Guillermo Fabela Quiñones
Si hace medio siglo, después de la dramática balacera del 2 de octubre, que sacudió a la nación a pesar de haberse suscitado en un espacio urbano de reducidas dimensiones, los que estuvieron en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, se hubieran puesto a pensar sobre cómo sería México cincuenta años después, y hoy recordaran lo que entonces pensaron, se darían cuenta que el país creció, no en la dirección correcta como queríamos los jóvenes de aquella década inolvidable, sino de manera torcida y aún más deshumanizada.
En aquellos años estábamos hartos de la Presidencia autocrática, anhelábamos una sociedad progresista donde pudiéramos elegir democráticamente a nuestras principales autoridades; queríamos que el sistema político nos permitiera decidir por nosotros mismos nuestro destino. Pedíamos democracia, sin comillas, como la de los países europeos, no la de los gringos porque era y sigue siendo una fantasía sostenida por un alto nivel de vida y un consumismo enajenante.
Nos sentíamos asfixiados por los prejuicios de una sociedad hipócrita, perversa, cuya doble moral había sido desenmascarada por nuestra generación. Sin embargo, nuestros padres no entendían los mecanismos del poder, embriagados por las oportunidades de ascenso social producto de una economía en constante crecimiento por la sustitución de importaciones y una política industrial con perspectiva de desarrollo, gracias a un sector privado que parecía entender la importancia del nacionalismo y de hacer valer lo “hecho en México”.
Sin embargo, el régimen no aceptaba ni por asomo la necesidad de abrir posibilidades de cierta libertad a sus organizaciones enclavadas en un corporativismo férreo. No había manera de que aceptara la germinación de la semilla de una democracia que no fuera entre comillas. Cada mandatario había puesto su parte para hacerle ver al pueblo que debía aceptar los designios del “Tlatoani”. Porque así debía ser y para eso se estaba forjando una sociedad con mejores niveles de vida.
El Estado de bienestar estaba demostrando sus beneficios sociales y económicos, por tanto la clase política se había ganado el derecho de regir la vida de los mexicanos, con el apoyo, desde luego, de la elite empresarial ligada a intereses extranjeros. Cada jefe del Ejecutivo, después del mandato del presidente Lázaro Cárdenas, había demostrado que no había otra ruta en México que la de la Revolución, tal y como la querían los mandamases de Washington y Wall Street. Para lograr equilibrios indispensables estaba la no escrita “ley del péndulo”, que se llevó a su extremo en los sexenios de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz.
Con este último, el sistema político se inclinó hacia la derecha sin ningún miramiento, situación que alteró el funcionamiento de una maquinaria que operaba sin fallas ostensibles. La coincidencia se dio en un mundo occidental en el que la juventud de los años sesenta, también estaba harta de la hipocresía de sus padres, de su absurda obediencia a instituciones caducas, útiles para mantener un statu quo pervertido por la codicia.
Medio siglo después, la realidad del mundo y de nuestra nación es aún más lamentable. El modo de producción capitalista se encontró de pronto sin rivales, sin la odiada Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), con China metida en un berenjenal interno que parecía no tener solución, y los países llamados emergentes sin posibilidad alguna de decidir por sí mismos su destino. En ese momento, el capitalismo vio la oportunidad de quitarse su careta de “humanismo” y se dedicó a depredar al mundo y a esquilmar a los pueblos. Por eso inventó el neoliberalismo.
En los años sesenta se logró la derrota del imperialismo, no sólo en lo militar por un pequeño país milenario tercermundista (Guerra de Vietnam), sino en lo ideológico por todo lo que significó ese sangriento y absurdo conflicto, lo cual desencadenó la liberación política de muchos pueblos del Tercer Mundo subyugados por imperios tan crueles como poderosos. La juventud no podía quedarse callada, el pretexto para gritar era lo de menos, lo importante en esa hora histórica era manifestar un profundo descontento imposible de refrenar. Y así se hizo.