
Mi vida no es plana como tampoco la de Bonifacio Bolaños Ortega, un chofer con quien me topé de frente el catorce de noviembre de mil novecientos noventa y tres. Nos presentaron y fuimos inseparables, hasta hace unos días. A mí me encontraron primero, abandonado a un costado de la carretera en pleno cerro, con sangre de otros en mi interior y tengo una ventanilla rota, seguro me dejarán aquí estacionado en el corralón hasta que me oxide, soy lo que consideran un autobús viejo. A él lo hallaron hoy en una de las muchas fosas clandestinas, allá por San Fernando en Tamaulipas, y lo llevaron a la morgue de Matamoros, frontera con los Estados Unidos.
La vida está llena de historias que se bifurcan, como las ramas en un árbol, comienzan en un solo tronco y terminan en un sin fin de posibilidades. Las vivencias no son planas, ni rectas, tampoco del mismo grosor. Hay historias frías, calientes, largas, cortas, con amor y desamor, locas, cuerdas, oscuras, claras, felices y tristes, de colores o en blanco y negro, llenas de encuentros y desencuentros. Una vida cuenta con muchos comienzos y desenlaces momentáneos, dentro de un gran inicio y un inevitable final.
Era temprano por la mañana, sentíamos un poco de frío, el aire estaba quieto y el cielo despejado. Apenas amanecía y nos encontrábamos a punto de iniciar el viaje a la frontera. Había mucho movimiento entre los pasillos y carriles de la central de autobuses. Personas que bajaban y subían, maletas que rodaban, motores encendidos que atenuaban los gritos de los niños. Como todos los días, se percibía una mezcla de aromas, que sólo por un segundo se apreciaban independientes, como las ideas, como los gustos; olía a café, orines, gasolina, cigarro, sudor y cebolla rancia; a esencia de vainilla y coco que disimulaban el vómito en alguno de los asientos; los olores suspendidos se respiraban entre besos, sonrisas, lágrimas, abrazos y nostalgias de quienes llegaban o se iban.
Los pasajeros subían la escalerilla y cada uno era una ventana abierta para Bonifacio y también para mí. Por segundos las miradas se encontraban; él podía adivinar quiénes eran, leer qué pensaban, Bonifacio tenía la facultad de entender con los oídos, con la piel y a través de sus ojos, el espejo retrovisor era su cómplice. Pero ese día fue diferente, sus sentidos fallaron, después de lo que el gerente le dijo.
He sido testigo mudo de muchas voces, a los autobuses no se nos escucha, se nos juzga. Presiento cómo será cada viaje, pero ese día me fue imposible adivinar; todos murieron unas horas después, a manos de quienes dejaron el alma olvidada hace tiempo en su camino y vagan sin rostro, apagando luces, dejando a su paso una estela de dolor, coraje, odio e impotencia.
A Bonifacio lo quería mucho, desde hace años, me había acostumbrado a su cariño, modos y sentimientos, tanto como él a mí. Era un hombre bueno, flaco, largo, de tez morena y perfil desproporcionado por culpa de la nariz y las orejas. De ojos grandes y palabras moderadas, oportunas, pestañas abundantes como su paciencia; casi siempre vestía traje color marino y camisa clara, ya de color indefinible. Su atuendo era viejo, pero liso y limpio como su corazón. Dispuesto siempre a regalar una sonrisa franca a cada par de ojos que se aparecían al final de la escalera.
No le importaba mostrar los huecos visibles en sus encías, resultado de la falta de recursos y no por los años de vida. Cuántas historias y personas conoció este hombre de cabello abundante, más blanco que negro.
Arrancamos y de inmediato los pasajeros se dieron cuenta que el aire acondicionado no funcionaba y las ven tanas no abrían. El ambiente se sentía húmedo, pesado, con aroma a dióxido de carbono y a boca que madruga. Dejamos la ciudad de Celaya y tomamos la autopista que lleva a Querétaro. El Sol surgía naranja intenso para los pasajeros de la derecha. Poco a poco, después de un par de horas, todos tuvieron la sensación de haber vivido siempre aquí, rodeados uno del otro, al cuidado y guía de este chofer de mirada paternal y acunados suavemente por mí.
Sentada en la tercera fila junto a la ventana iba una mujer joven, de tez transparente; era alta, y a la vez diminuta por la curva de su espalda que dejaba ver su tristeza. Sus ojos color aceituna lloraban de vez en cuando y sus labios gritaban en silencio. En las manos traía un papel sucio y arrugado que doblaba y desdoblaba a cada rato. Iba sentada en la orilla del asiento, movía las piernas constantemente, parecía que tenía prisa por llegar. Su presencia y desesperación revelaban que algo malo estaba a punto de ocurrir, era como si ella supiera lo que sucedería en unas horas. Tú callas hacia fuera y gritas hacia dentro, en tus venas corren palabras en círculo que se te estacionan en el corazón y en la cabeza, ahí las palabras tienen colores, formas y arrepentimientos. Eres una mujer de tez transparente y ojos fijos que miran el suelo. Se te notan las venas. Sí, eres transparente, ¿escuchas? Formas un mapa de palabras sueltas que fluyen sin consuelo. Ausente, estás como ausente. No hablas, pero es fácil leerte y más fácil borrarte.
A su lado viajaba un gordo, de lentes oscuros. Abarcaba parte del asiento de la mujer, creo que ella agradecía sentirse ese día consumida, pequeña, diminuta. El gordo no paraba de roncar y recostarse en el hombro de su vecina, cada que el peso de su cabeza le ganaba hacia su derecha, ella le ayudaba a que su cuello tuviera equilibrio y a cambiar de dirección hacia la izquierda. Apoyaba un par de dedos en el cachete inmenso y húmedo por la saliva escurrida y con un gesto de repugnancia, lo empujaba. Cuando despertaba el hombre comía. Traía una bolsa llena con todo tipo de víveres que parecía no tener fin. Masticaba y se dormía de nuevo.
Pasaron horas y la ausencia de palabras provocó en los pasajeros una sensación de individualidad, esa que se convierte de pronto en soledad e invita a los ojos a que observen a los demás para no hacerlo con uno mismo. Habíamos dejado Querétaro, estábamos cerca de la desviación a San Luis de la Paz. Algunos pasajeros se perdían en el paisaje dorado y ocre urgido de agua, otros cerraban sus cortinas, recostaban la cabeza en el respaldo o la ventanilla, tratando de dormir. Bonifacio, distante, llevaba la mirada concentrada en el camino, los oídos en su pensamiento y en las pocas palabras que le susurró el gerente antes de que el chofer cerrara la puerta y metiera reversa. En su cabeza repetía, es tu último viaje, vamos a tramitar tu jubilación. Le preocupaba dejar la actividad que había hecho durante tantos años y le aterraba no saber lo que seguía. Estás metido en ti mismo, Bonifacio, en tus temores de hacerte viejo, de sentirte inservible, de cambiar el rumbo y morirte, presientes tu final.
El calor subía a la cabeza y bajaba por las axilas, la frente y la nuca. Decidimos parar Bonifacio y yo, gracias al pasajero de la última fila, aquel testigo de agitados gemidos y olores diversos, el baño estaba a un lado de su asiento. Cruzó el autobús caminando a paso rápido cuando advirtió la proximidad de una caseta; tenía la playera mojada de sudor, pero la cara sonriente. Pidió al chofer que se detuviera y revisara el aire acondicionado. Nos detuvimos; muchos aprovecharon para comprar comida, menos el gordo de la tercera fila, su bolsa sin fondo todavía lo proveía. Otros tuvieron la oportunidad de ir solos al baño.
Unos minutos después el ventilador comenzó a funcionar; no enfriaba pero atenuaba el calor, aunque no la mezcla de aromas. Todos aplaudieron contentos y agradecieron al chofer.
Continuamos el camino y Joan Sebastian fue reemplazado por los Tres Reyes. Bonifacio seguía perdido en sí mismo. Comenzó a tararear hacia dentro Sin ti. Intentaba engañar al dolor del alma con uno del corazón y confundir así las palabras que resonaban dentro de él desde hacía horas. Comenzó a recordar a sus padres, cómo los encontró a cada uno apacibles y muertos; en ese momento los extrañó. Quería que el viaje terminara pronto y estar de regreso en su casa y ver a Josefina, su esposa, deseaba abrazarla y respirar el olor de su cabello y su piel. No tienes idea, querido chofer de lo que va a pasar; el viaje terminará pronto, sí, pero ya no volverás a ver a tu mujer, te encontrarás con tus padres en unas horas, ellos ya están listos para recibirte.
Delante del asiento del hombre gordo y la mujer dueña del papel arrugado en la mano, viajaban un par de novios. Desde que salimos de Celaya se prodigaban beso y beso. Nunca se dejaron de mirar. Sus manos permanecieron ocultas casi todo el camino, como si fueran mancos. Cruzábamos ya casi por completo el estado de San Luis y en el entronque del Huizache tomamos rumbo a Ciudad Victoria. Entramos al estado de Tamaulipas y se acercaba el inesperado e inevitable final.
La mañana se hizo tarde, el sol apareció de nuevo, alto pero con tendencia a bajar; en minutos igualó en altura a los ojos y terminó justo como comenzó: tratando de lograr los mismos tonos naranja y rojos de un inicio, pero ahora les otorga ánimo y tranquilidad a los ojos de cada pasajero del lado izquierdo. Y entonces hubo equilibrio, la vida fue justa: todos tuvieron la misma oportunidad.
Entrada la noche y después de cruzar la sierra Jaumave, llegamos a Ciudad Victoria. Hicimos una parada para comer, cargar combustible y a que el despachador limpiara el parabrisas. Los niños salieron corriendo, empujando a los pasajeros que se interpusieran en su camino. El clima era cálido, el aire seco, cortante, como los modos.
Al final de la fila derecha, del lado contrario al último pasajero, iba una ciega. Ella salió también a respirar otro aire. Viajaba sola, no pidió ayuda para salir. La vieron cuando cruzaba el pasillo y bajaba la escalera tan segura, que al resto de pasajeros les dio pena ofrecer sus ojos para que ella viera. Traía un bastón metálico plegable que se acomodaba al tamaño de cualquier circunstancia, igual que lo hacía ella. Abajo, parada en la oscuridad, la menuda y ciega mujer prendió un cigarrillo y trató de hacer una llamada por celular, pero la comunicación no se dio. Molesta guardó el teléfono y aventó la colilla al asfalto. Algo le ocurría, se sentía incómoda, fue la única que percibió que algo estaba por acontecer. No entendía por qué se sentía así, pensó que tal vez extrañaba a sus hijos y que no debía hacer este viaje.
Decidió sentarse de nuevo, pero antes preguntó a Bonifacio si había un lugar desocupado en la primera fila porque ya le molestaban los olores y ruidos del baño que era tan visitado. El chofer no entendió a qué se refería, le dio la mano para que subiera el primer escalón y le contestó que esos lugares estaban ocupados. Bonifacio le ofreció preguntarles a los pasajeros si alguien podría cambiar de asiento, pero ella negó con la cabeza, agradeció con la mano y se fue a sentar. Solo que antes se detuvo unos segundos al pasar por donde estaban sentados el gordo y la mujer con el papel en la mano. Algo llamó su atención, pero siguió. No había pierde, se decía a sí misma, en la fila derecha y hasta topar. Se sentó, el corazón le latía con fuerza, respiraba con dificultad.
Los pasajeros cayeron en un sueño profundo que los llevaría a una terrible pesadilla. Entre María Ubalda y Benito Juárez tuvimos que frenar de golpe para no atropellar un bulto sobre la carretera. Fue entonces cuando Bonifacio salió de su letargo y se dio cuenta que algo estaba mal. Un tronco atravesaba el camino de lado a lado. Algunos despertaron alertados, solo los niños siguieron dormidos. La bolsa del gordo salió volando de sus manos, regando su contenido bajo los asientos. Todos tenían entre sus pies comida y basura. El gordo, agitado, con los ojos rojos y la boca abierta, veía hacia todos lados, sin entender lo que ocurría. Su vecina de asiento seguía ida y sin expresión, parecía no importarle lo que acontecía, solo apretó el papel que traía en su mano derecha.
Bonifacio preguntó si se encontraban bien, pero nadie contestó, todavía estaban impactados, pero les dio seguridad la voz firme del chofer. De repente vimos algunas sombras que volaban alrededor del autobús. No tenían forma definible, pero sí una voz que no era humana, quizá hablaban otras lenguas. Era difícil entender lo que decían o pedían. En una ventanilla pude ver un arma apuntando hacia el interior, cuando recorrí todas las demás me di cuenta de que nos tenían rodeados: había pistolas apuntando a lo largo y ancho. En un segundo comprendí lo que gritaban pero no pude ver los motivos que movían a estos hombres. Las lágrimas de Bonifacio corrían lento por sus mejillas. En un segundo recordó aquellas palabras: Es tu último viaje... Se secó los ojos.
– ¡Abre la puerta, o disparamos!
Bonifacio no abría. Fui yo quien abrió. Un aire helado y un olor a azufre subió junto con ellos. Eran oscuros por dentro y por fuera. Parecían cientos. Cada pasajero respiraba las palabras que decían, se mezclaban con el aire, ahogándolos. Cuando sus miradas se encontraron con la de Bonifacio el terror se apoderó del pobre chofer. Nunca había visto y sentido tanto miedo. El cura en primera fila se paró y llevando las manos a su cabeza aseguraba, descontrolado, que era el demonio quien venía por él. Los desconocidos se rieron y uno de ellos le dio un golpe en el estómago que lo dejó herido y doblado de dolor en su asiento. El sacristán, pálido y temblando, lo abrazó.
La señorita volteó a ver con ojos suplicantes al último pasajero. Imploraba sin palabras que se fugaran al baño, pero éste olvidó de pronto su promesa. El gordo recogía la comida a sus pies, metiéndose a la boca lo primero que encontraba. Deseaba masticar para poder dormir. La mujer a su lado leyó de nuevo el papel pegado a sus manos.
Una de las sombras gritó a Bonifacio que arrancara, ellos ya habían hecho a un lado el tronco. Seguir y encender las luces del interior, esas fueron las instrucciones de quien parecía ser el jefe. Entonces las sombras tomaron color y forma. Eran hombres, sin ser humanos. Los niños se despertaron con tanto alboroto y comenzaron a llorar. Uno de los asaltantes se acercó y los golpeó con el arma en la cabeza, dejándolos inconscientes en sus asientos y sangrando; el hermanito soltó el pecho de la madre sin emitir sonido y ella produjo un aullido sordo. Su esposo se levantó y amenazó a los hombres diciendo que se iban arrepentir... No saben con quién se meten, les advirtió, pero antes de que alcanzara a llevarse la mano a la cadera para sacar la pistola que llevaba consigo, le dispararon directo al corazón. La bala le salió por la espalda y fue a perforar la ventana del último pasajero. Aunque cerró los ojos con el ruido un par de cristales se incrustaron en el ojo del pobre hombre que gritó desesperado de dolor. El herido de bala cayó muerto sobre su mujer. Ella tenía la cara, blusa y pecho llenos de sangre, y comenzó a llorar hacia adentro, apretando a su hijo al pecho y mostrando su vientre abultado, a punto de parir. Pensaba que el hijo que esperaba la salvaría. Nunca se imaginó que unos minutos después iba a morir, junto con sus cuatro hijos. Todos estaban aterrados.
Los hombres paseaban en el corredor, parecía que les divertía ver aquellas caras de pánico, les causaba cierta satisfacción. Uno de ellos llegó frente a la joven mujer de vestido ceñido, la tomó con fuerza del brazo y cuando la tuvo frente a él, le desgarró el vestido y abusó de ella. Esto no era como estar en el baño, pensaba la pobre. Lloraba de dolor. Se turnaron uno y otro; cuando terminaron la dejaron desnuda, tirada sobre la alfombra azul desgastada y llena de basura. La señorita le ayudó a sentarse, se quitó su suéter y la cubrió. La abrazó y lloró con ella. El jefe caminó hacia adelante, vio a la mujer con el papel en la mano y fue hacia ella, la pasó con dificultad entre el asiento y el gordo. Era extraño, ella no opuso resistencia y sin decir palabra fue hacia él. Lo miró a los ojos y con una sonrisa se desnudó por completo. Esta actitud le causó confusión, coraje e incomodidad al hombre de voz gruesa y bigote. No sabía qué hacer; la mujer se le ofrecía, entonces la golpeó. La tomó con urgencia, le arrancó el papel de las manos. Desafiante, ella lo miró de nuevo a los ojos. Nunca imaginaste a qué se debía aquella actitud altanera de la mujer, en ocho años te enterarás de que la víctima eres tú. Ya es tarde también para ti.
En un momento de desesperación y frustración Bonifacio aceleró al mismo tiempo que movía bruscamente el volante a uno y otro lado, para que yo zigzagueara. Tres de los hombres se cayeron, entonces el jefe hizo cuatro disparos al techo, que sirvieron de amenaza.
Después de algunos kilómetros de camino, el aroma a sangre se impregnó en los asientos y en el aire. El terror se sentía hasta en los huesos, pero existía en cada pasajero la esperanza de sobrevivir. La mujer del papel pegado a las manos, sabía que moriría más pronto de lo que había pensado.
Llegamos a la desviación hacia Trece de Mayo y nos hicieron parar. Había cinco camionetas en el lugar, esperando. Bajaron a los pasajeros entre golpes, palabras y jalones; hasta al muerto se llevaron arrastrando. El último pasajero, con astillas en el ojo, seguía gritando de dolor.
Los voltearon a todos hacia el monte y les dispararon en la nuca. Uno a uno cayeron muertos. Ya en el suelo les quitaron sus pertenencias; las cosas de valor y el dinero los metieron a unas bolsas de tela y las identificaciones y tarjetas de banco, las quemaron. Después fueron a bajar las maletas, buscaron y saquearon lo que les servía, a lo que no les era útil también le prendieron fuego. Subieron los cuerpos a las casetas descubiertas de las camionetas; como reses los aventaban. Encendieron los vehículos y arrancaron a toda velocidad. Entre el polvo y las luces alcancé a ver cómo las almas de los pasajeros y la de Bonifacio escapaban todas unidas de la mano y gritando aterradas.
A mí me dejaron ensangrentado y abandonado sobre la carretera.
La puerta abierta y la ventana rota, el aire circulaba silbando agudo dentro de mí. Era un sonido enloquecedor.
Por el pasillo ya no eran aquellas caderas alegres las que cruzaban de lado a lado, sino la basura que volaba por todos lados; en ese momento vi el papel que traía aquella mujer pegado a su mano: estaba más sucio y arrugado, dejaba su contenido al descubierto, pegado por la sangre seca de una orilla y con las otras tres en movimiento, teñido de un rojo intenso.
Después de un par de horas me rodeaban decenas de personas y luces rojas y azules. Todos subieron la escalerilla, entraron. Hablaban, especulaban qué habría podido ocurrir. Ellos nunca imaginaron que yo era el único testigo que podía narrar a detalle lo que pasó, ya que mis palabras no se escuchan, son mudas. Unos minutos más tarde bajaron con sus conclusiones erróneas. Pude reconocer a un uniformado: era una de las sombras, era el hombre de voz gruesa y bigote, ¡el jefe de las sombras! Eres tú, pero de uniforme y siguiendo órdenes. Eres tú, víctima de la mujer con el papel en la mano. No puedo hablar, nadie me escuchará, a un viejo autobús quién le creerá. Tus días están contados. Nadie me escuchó, ¡qué desesperación! Respiré mi soledad y el silencio se apoderó de mí, entonces llegó la nostalgia cargada de cansancio. Un joven vestido de negro de pies a cabeza subió, se sentó al volante y dio marcha. Unos minutos después encendió el radio; subió el volumen para sentirse acompañado y arrancó. Viajamos juntos por horas hasta que por fin llegamos a nuestro destino; mi inevitable final: el corralón. Aquí me encuentro lleno de polvo, tristeza y sangre seca.
Tres días después, en la mañana muy temprano, los federales encontraron veintisiete fosas clandestinas, habían muchos cadáveres; en una de las fosas estaban mis pasajeros y Bonifacio. Trataron de identificar a las personas, pero nadie traía documentos, ni pertenencias. Algunos estaban desnudos y otros con solo una o dos prendas. Los hallaron amontonados uno sobre otro con un disparo en la nuca y uno de ellos, en el corazón. Cubiertos de tierra, las pocas ropas que había parecían ser todas iguales; grises. Ya no se notaba aquella falda vaporosa de la bella hippie, ni la camisa oscura y estampada del hombre de ojos cínicos; y las florecitas verde claro del vestido de la Señorita desaparecieron. Revisaron cuerpo por cuerpo y cuando llegaron al último, se dieron cuenta de que en la bolsa izquierda del pantalón portaba una credencial. Un policía federal la tomó y dio lectura en voz alta:
– Es una licencia de Chofer expedida por el estado de Guanajuato. Su nombre era Bonifacio Bolaños Ortega, vivía en Hidalgo 139, en la ciudad de Celaya. Nació el ocho de agosto de mil novecientos cuarenta y ocho. Su tipo de sangre: O positivo. Es alérgico a la penicilina y aquí dice en caso de emergencia llamar a Josefina Carrasco de Bolaños.