
Después de siete años he dejado de competir contra Anya Dragustinovis. Ojalá lo hubiera hecho antes. Uno puede pasar años sin rumbo, tropezando contra las paredes del laberinto de la vida, para luego, en un efímero deslumbramiento ver el panorama total y no volver a estar perdido.
Nos conocimos el primer día de preparatoria. Ella tenía el cabello castaño y los ojos felinos. Sus orejas eran chiquitas y sus piernas blanquísimas. Se formó detrás de mí en la cola para entregar documentos. “¿Por qué no avanza la fila?”, preguntó a la recepcionista quien, con desgana, apenas podía verse tras la ventanilla; y me señaló como el culpable del retraso y lentitud. “¿Cuál es el problema?”. “No sé llenar esto”, confesé. Anya me miró con severidad, y yo, en un intento desesperado de justificarme, agregué:
—Soy de nuevo ingreso.
—Yo también, pero llené mi hoja hace una semana. Tienes 15 años al menos, deberías poder con una simple solicitud de ingreso —yo tenía 14, puesto que nací en noviembre. Pero no quise seguir justificándome. Ella tenía réplica para todo.
La impaciencia de la gente en la fila era notable, pero Anya los ignoró y siguió preguntándome datos para terminar con mi registro.
—Ya quedó. ¿Crees que el próximo año lo puedas hacer tu solito?
Era lo que más me exasperaba de ella. Ese tono condescendiente con el que se dirigía a los demás.
El aire fresco de la noche, combinado con la humedad, me da de lleno en la cara. La lluvia escurre por las hojas de los árboles, precipitándose hasta el piso; el trinar insistente de las cigarras después del aguacero se acrecienta. También se encendieron los grillos la primera vez que Anya y yo nos besamos. Pude notar el temblor de sus labios sobre los que me dejé llevar. Fue toda una hora de besos y roces de nariz, caricias en la cara y más besos. Luego de una o dos eternidades de ella con su cabeza en mi pecho y sus manos rodeándome por dentro de la chamarra.
—Debo ir a casa —expresó con sequedad para romper el hechizo.

La tomé de la mano. Era mi primera novia y hasta la fecha creo que fui el primero igual para ella —pese a que cada año la rondaran no menos de tres muchachos, a los que Anya bateaba como Babe Ruth en sus mejores días.
—¡Hasta aquí! Adiós —frenó un par de cuadras antes de llegar a su casa, y arrancó a correr.
Antes de acompañarla esa tarde, yo estaba al tanto de dónde vivía. Lo averigüé una de las muchas veces que la seguí de lejos. No me importa si piensan que era una forma de acosarla.
Nos besamos otro rato, que bien pudieron ser 10 o 50 minutos. Y luego ella se marchó, ¿ya dije que corriendo? Yo en cambio me fui a casa flotando en una nube.
La ensoñación duró poco.
El día siguiente al verla me acerqué y le planté un beso en la mejilla. Pero ella se molestó mucho.
Una de sus amigas se indignó a tal grado que hizo un escándalo en los pasillos diciéndome de cosas, lo que hizo que todos me miraran. Yo balbuceé como podía sobre lo ocurrido el día anterior, pero Anya lo negó rotundamente, con una cara de asombro que aún me hace palidecer de la vergüenza. Todo el amor que sentía por ella se convirtió en bochorno y horas después siguió mutando hasta volverse odio. ¿Tanto me detestaba como para jugarme aquella broma cruel?, ¿Qué era lo que ganaba con eso? Había muchas cosas de ella que no lograba entender.
Desde la preparatoria fue extraña.
En el salón, su grupo de amigas eran las más afanosas, siempre muy bien fajadas, con sus cuadernos impecables y mochilas idénticas. Iban al club de lectura de la maestra Nelly (al cual comencé a ir porque quería hacer lo que ella hacía, ganarle, no sólo se trataba de estar cerca, quería que ella me notara).
Pero por otro lado se juntaba con los del grupo F, de los más populares de aquel bachillerato, se decía que estaba con ellos porque formaba parte del club de volibol.
—Eso es imposible —le dije a Osiris, volibol y lectura son a la misma hora.
Con Anya frente a mí en el salón, decidí perderme la hora de lectura para ir a espiar su presencia en el campo de volibol. Me salí antes pensando que ella saldría pronto hacia el gimnasio y entonces podría verla llegar. Pero al llegar corriendo al gym, ahí estaba Anya, con su diminuto short negro que dejaba ver el blanco de sus piernas, haciendo de acomodadora bajo la red, flexionando sus hermosos muslos.
En la siguiente clase de lectura fue ella quién preguntó por qué había faltado.
—Fui a verte jugar volibol —le respondí en voz alta, henchido de orgullo, creyendo exhibirla con el resto de la clase. Ella me miró como tratando de leer mi mente. Su rostro desencajado me representaba una burla. ¿Acaso lo niegas? Pensaba, para luego detenerme a entender lo imposible del asunto.
—Anya estuvo aquí la clase anterior, cuando te saliste sin justificación y sin permiso —replicó la maestra— No me parece correcto levantar falsos, y mucho menos ir a espiar a las otras compañeras cuando practican deporte.
Todos se rieron de mí. Todos, salvo Anya, que apenas sonreía. Luego salió del salón. Y aproveché para ir corriendo tras ella.
—¡Espera! —le grité. Obedeció, pero no giró para verme.
—Tienes que dejar de seguirme. No entiendo que no lo entiendas.
—¿Cómo lo haces?
—¿Hacer qué?
—Pasas las tardes en el parque con tus amigos. Las noches desvelada publicando cosas y compartiendo videos. (Lo he notado cada noche). Sin embargo, llegas a la escuela fresca, y cumpliendo con todo. Entregas los deberes sin falta, y siempre obtienes 10 limpio en tus exámenes. Yo me mato estudiando y nunca puedo vencerte.
—¿Estás celoso?
—No puedo creer que yo sea el único que lo note.
—Ves, ya eres el primero en algo.
He llegado a mi casa. Abro la puerta despacio, para no hacerle ruido a mamá. Subo las escaleras hasta mi habitación. Siento el calor en mi rostro, el contraste de la temperatura en mi cuarto con el exterior. Me dejo caer sobre mi colchón. Observo el techo por unos minutos, sin moverme. Luego reviso mi bolsillo y me doy cuenta de que he perdido mi celular.
Se me cayó cuando corrí a socorrer a Anya al verla tirada a media calle. El conductor se dio la fuga. Ella estaba tendida en el asfalto mojado, con la cadera torcida y un charco de sangre rodeando su cráneo. No se movía, salvo sus ojos de gato que me siguieron en una como súplica, y luego de nuevo aquella sonrisa ¿socarrona, irónica, de burla? ¿Cómo definirla?
—¡No te mueras! —le dije sacudiéndola apenas—, por favor, por lo que más quieras, mira… voy a marcar a una ambulancia. Sostuve su mano. Ella me miró de nuevo, los cristales de sus ojos giraban en su órbita ocular, y de pronto se detenían suplicantes, llenos de toda la ternura del mundo, como aquella noche cuando nos besamos.
Estaba marcando el móvil cuando vi cómo todo su ser se convirtió en agua y en burbujas, mojándome la ropa. Ahí estaba yo sentado en un charco a media calle, soportando los insultos de quienes pasaban y me gritaban que me hicieran a un lado, que si quería que me atropellaran. “Ahí fue cuando se me cayó”. Bogaba en esa agua, como intentando juntar aquellos humores, reacomodarlos en esa forma de mujer que estaba segundos antes en mis manos, era tan desesperante no entender, pero aquello solamente seguía escurriendo entre mis dedos.
“¿Por qué corriste?”.
“Tuvimos miedo, alguien nos podría culpar de su muerte”.
Después de algunas cuadras, alejándome con desesperación, creyendo estar perdiendo la cordura, comprendí que era imposible que el cuerpo de Anya se hubiera hecho líquido. Sin cuerpo no hay delito. Pero algún tonto sentido del deber me hizo ir a su casa, avisar a sus padres lo ocurrido, no paraba de moquear, y de sorberme las lágrimas de la desesperación. Un mareo en el lenguaje me abordó al verla salir con su pijama amarilla. Debía yo estar hecho una facha.
—¿Qué haces aquí? —inquirió con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—Yo vi cómo te… ¡vas a creer que estoy loco!
—Quizás sea el menor de tus defectos.
—Me da gusto que estés bien. Mucho gusto.
—Eso es nuevo.
—Esto también —le dije antes de plantarle un beso. En ese momento necesitaba una prueba de que tanto ella como yo estábamos vivos y éramos de carne y hueso.
Ella me correspondió y tras un segundo beso, agregó: Debiste traerme rosas, ¿no crees?
Su padre salió y me miró con cara de pocos amigos, por lo que ella se despidió de mí, prometiéndome vernos al día siguiente.

“Le dejaré un mensaje”. Me puse de pie y, al no contar ya con el móvil, saqué mi laptop de la mochila. Escribí:
Perdí mi celular. Te am… “¡No!”.
Perdí mi celular. No me llam… “¡No, muy rudo!”.
Perdí mi celular. Contáctame por aquí. Besos.
Ya no competiré con Anya, yo no trataré de alcanzarla, ni entenderla. Dejaré de seguirla y preguntarme cosas que escapan a la lógica. Ya comencé a ignorar esas visiones de ella, de las Anyas con las que me topo a cada rato. Cuando volvía de su casa la volví a encontrar en un Oxxo; tonteaba con sus amigos, algunos eran ex miembros de club de volibol y otros a quienes había visto antes cerca de ella, pero no los conocía de nombre. Estaban comprando Black Label. Todos vestían elegante. Me pareció que tal vez irían a una fiesta elegante, tal vez una boda.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté cuando me puse frente a ella.
—¿Otra vez me estás siguiendo? —una de sus amigas rio a sus espaldas al percatarse de nuestro ríspido diálogo.
Comprendí que era imposible que Anya estuviese ahí, en ese cuerpo vestido de manera elegante. Como era imposible estar en dos lugares al mismo tiempo o que un cadáver se hiciera líquido y estallara en burbujas en tus brazos mojándote el cuerpo.
—¡Te ves muy linda!
Su rostro delató el rubor.
—Gracias.
—Uno de estos días me animaré a invitarte a salir.
Sus amigos escuchaban con poco sigilo. Su amiga estiró la mano, la tomo del brazo para apartarla de mí.
Entonces me di la media vuelta y cuando estaba por irme, la escuché:
—No tardes mucho en decidirte.}Y supe que había logrado anclarme a ese momento, ese preciso instante cuando uno duerme enamorado, que parece que la almohada te acaricia y el cuerpo se relaja, como si nada más importase. Después de todo, ¿no venimos al mundo a ser felices?
J. R. Spinoza (José Rodolfo Espinosa Silva), nacido en Matamoros, Tamaulipas, México, en 1990. Miembro del Gran Colisionador de Textos Especulativos. Becario del PECDA Tamaulipas en dos ocasiones (emisiones 23 y 25). Autor de los libros Los deseos de Serena (Catarsis Literaria, México, 2021); Adversus Diaboli (Ómicron Books, Ecuador, 2021); In Nomine Patris: paternidad y otras quimeras (UAdeC, México, 2022); Sobre cómo olvidamos volar (Ápeiron Ediciones, España, 2024) y Tomado del canon (UAS, México, 2024).