Iván de la Nuez
El Nuevo Orden Mundial no se entiende en la Era de la Imagen, sin un Nuevo Orden Visual. Esto, al menos, es lo que piensa el fotógrafo y teórico Joan Fontcuberta, para quien la fotografía contemporánea debe entrañar, siempre, una crítica del propio medio fotográfico. No se trata de renegar de los fotoperiodistas de antaño, pero sí de sospechar de esa percepción tradicional que asume la fotografía como mera reproducción de la realidad.
El Nuevo Orden Visual nos estaría retando a descubrir, más que la realidad, la verdad escondida en nuestras imágenes. Y a seguir, de paso, al cineasta Jean-Luc Godard cuando reclamaba que era “mejor una imagen justa que justo una imagen”.
Pero el Nuevo Orden Visual también nos habla de los peligros de un oficio en vías de desaparición. Aunque, curiosamente, no por su extinción sino por su proliferación. La transformación de la fotografía en un hobby, y de la cámara en un apéndice prácticamente humano (incluso inhumano, pues ya hay mascotas que hacen fotos), ha producido una mutación sin precedentes del lugar de los fotógrafos en el mundo y de las imágenes que tratan de narrarlo.
Si a principios del siglo xx la fotografía era todavía un hecho excepcional y la de fotógrafo una profesión insólita, a principios del siglo xxi la fotografía se manifiesta como un hecho cotidiano y el oficio de fotógrafo está a punto de diseminarse. Si en el Viejo Orden Visual la fotografía era una novedad promisoria, en el Nuevo Orden Visual el delirio fotográfico ha alcanzado tal magnitud que es inconcebible la vida sin los millones de cámaras que se van atestando, segundo a segundo, en el apabullante banco de imágenes que dejará esta civilización a los que vengan después.
En este panorama, Fontcuberta ha decretado el final de este oficio. “¿Cómo puede ser un “oficio” algo que hace todo el mundo?”, ha llegado a preguntarse.
Aunque tal vez el problema de la fotografía no resida en los malentendidos sino en los sobrentendidos. Y es que, bajo su apariencia de avanzadilla de la tecnología moderna, la fotografía ha sido más bien un arte tardío. Digamos que ha tenido un retraso de unos setenta años. Debió ser, tal vez, el arte de la Enciclopedia, el relato visual de la Ilustración, pudo iluminar el Iluminismo. Y debió ser, sobre todo, el arte de la Revolución. Una revolución pintada por Jacques-Louis David es una postal de la antigüedad clásica, una “cita” de Roma, un antecedente de Alexander Deineka y otros pintores del realismo socialista soviético, aplicados en mostrarnos al ser humano perfecto que alguna vez seríamos. No es que un cuadro no pueda pintar la Revolución, es que la Revolución pinta poco en un cuadro. ¿No fue ese, precisamente, el motivo por el cual el muralismo mexicano se lanzó a conquistar las paredes, fuera de las galerías y los museos?
Comparemos El asesinato de Marat y la foto del Che muerto a la luz de esa desavenencia entre fotografía, revolución y pintura. El cuadro de Jacques-Louis David está impregnado de toda la fotografía que todavía no ha llegado.
El retrato de Freddy Alborta arrastra consigo la pintura que ya conocemos (de hecho, nos remite a la Lección de anatomía, de Rembrandt). Marat muere a la espera de una fotografía que está por venir (Carlotta Corday lo asesina de súbito, con la dinámica sorpresiva de un flash). El Che, por su parte, muere después de una lenta espera que tiene un resultado casi pictórico (aunque ya había protagonizado la que, gracias a esa muerte, se convertiría en la foto más reproducida del siglo xx, dispuesta también, por cierto, como un cuadro renacentista).
En cualquier caso, la guerra civil española o la Revolución cubana corrieron mejor suerte que la Revolución francesa (mejor suerte fotográfica). Estos procesos sociales aparecen justo cuando el medio fotográfico está dispuesto para darles la cobertura visual que requerían sus respectivas gestas. Agustí Centelles o Robert Cappa, Osvaldo Salas o Alberto Korda, combinaron la fotografía de guerra y la propaganda, la documentación y la edulcoración, el objeto y el sujeto de esos procesos extremos de la historia que les colocaron ante la encomienda de convertir la gesta en gesto.
En el caso de Cuba, desde sus comienzos revolucionarios, Fidel Castro pudo contar con una nutrida y bien cualificada tropa de lo que podríamos llamar fotógrafos de batalla: Enrique Meneses, Osvaldo Salas, Raúl Corrales, Liborio Noval, Korda, Cartier Bresson o René Burri. Así que no necesitó, como los “países hermanos” del Este, de estatuas gigantescas para expandir la imagen oficial. Para ese fin, la fotografía resultaba mucho más moderna y portátil. Además de contener una ventaja adicional: las estatuas –Stalin, Ceaucescu, Sadam– pueden derribarse; las fotografías, no.
Lo que Fontcuberta define como Nuevo Orden Visual, a mí me gusta llamarlo Iconocracia. Un término que, en principio, apunta a la dictadura de las imágenes pero que enseguida funciona como un ecosistema de poder y contrapoder. La Iconocracia apela, por supuesto, a las imágenes de ese poder; pero también al poder de las imágenes y, no lo olvidemos en ningún momento, a su venganza. En ese sentido, más que en la iconoclasia, el nuevo imaginario parece encomendarse a la iconofagia, término que han compartido Norman Baitello o Alfonso Morales; término que preludiaron Oswald de Andrade o Fernando Ortiz. Un proceso de gestión, y digestión, que apela a una ubicación distinta de la mirada del fotógrafo y a una remoción radical de lo que suele considerarse como objeto fotográfico.
Si en la época del Viejo Orden Visual, los artistas llegaron a situar el arte bajo las prescripciones del agitprop, en el Nuevo Orden Visual los artistas han conseguido licuar el agitprop en las reglas del arte. Hablamos de productores de imaginarios visuales instalados en una época desde la cual Peter Sloterdijk o Paul Virilio han lanzado sus alertas sobre el reto que implica un mundo en el que la cultura visual comienza a sustituir a la cultura escrita como fuente de transmisión del conocimiento. En ese sentido, las imágenes se encargan de armar nuevas retóricas y concederle otros protagonismos a eso que en otros tiempos se llamó “el intelectual”.
Así mirado, la Iconocracia atiende a las imágenes como saber. Pero hay otra dimensión que no debe pasar inadvertida. Y es la que han observado Giorgio Agamben, Miguel Morey o Don DeLillo, quienes nos han advertido sobre la relación entre fascinación y poder (su conexión fascista) que viene servida en esta Era de la Imagen. Es, desde esa magnitud, que la Iconocracia atiende a la imagen como poder.
¿Acaso no vivimos gobernados por íconos? Despertamos y uno nos enciende el mundo. Vamos a dormir y otro nos lo apaga. Da lo mismo que intentemos saber del tiempo o ubicarnos en el espacio: todo es cuestión de pinchar sobre el símbolo adecuado. Si alguien destaca en este mundo, ya no se convierte en un héroe o un mártir, sino en un ícono; la confirmación suprema del animismo contemporáneo.
Con el desplome del comunismo –y con el paso de un PC (Partido Comunista) a otro PC (Personal Computer)–, quedó decretada la Era Digital-Era Global-Era de la Imagen-Nuevo Orden Visual. Cualquiera de estas denominaciones confirman el asalto al poder por las imágenes, su avasallamiento absoluto de nuestra experiencia, con esa proliferación de selfis, fotos y redes visuales de las que no es posible escapar. Imágenes que, bajo la alfombra de millones de reproducciones inabarcables, nos obligan a descubrir los imaginarios de este tiempo.
Ahora bien, si esta es la Era de la Imagen, ¿cuál sería, entonces, la imagen de esta era? ¿Cuál, entre todas, calificaría como el ícono que la definiera? ¿Cuál, en fin, tendría el sello indiscutible de esa imagen capaz de valer más que mil imágenes?
Ahí están los derribos del Muro de Berlín y las Torres Gemelas. Las fotos de la protesta en la calle o el retrato robot del indignado –The Protester–, ya bien pulido por Time para su portada. Ahí están las guerras que persisten en la posguerra fría y alguna estampa de las ciudades después de un atentado. Los millones de selfis diarios y el inefable retrato de turistas que a su vez retratan.
Y ahí está la foto del niño Aylan, muerto en la playa. Esa tragedia recortada de un cuadro gigantesco que engloba a millones de desplazados (y que basta por sí misma para personalizar el malestar de esta cultura).
Todas son imágenes del fotoperiodismo, habituales en eventos como Visa pour l’Image o World Press Photo. Imágenes en las que la fotografía está machihembrada con la realidad.
Pero hay que tener en cuenta, también, a aquellas iconografías que no “ilustran” o “amplifican” (una catástrofe, un récord, una conquista), sino que evidencian, precisamente, la dificultad de entender lo que está pasando. A esa crítica de las imágenes por las imágenes se le ha llamado iconofagia, y su historia contemporánea tal vez pueda entroncarse con aquella conminación de Artaud, cuando reclamaba que nunca fuéramos reales y siempre fuéramos verdaderos.
Ante un hecho tan visualizado como el atentado a las Torres Gemelas, Thomas Ruff se dio a la tarea de aplicarse este ultimátum. Es imprescindible que describamos su estrategia para complicar la percepción que tenemos de aquella masacre del 11-S en Nueva York. A una distancia normal, vemos el edificio ardiendo y todo parece obvio. Sin embargo, a medida que nos acercamos, la fotografía se pixela, queda desenfocada, y deja a la vista una imagen brumosa: un paisaje abstracto de todo lo ocurrido que nos deja perplejos. Resulta, pues, que mientras más nos hemos aproximado, menos hemos podido discernir.
Si Stockhausen llegó a definir ese atentado como la obra de arte perfecta, a Ruff no le interesa la perfección del horror, sino el obstáculo intrínseco para su conocimiento. Allí donde Stockhausen ve, Ruff percibe la ignorancia del que no llega a ver. Y así cuelga sobre nosotros la pregunta sobre esa demolición que no acabamos de comprender, pero ante la cual, por eso mismo, necesitamos creer.
En esa fe radica la manipulación misma de las imágenes –en solitario o en catarata– que marcan esta era.
Si hablar es mentir, como llegó a advertir Foucault sobre las trampas del lenguaje, lo mismo podría decirse con respecto a la imagen.
Fotografiar es mentir.
Al menos, a veces. Al menos, también.
Y esa mentira se multiplica hasta el infinito con cada imagen que compartimos en esta época en la que todo va acompañado por un click.