Jorge Cortés Ancona
Le dijeron que el anciano llevaba tiempo esperando.
–Licenciado, ¿vamos a jugar ajedrez hoy?
–No, don César, disculpe. Tengo mucho trabajo por hacer.
–¿Una partida de dominó aunque sea?
–No, lo siento.
–¿Por qué ya nadie viene? Ya van tres jueves en que estoy yo solo…
***
El torneo de jubilados iba marchando bien. La sorpresa había sido que el señor Carbonell había hecho tablas con don Ángel, antes de salir al receso.
–Es un marrullero ese Carbonell, licenciado. No me di cuenta de que me estaba llevando a un jaque continuo –dijo sonriendo ya en la calle–. ¿Sabe usted? Carbonell nunca me ha podido ganar en más de 90 partidas que hemos jugado. Pero hoy logró tablas entrampándome... Ni hablar.
“Menos mal que sonríe”, pensé. Tenía muy presente lo que me había dicho al empezar al torneo, donde su participación fue una sorpresa, a sabiendas de que su hijo mayor había fallecido dos días antes en el hospital. Aunque la muerte no fue súbita, el hijo había sufrido mucho el tratamiento de cáncer de esófago.
–Decidí venir, licenciado, para no estar atormentándome solo en mi cuarto. Espero que la tristeza no me gane. Gracias por invitarme.
Las partidas, en su etapa final, prosiguieron por la tarde. La principal era la que librarían don César y don Angel, en la que se consideraba favorito al segundo, sobre todo considerando que don César había perdido antes con Carbonell. Todos los competidores se presentaron a la hora fijada para la reanudación, menos don Angel. De acuerdo al rol del juez Menita, le correspondían a don César las blancas. Ante la ausencia de don Angel le pedí a su contrincante que hiciera el favor de esperarlo, pero él se negó.
–Esto es un torneo, licenciado, y hay reglas establecidas.
–Tiene usted razón, don César, pero en este caso le pido el favor de que sea comprensivo. Tenga en cuenta que antier falleció el hijo de don Angel.
–No me venga con eso, licenciado. A mí también se me murió un hijo y qué…
–Pero esta muerte es reciente, don César. Hay que tener humanidad…
–Esto no es cosa de humanidad. Es un torneo. Con su permiso, voy a mover mi pieza.
–Pero no ponga el reloj, por favor. O al menos concédale unos minutos de gracia…
Fue inútil. Movió su peón de dama, apretó el botón del reloj y salió a la terraza a fumar un cigarro.
Le pedí consejo a Menita, pero me dijo que don César estaba en su derecho. Sin embargo, se ofreció a tratar de convencerlo. Minutos después regresó moviendo la cabeza negativamente.
–Ni modo. No se puede hacer nada. Son las reglas.
Todo siguió igual durante veinte minutos hasta que vi a don Angel entrando por el fondo del pasillo. Me acerqué corriendo y le expliqué la situación. Sólo disponía de diez minutos para su partida. Su aliento alcohólico era muy fuerte y exudaba un fuerte tufo de tabaco. Se notaba más deprimido que en la mañana.
–Pero, cómo va a ser… ¿Tanto me retrasé?
Llegó ante don César, ya sentado frente al tablero, y se disculpó.
–Don César, le ruego que me perdone el retraso. No me sentía bien. ¿Sería usted tan amable de volver el reloj atrás?
–No, don Angel. De ninguna manera. Reglas son reglas.
–Es verdad. Pero le pido la gracia de aunque sea diez minutos. Vamos, le dejo a usted diez de ventaja.
–¡No! Además viene usted en estado inconveniente… Deberían descalificarlo…
–Estoy en pleno uso de razón, don César… ¿Y sabe qué? Le regalo cinco más. ¡Me bastan cinco minutos para derrotarlo!
Y empezó una partida de ajedrez ping-pong. Tanto los movimientos de las piezas como los apretones del reloj que hacía don Angel, agitado, rezumando furia, parecían cuchillazos, y don César, aturdido, cometió el error de seguirle el ritmo. En poco tiempo ya había perdido piezas importantes y estaba en una posición desventajosa. Me alegré. Los jugadores que ya habían concluido el torneo y veían la partida también mostraban semblantes de admiración ante la paliza que estaba recetando don Angel.
Pero, el vértigo trajo malas consecuencias. Envuelto en su furia, don Ángel tocó la dama y la movió a una casilla donde estaba por completo a merced de un alfil. ¿Qué estaba planeando?
Don César titubeó. Iba a mover la mano, pero cambió de opinión. Su rostro reflejaba una duda que para nosotros ya no lo era. Se decidió y esbozó una media sonrisa. Sus ojos brillaron cuando tomó la dama y puso en su lugar el alfil.
Don Angel, en una tensión cercana al estallido, ya tenía claro el posible desastre. La jugada hizo cambiar el panorama en 180 grados. Llegó a mover una pieza pero en seguida la dama de don César se ubicó en posición donde empezaría a hacer estragos. Don Angel, fúrico, tumbó todas las piezas.
–¡Con un carajo!
Se levantó furioso y salió del salón. Don César se esforzó en alzar su voz cascada de fumador empedernido.
–Ya lo ven. Está tomado. No sé por qué permitió usted que juegue, licenciado.
Nadie felicitó a don César y con mala cara los jugadores se alejaron de la mesa. Dejamos unos minutos para realizar la breve ceremonia de premiación a la espera de los funcionarios que presidirían el acto. El señor Carbonell era el ganador y don César el segundo.
Luego de que el director diera unas palabras de felicitación general se iba a hacer la entrega de los trofeos y los sobres con dinero en efectivo. Don Angel entró súbitamente al salón y se acercó a mí.
–Disculpe usted mi conducta, licenciado. No debí hacerle esa grosería. Le pido mil perdones.
–No se preocupe, don Angel. Le corresponde el tercer lugar.
Se hizo la entrega a los tres premiados. El ganador y don Angel recibieron fuertes aplausos. A don César sólo le aplaudimos los funcionarios. Recibió sus premios y se retiró sin despedirse de nadie.
Cuando la ceremonia había concluido y nos dirigíamos a la salida, don Angel se me acercó de nuevo.
–Licenciado, le reitero mis disculpas y quiero pedirle un favor. Le ruego su comprensión… Este trofeo… es un trofeo de futbolista… No sé cuánto cueste, pero ¿podría darme 20 pesos por él? Es que si llego a mi casa con este trofeo mi mujer y mis otros hijos se van a reír de mí. ¡Un futbolista! ¿Estás jugando balompié a tu edad?
–Creo que en estos momentos sería muy positivo que su familia tuviese un motivo para reír, don Ángel… Así que sería mejor que se lo lleve a su casa.
–Sí, tiene usted razón… Pero la verdad, necesito los 20 pesos. ¿Sabe usted? He gastado mucho con el funeral y…
–No se preocupe. Tome los veinte pesos y quédese con el trofeo. Ya podrá usted guardarlo o vendérselo a alguien. Seguro que le saldrá comprador.
Le di el billete y le estreché la mano.
–Licenciado, es usted un caballero. Estoy a sus órdenes.
A la salida, los demás competidores lo abrazaron o lo palmearon, expresándole su solidaridad por todo lo ocurrido.
Lo vi alejarse, con paso cansino, hacia su coche. Decidí nunca más volver a organizar concursos donde hubiera dinero como premio.