Por Jorge Gómez Barata
No hace mucho escuché a un científico sostener la tesis de que: “La vida inteligente, presente en la Tierra, es resultado de una infinita sucesión de casualidades”, y al explorar Génesis, el texto sagrado que relata el principio del mundo, nos dice que Dios creó el cielo y la tierra, la luz, las tinieblas, las aguas, el día y la noche, es decir el medio natural y al hombre y la mujer, a los cuales dotó de libre albedrío, y les encomendó crecer (en el sentido civilizatorio) y multiplicarse. En cualquier caso, la historia quedó librada a la espontaneidad.
Apreciado en su conjunto, el socialismo real, inspirado en las ideas marxistas, iniciado por los bolcheviques rusos en 1917, es el único proyecto de ingeniería social integral en toda la historia. La singularidad del intento consistió en romper con la lógica del desarrollo histórico basado en la evolución y la espontaneidad, para entronizar la idea de que era posible construir conscientemente una sociedad enteramente nueva.
Los argumentos de los marxistas en los ámbitos de la economía, la propiedad, las relaciones entre el capital y el trabajo, la distribución de las riquezas, y la justicia social fueron incuestionables, tuvieron aceptación entre la intelectualidad europea avanzada, y le proporcionaron una aceptable popularidad, sobre todo en su apuesta por la clase obrera, entonces obligada a extenuantes jornadas de trabajo en miserables condiciones y retribuida con salarios de hambre.
Con buena lógica, el discurso original estableció la pauta de que para lograr todo eso era preciso tomar el poder político, liquidar a la burguesía, terreno en el cual fueron menos convincentes, sobre todo por la escasa sofisticación de su alegato a favor de la “dictadura del proletariado”, consigna que no resultó simpática en la Europa del siglo XX, a la cual incluso Stalin renunció en los años treinta.
Semejante enfoque no resultó viable, entre otras cosas, porque se trató de desmontar un modo de producir eficiente y estructuras políticas con bases aceptables como la soberanía popular y la democracia, que operadas de modo correcto son viables.
La idea de que la sociedad socialista se construía con arreglo a un plan no era veraz. Aunque cada cierto tiempo cada partido elaboraba su programa, éstos nunca dieron respuestas aceptables. Lo más parecido que se ha logrado es la proyección de China, que sobre la base del desarrollo económico con elementos de mercado, proyecta alcanzar el status de una “sociedad socialista moderadamente acomodada”, y Vietnam, que en plazos relativamente cortos aspira a convertirse en un país desarrollado.
Cuba, que ha formulado tres programas para la construcción del socialismo, se propone hacerlo a partir de una llamada Conceptualización Teórica, presuntamente científica, mediante la cual intenta diseñar una arquitectura social, una economía viable, y un modelo político relativamente avanzado.
En cualquier caso, aun cuando la categoría de “ingeniería social” pueda ser asumida como un elemento de la construcción del socialismo, debería tenerse en cuenta la idea de conservar algunas de las estructuras y reguladoras espontáneas del progreso social.
Por ejemplo, la democracia no es una creación de los burgueses en su beneficio, y el parlamentarismo con representación plural, así como los comicios que ratifican la soberanía popular enriquecen la cultura política y conducen a modelos políticos más perfectos, no son invenciones sectarias, sino frutos de la cultura universal.
La innovación social no consiste en entronizar estructuras diferentes, sino en instalar o perfeccionar las que son mejores, más eficaces y coherentes con las más elevadas aspiraciones humanas. Allá nos vemos.