que estar al tanto con la clave cubana. Los norteamericanos que han venido a mi casa se vuelven locos tratando de entender, de averiguar cómo es. Para tocar el son y el danzón hay que estar un rato” en Cuba. Un rato largo. Como el que yo he vivido aquí…”.

Y vaya que lo vivió. El Rubén anterior a Buena Vista es tan importante y esencial como el que vino después. Es el pianista que aprendió en la modesta academia cienfueguera y fogueándose en las academias habaneras de baile, y se empinó a la vera del inmenso Arsenio Rodríguez en su conjunto hasta establecerse, luego de muchos avatares por medio mundo, con la orquesta de Enrique Jorrín.

En esas vueltas hay que detenerse en sus contribuciones a los seis discos de aquel admirable conjunto que reunió la Egrem en 1979 y 1981 bajo el nombre Estrellas de Areíto –nada que envidiar a Buenavista Social Club, solo que no era el momento propicio para relanzar al mundo lo mejor de la música cubana ni la industria cultural doméstica se hallaba preparada para ello– y, de manera muy especial, en una grabación de 1975 realizada en la misma locación, que circuló en formato digital en 1997, Indestructible.

Producido por el infatigable autor Luis Yáñez y contando con la complicidad del contrabajista Fabián García Caturla, y los percusionistas Gustavo Tamayo, Roberto García, y Guillermito García, Rubén tocó sin apuro, con sobriedad, buen gusto, al margen del virtuosismo, esencial como solo él podía ser. Un Rubén que nunca pasa de moda al recrear boleros inefables como Nuestra canción, de Portillo de la Luz, y Mil congojas, de Juan Pablo Miranda, o cuando pasea su estatura de sonero en los tumbaos de Fabiando.

Ray Cooder los describió como una mezcla de Thelonious Monk y el Gato Félix. Lo primero se entiende, lo segundo pasó como un fatal intento del guitarrista por ser ingenioso. Quizá habría que decir, para ser justo, que Monk era el Rubén González del jazz.

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