Iván de la Nuez
Ya están a nuestro alcance las bicicletas inteligentes, los televisores inteligentes, los automóviles inteligentes, los refrigeradores inteligentes y las casas inteligentes.
Los anuncios no paran de proponerlos y las tiendas no paran de venderlos: en menos de cinco años, este negocio estará moviendo unos 50,000 millones de euros.
Si hasta hace poco, el rasgo de la inteligencia era exclusivo de los humanos (que a su vez lo atribuían a algunos animales), resulta que ahora se ha trasladado (gracias a las nuevas tecnologías) a objetos, artefactos y entornos no humanos.
Así como en otros tiempos se llegó a hablar de diseños o medios de transporte “revolucionarios”, hoy la definición que lo cubre todo es esa acreditación de la inteligencia en ámbitos artificiales.
Ahí tenemos a las famosas “Smart Cities” o Ciudades inteligentes, que resumen el sueño de la nueva conectividad. Desde la lavadora hasta la alarma doméstica, pasando por la descongelación de alimentos, el pago de las facturas, la sincronización de los parquímetros, el tiempo de hacer deporte y cualquier otra disposición de nuestra vida diaria.
Antes, un animal era considerado inteligente porque se parecía al humano y, todavía más, porque le obedecía. De ahí los aplausos a tigres, delfines o perros amaestrados. “Mira que es inteligente”, decíamos, cuando en realidad queríamos expresar: “mira qué dócil se ha vuelto”.
Si esos animales hacían lo que los humanos querían, ahora los objetos inteligentes nos llevan a hacer lo que ellos quieren: cocinar una pizza, estacionar el auto, gastar unas calorías, ser puntuales. Digamos que actúan como un suplemento que nos lleva a hacer, no tanto lo que deseamos, sino lo que se supone que necesitamos. Son mecanismos dispuestos para estandarizar nuestros hábitos.
Bajo esta mutación, lo que queda marcado es, sin duda, la independencia de estos aparatos.
Siguiendo una serie como “Black Mirror”, uno entiende que “lo inteligente” funciona como un estilo de vida posthumano. Como una encarnación de aquel juego virtual, Second Life, en el que cada vez más nos pareceremos a unos robots que ya nos están diseñando a su imagen y semejanza.
No debe ser casual, entonces, que los programas pedagógicos estén desterrando la filosofía, el arte o eso que solíamos llamar “Humanidades” de sus programas de estudio. ¿Para qué enseñar Humanidades donde estamos liquidando la humanidad?