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Los novelistas mexicanos del siglo xix*

Emiliano Canto Mayén

Pese a la meticulosidad con la que los historiadores del fenómeno literario consultan los testimonios impresos del pasado, muy pocos de estos especialistas ahondan en las circunstancias y el contexto social en los cuales se desenvolvieron sus autores, se pasa por alto su núcleo familiar y formación y tampoco se considera la función que las obras literarias desempeñaron dentro del círculo inmediato y la relaciones de sus fabricantes. Leer la novela mexicana, sin documentar la interacción de sus creadores con el colectivo al cual pertenecieron, desemboca forzosamente en una visión en extremo superficial del accionar de estos artífices del verbo afincados en la urbe mexicana y en sus naturales prolongaciones provincianas. En la medida de lo posible, simplifica la vida de los escritores del siglo xix, a quienes se suele retratar como artistas excepcionales, ideólogos del nacionalismo y personajes aislados que parecieran llegar al mundo ya formados, sin intervención alguna de padres, consortes abnegadas o proles numerosas a las cuales mantener.

Por lo anterior, este estudio representa un primer esfuerzo para interpretar un acontecimiento de la historia literaria de México como un fenómeno social, experimentado por una agrupación de individuos muy especial. El análisis de los escritores que en nuestro país dieron a la estampa una novela entre 1830 y 1880 descubre prácticas mucho más complejas de lo que se infiere a primera vista. Al igual que todo colectivo en la historia de la humanidad, fue imprescindible que se presentaran condiciones espaciales, políticas y socioeconómicas para que sus integrantes adquirieran y desarrollaran las cualidades y hábitos que los hicieron distinguirse del resto de la población y forjarse de este modo un sentimiento coherente y legítimo de identidad.

Esta comunidad, en la que nuestros narradores pudieron manifestar sus creaciones literarias, fue la ciudad letrada y esta consistió en una red de nexos entre los hombres y mujeres que propiciaron el surgimiento de las letras nacionales, a veces focalizadas con una visión regionalista y que, al mismo tiempo, relacionaron las labores del arte con las de la edición, el gobierno y la política prevalecientes en la capital del país. Anoto esto puesto que, a lo largo del marco temporal analizado, un número estimable de dramaturgos, ensayistas, narradores y poetas ocupó puestos de gobernadores, militares y secretarios de Estado, debido a que las transformaciones políticas de México generaron espacios fértiles al oficio del escritor, cual si las convulsiones bélicas hubieran montado el escenario adecuado para el protagonismo de estos poseedores de la palabra escrita.

Los espacios capitalinos donde, a semejanza de un semillero, germinó este personaje histórico fueron parcelas privadas y públicas de la realidad. En estos lugares, este sujeto fue trasplantado de la cómoda seguridad del hogar a los salones de escuela, de la amena charla de la tertulia a las lides propias de la prensa. Por esto es factible anotar que los actos y escritos de cada uno de los autores investigados gozaron del cobijo y favor de las dinámicas prevalecientes en sus casas, academias y oficios.

Las dinámicas que posibilitaron la aparición de un tipo de escritor tan único como lo fue el novelista mexicano del siglo xix se caracterizaron por ser condicionantes, tanto internas como externas; la confluencia de causas extranjeras con nacionales hizo que los espacios donde los personajes estudiados se formaron como literatos destacaran por su atmósfera estimulante y su apertura a las novedades extranjeras, en especial hacia el género literario más moderno de la época: la novela. Desde afuera, el auge de este género narrativo en Europa produjo un artefacto de consumo, que en México se recibió, leyó y estudió con admiración e interés por aquellos integrantes de la ciudad letrada que requerían estar permanentemente actualizados para renovar constantemente su membresía a esta agrupación. Esta conexión directa del novelista mexicano con el género que cultivó se debió, en buena medida, a la desaparición de las trabas virreinales que pretendieron obstaculizar, hasta 1821, el ingreso a nuestro país de este tipo de obras, además, la actividad e incursiones comerciales de los editores y libreros en México tendieron un puente de intercambios mercantiles que proveyeron a los literatos nacionales de textos recientes, de autores vivos y palpitante actualidad. Fenómeno cultural que habría de presentarse también en las antiguas provincias de la Nueva España en las que proliferaron núcleos de escritores familiarizados con la producción editorial de la Europa de entonces, gracias a la disponibilidad financiera de sus progenitores. El canal abierto a la importación de libros a México poco o nada habría incidido en la formación de los escritores mexicanos sin el fervoroso deseo de ciertas familias de fundar hogares adecuados a la educación y adquisición del hábito de la lectura entre sus integrantes. Parece extraño concluir que la literatura de una época fue resultado de las prácticas prevalecientes en el hogar, las estrategias familiares y las formas de relacionarse al interior de este microcosmos; sin embargo, a despecho de la idea de que el genio es un ser antisocial, estos factores influyeron primordialmente en el surgimiento del escritor mexicano. Si se rescata lo que hay de autobiográfico en cada uno de sus textos, se observa que los hombres y mujeres de letras fueron la faz visible de un conglomerado mayor, de un entramado de familias dotadas de recursos, patrimonios y sensibilidades que les hicieron valorar la lectura, escritura e instrucción como garantías para su supervivencia en aquellos tiempos convulsos y el ascenso cultural, económico y social de sus descendientes. Esta interacción estratégica, tan frecuentemente soslayada, sugiere que los literatos, incluidos los novelistas, fueron consecuencia del deseo y esfuerzo de ciertos paterfamilias por tener en sus filas a un profesionista o letrado inmiscuido en el gobierno, cuyas aptitudes y talento dieran visibilidad y respetabilidad a su linaje y mejorara sus condiciones materiales de existencia. De estar en lo correcto, todo lo escrito y publicado por estos hombres y mujeres permitiría atisbar en las válidas ambiciones que tuvieron ciertos progenitores de prosperar y alcanzar un lugar notable que proyectara a sus hijos.

Aquí conviene reflexionar que la distinción que ciertas familias promovieron para algunos de sus integrantes improbablemente se persiguió, en primer término, por la vía de la literatura. Al optar por su formación académica e invertir en su educación, se envió a estos hijos a un espacio propicio, a un santuario del saber y de los libros, en el cual tuvieron todo para manifestar su naciente talento escritural. Al darse la impresión de los primeros ensayos del joven es verosímil que el núcleo familiar viera de manera optimista esta afición prodigiosa por las letras, ya que el abrirse paso y destacar en un ámbito tan selecto como la ciudad letrada mexicana era una garantía más de que, al volverse profesionista, el hijo figuraría públicamente.

El otro espacio en el cual surgió el novelista difirió radicalmente de su hogar, en él todo fue público y lo expuso al trato con extraños y desconocidos, amigos y rivales. La Ciudad de México, que durante decenios fue declarada y convertida en la capital política del país recién fundado, se transformó en la sede de las autoridades, fundó y abrió lugares modernos dentro de los cuales los candidatos a escritores se formaron, aliaron y redactaron sus textos novelísticos. Las bibliotecas públicas y escolares, las librerías, imprentas, teatros, cafés y tertulias literarias que se instalaron y mantuvieron en la urbe, gracias a la concentración de profesionistas capitalinos y provincianos, proveyeron de los elementos básicos para la interacción entre inteligencias afines, las cuales conformaron, gracias a este deambular rutinario, una identidad marcada por los lugares y ritos del propio gremio letrado.

Los estudios sobre los enclaves urbanos que sirvieron como el escenario de la vida literaria en México han sido abordados de manera específica, puesto que cada uno de estos puntos del entramado metropolitano provee de materia inagotable para cualquier estudio monográfico. En este trabajo he replanteado el problema relativo a la emergencia de un conglomerado humano excepcional que laboró y conformó su identidad gracias a las actividades inherentes de estos sitios de quehacer cultural, es decir, al surgir en el seno de la ciudad capital espacios nuevos, hicieron su aparición los asiduos o habitués a estos nichos, sus hombres a la medida, sus mujeres a propósito.

Antes de proseguir con una reflexión en torno a las prácticas que forjaron la identidad de los personajes estudiados, hay que evitar todo determinismo y precaver la predestinación. Hubo individuos que gozaron del apoyo familiar, los recursos, la formación, las lecturas, las bibliotecas a su alcance y los estímulos necesarios y, a pesar de esto, jamás escribieron siquiera una línea y mucho menos acariciaron la ambición de volverse escritores. Entonces la voluntad individual, aquel motor íntimo e ignoto para un historiador, fue el requerimiento más determinante que embarcó a los hombres y mujeres estudiados en la labor literaria, oficio tan arduo como ingrato.

¿Qué hallaríamos si fuera posible escrutar en las profundidades de cada una de estas personalidades? ¿Qué los hizo desear el ser miembros del mundo de las letras mexicanas? ¿Genialidad desmedida? ¿Inconfesables ansias de reconocimiento? ¿Patriotismo sincero? ¿Ocio erudito? Estas respuestas se hallan tan solo al alcance de los novelistas y sicólogos capacitados para desentrañar las emociones y los móviles de la mente humana. Al estudioso del pasado le son ajenas estas disquisiciones y, en su lugar, le corresponde contemplar el fenómeno de una manera que supere las individualidades y explique cómo en un contexto tan único e irrepetible fue posible que germinara y floreciera un colectivo tan activo, compacto y homogéneo, cuyo legado sigue concentrando el interés tanto de los expertos como de los profanos.

Visto que los esfuerzos paternos para proporcionar una buena instrucción a sus hijos, que la asistencia de estos a los espacios de la ciudad letrada y que una convicción personal condicionaron el afán de ellos por expresar sus ideas y sentimientos por medio de la palabra impresa, es pertinente exponer la naturaleza de las prácticas que les abrieron las puertas al mundo letrado, le permitieron renovar periódicamente su membresía a este círculo y adquirir un sentimiento de identidad colectiva. Sin exagerar, todo fue una cuestión de estilo y forma, los modos excepcionales en los que los novelistas leyeron, escribieron y publicaron les permitieron ser lo que fueron, tener la certeza de que lo eran e identificar con rapidez a sus pares.

La escritura que, en la gran mayoría de los casos estudiados se adquirió en una etapa temprana de la vida de estos individuos, los transformó en seres de excepción en un país de analfabetas y ágrafos. Además, una práctica constante de esta técnica permitió a los jóvenes reproducir, en sus propias palabras, aquello que leían con admiración y gozo. Luego de su iniciación en el mundo de las letras, estos escritores primerizos se ejercitaron en los múltiples géneros literarios que tuvieron cabida en las publicaciones científicas, políticas y culturales de la capital.

Escribir en el seno de la ciudad letrada consistió en la práctica motriz de un proceso creativo. Para hacerse literato, se tenía que redactar de manera constante y, en un comienzo, someter estos textos a la perspicacia de los conocedores; luego de esta primera crítica se descartaba o mejoraba el texto para someterlo a un nuevo examen y este perfeccionamiento persistía hasta obtener la venia de los consagrados y ganarse así el visto bueno y la recomendación necesarios para publicar. Este estado provisional tuvo su término prefijado, después de haber logrado un número respetable de publicaciones y de ejercer el oficio de autor durante cierto lapso de tiempo, el aprendiz dejaba de serlo y comenzaba a dirigir la formación literaria de aquellos retoños que le relevarían. En el caso de perder el interés y de cesar de componer y publicar, el elemento sería relegado paulatinamente de la urbe literaria del país o de aquellas ciudades que habían replicado el modelo en otros puntos del territorio nacional.

Con respecto a la lectura, esta investigación contribuye a la historia de ese hábito por parte del tipo más extravagante y consumado de lector, aquel que escribe con pretensiones literarias y que aspira a pasar a la posteridad como literato. Si se toma a la novela como un registro sistemático de las lecturas novelísticas de sus autores es posible dilucidar cuáles fueron los libros y autores que les sirvieron de modelos y cuán breve o prolongada fue su vigencia dentro de la ciudad letrada, es decir, cuáles fueron las obras y novelistas europeos con los que los narradores mexicanos refinaron el estilo de sus relatos y que gozaron de la aprobación de la urbe de las letras, círculo elitista que se envanecía de leer tan solo lo más selecto y moderno y que marcaba la distancia entre sus gustos y los de los lectores corrientes, sin criterio ni escuela. Prueba de lo anterior se halla en el número de ocasiones que ciertos novelistas y relatos extranjeros se repiten en las páginas de los autores mexicanos. Estas constantes de los novelistas en activo, entre 1830 y 1880, hablan de la manera en la cual los miembros de la clase letrada imponían y compartían ciertos textos a través del préstamo y de las charlas entre los hermanos de la pluma.

Si la novela es considerada el mejor documento para conocer con exactitud una parte fundamental de las lecturas que sus autores hicieron con el objeto de ingresar y mantenerse en la ciudad letrada, se puede indicar que esta mención persistente de textos de fuera, inscritos en la narrativa mexicana del periodo, buscó demostrar la maestría y conocimiento alcanzados por los novelistas nacionales, siempre atentos a las novedades europeas. Además, contabilizando estas referencias y agrupándolas temporalmente, es posible datar los cambios en las preferencias de autores y novelas exógenas; así, consta cómo en los decenios investigados, las novelas leídas por los novelistas mexicanos conformaron un canon en el cual predominaron los autores franceses vivos y los relatos de la corriente romántica. Al principio del periodo, los favoritos fueron Arlincourt, Staël y Cottin, quienes fueron rápidamente desplazados, a partir de 1830, por Sue, Dumas y Hugo, cuya hegemonía se vio comprometida a las postrimerías del periodo, cuando nuevos autores franceses y uno que otro español, atrajeron la atención de los literatos mexicanos más jóvenes, quienes vieron como anticuadas las obras y gustos de sus predecesores.

Cabe recalcar que las novelas mexicanas del periodo estudiado documentan tan solo una fracción, muy importante, de lo que leyeron sus autores; en otras palabras, al focalizarnos en los textos elementales para quien se explaya como narrador quedan fuera otras lecturas múltiples que igual modelaron su estilo. Esta limitación evidente se disculpa, ya que al concentrarnos en un género los autores y libros de este han podido situarse diacrónica y sincrónicamente.

Después de haber reconstruido los orígenes, espacios y las prácticas del colectivo letrado, es posible sumar estos elementos y, con ellos, intentar una interpretación del discurso por medio del cual estos hombres y mujeres dieron cuerpo y proyectaron su identidad. Esta autorrepresentación del escritor ha estado expuesta ante nuestros ojos desde hace más de un siglo; es la imagen bien cortada y pulida que fabricaron para sí y para la posteridad, según la cual los escritores mexicanos del siglo xix fueron cultos, buenos y necesarios y que, además, su labor artística consistió en una prueba manifiesta de su patriotismo y amor por México y las causas justas.

Del grado de sinceridad que hubo tras de esta profesión pública de sus intenciones y carácter se está, de nuevo, ante el arcano; aunque sincero o retórico, se puede afirmar que este discurso cohesionó a los integrantes de la ciudad letrada bajo un dogma o mística colectiva y, también, legitimar su labor a los ojos de sus lectores. Bien sabido es que las personas, como seres sociales, necesitan integrarse en un grupo para asegurar su sustento y darle sentido a su existencia, los novelistas y escritores mexicanos del siglo xix distaron de ser una excepción a esta norma, puesto que sus actos y escritos parecieran encaminados a cumplir estos fines, es decir, pertenecer a la ciudad letrada y aprovechar las oportunidades que les abría la posesión de la palabra escrita. Este colectivo, a diferencia de los gremios heredados por el virreinato, era novedoso en extremo, ya que los literatos del periodo estudiado tuvieron la conciencia de que les había tocado la suerte de inaugurar con sus escritos una literatura radicalmente distinta a la que se había cultivado hasta entonces en la llamada ciudad de los palacios. En nada sorprende que el leitmotiv de que el novelista tenía forzosamente que probar su patriotismo y amor a la nación se volviera un discurso identitario de gran peso al interior de la urbe de las letras.

En muy pocas ocasiones los escritores de México se han mostrado tan comprometidos con la política y el gobierno del país de la forma en que lo hicieron los novelistas del periodo analizado. Por ello, es sensato anotar que en aquel entonces escribir una historia de amor en el desierto de Sonora o un idilio en Venecia o un romance en la llanura yucateca se compaginó con el proyecto cultural que configuraron las redes de sociabilidad entabladas por estos hombres y mujeres de hace dos centurias. La vida y alianzas tramadas por los integrantes de la ciudad letrada pretendieron ser un modelo de sociabilidad culta, elegante y moderna que aspiró a contagiar otros círculos o escalones de la sociedad mexicana, la cual, durante aquellos años de perpetua agitación, se consideró decadente y ávida de regenerarse.

Todo lo anterior puede llevarnos a caer en un engaño. La sólida cohesión de los integrantes de la ciudad letrada y la facilidad con que sus miembros se identificaban entre sí es insuficiente para afirmar que todos estos hombres y mujeres pensaban de la misma forma y actuaban cumpliendo los mismos patrones de comportamiento; al contrario, pese a sus lecturas compartidas y convivencia constante en los espacios de la urbe literaria, las facciones políticas y la multitud de medios de edición abrieron los canales necesarios para la confrontación de ideas artísticas, estéticas, políticas y sociales. Siempre y cuando el escritor cumpliera con las normas preestablecidas para debatir con un par de la ciudad letrada, su adscripción estaría asegurada y cualquier opinión que atentara contra la mística del escritor público jamás vería la luz en los soportes impresos de la capital o de alguna de las más importantes del país. Así se explica cómo durante la época estudiada ningún autor de los conocidos se atrevió a estampar que la novela debía contraerse a cumplir a cabalidad con la preceptiva artística vigente, desdeñando los tan queridos argumentos del maestro Ignacio M. Altamirano, quien veía en la narrativa una herramienta para promover la educación e implantar el nacionalismo.

De todo lo escrito, se puede asegurar que el conocimiento de los ámbitos y orígenes de los autores nos proveen de una nueva clave de lectura, la cual hace de la obra literaria un texto elocuente para documentar las prácticas y el discurso del círculo de los novelistas mexicanos del siglo xix. Con este enfoque la obra literaria pasa de ser un artefacto imprescindible para la comprensión de valores estéticos a un testimonio confiable y fidedigno para la biografía, existencia cotidiana y esfera familiar de sus autores y, gracias a la homogeneidad y ortodoxia propias de la ciudad letrada mexicana, la apreciación colectiva de los usos y hábitos de estos escritores puede servir para efectuar un primer acercamiento a la vida y obra de algún autor poco conocido y del que se deseen sacar sus escritos del olvido. Esta circunstancia es una aportación relevante, puesto que el modelo interpretativo propuesto líneas atrás, además de permitirnos estimar en qué puntos la vida y obra de un autor se aproxima o difiere de la norma, puede completar con sus tendencias el código genético incompleto o trunco de uno de los cientos de literatos olvidados y que seguramente serán descubiertos en lo venidero. Además, es pertinente destacar que un estudio de este carácter abre las puertas de un careo o comparación entre la praxis y la elocuencia, entre lo vivido y lo escrito. Los análisis que por su método e intereses toman únicamente como fuente a la obra impresa suelen considerar al texto como un escalón de una interpretación de lo abstracto; innegablemente, el discurso es en sí un hecho histórico, sin embargo, si se documentan e investigan las circunstancias menos etéreas que rodearon a los autores de estos textos se comprueba que éstos vivieron, pensaron y sintieron muchas cosas más que lo que se pudiera inferir al consultar tan solo sus obras completas.

Luego de estas reflexiones es posible exponer la trascendencia de esta investigación. El objetivo de este texto fue comprender cómo un colectivo se planteó una misión social. En el caso de los escritores y de los novelistas del siglo xix, al tener una plena conciencia de sí y proponerse contribuir a una transformación cultural de México, este sector representa con su ejemplo una crítica al ensimismamiento que pareciera prevalecer en los círculos intelectuales del siglo xxi, es decir, del siglo que estamos viviendo.

Durante una transición política que invitaba a los literatos a retraerse o montarse en una torre de marfil, la ciudad letrada volvió su razón de ser –al menos en el discurso identitario de sus integrantes– un ejercicio en pro de crear una nación en el papel. Aunque mucha de esta retórica se orquestó para legitimar sus privilegios, este ideal motivó que estos artífices del verbo antepusieran las reglas del juego político al arte, sacrificio que muy pocos letrados con aspiraciones de celebridad suelen efectuar. En la actualidad, cuando los espacios para formación de autores e investigadores se han institucionalizado, estos generadores de conocimientos y textos especializados han perdido la capacidad para concebirse como un colectivo, colaborar en equipo y plantearse una función y misión sociales claras y coherentes.

Cabe acotar que, de manera periódica, resurge el discurso cívico, patriótico y nacionalista tanto en los medios académicos como artísticos, llamando a los intelectuales y creadores a contribuir en la regeneración nacional, esta permanencia de los afanes de la primera centuria independientes es vista con extrema suspicacia, ya que se le considera un vestigio ideológico superado. Entonces, ahora que es posible entender las circunstancias materiales y discursivas que llevaron a los literatos de siglos atrás a laborar como lo hicieron, tal vez sea posible a los artistas y escritores el replantearse una misión que se corresponda con sus orígenes y formaciones y que legitime su existencia y posición, con el peso de sus contribuciones, en las siempre ávidas áreas de la belleza y del saber.

* Síntesis de las conclusiones de la tesis doctoral presentada en el Colegio de México el 3 de diciembre de 2018.