Jorge Lara Rivera
“La muerte llegará un día u otro a los hijos de esta tierra ¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre que la de enfrentar su terrible destino defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?”
‘Horacio’*, “Cantos de la Antigua Roma” (Lays of Ancient Rome) de Thomas Macaulay.
(*En el 508 a. C., Horacio Cocles detuvo en solitario al ejército etrusco mientras sus compatriotas demolían el puente Sublicio para impedir que cruzasen el río Tíber y llegaran a Roma.)
Agosto podrá ser el mes de la juventud en nuestro país, pero el de septiembre es en donde se le da todo su valor. Amor por su Patria hasta el sacrificio se lo valieron. Vacilante a veces y desunido en otras, pero siempre perseverante en su ideal de libertad y justicia nuestro pueblo, tras casi 2 siglos de vida independiente, ha construido su autoimagen ideal echando mano, como cualquier otro país, de lo que le ha sido necesario para sobrevivir.
Ahora, con la posibilidad de consultar fuentes diversas nos encontramos con que algunas cosas fueron mejoradas –alteradas– por la historia oficial. Durante la llamada Guerra Gringa (1846-1848), la Intervención Norteamericana que tuvo lugar poco luego de la guerra por Texas, librada contra Estados Unidos y perdida por México bajo la pésima conducción de Antonio López de Santa Anna, una serie de episodios en que el pueblo jugó un papel verdaderamente heroico tuvieron lugar.
Si uno se sube al metro capitalino desde el Zócalo y recorre las estaciones parece que viaja en el tiempo hasta esos días de fuego, sangre, amor patrio y desesperación. Padierna, Churubusco, Molino del Rey, Chapultepec. Precisamente, aunque entre acre controversia, los últimos años ha proseguido la conmemoración de la gesta allí ocurrida, envuelta entre la historia y la leyenda y cierta corrosión nutrida por internet.
No obstante… Corría el año 1847, las tropas invasoras estadounidenses avanzaban incontenibles pese al valor popular mostrado, mientras nuestros líderes se desentendían de lo importante enfrascados en la mezquindad de sus disputas políticas. Era el 13 de septiembre y tocó turno de resistir al Colegio Militar cuya sede era el llamado Castillo de Chapultepec, donde 37 cadetes, 800 soldados mexicanos y el Batallón de San Blas (con 400 hombres) bajo el mando del Teniente Santiago Xicoténcatl, y asimismo el coronel yucateco Juan Crisóstomo Cano y Cano, enfrentaron la muerte en una batalla desigual. Aunque la carnicería fue mayúscula pues el ejército americano estaba formado por profesionales y veteranos, y superaba por mucho en número a los defensores, la Historia sólo ha recogido algunos nombres; entre ellos: Agustín Melgar, Fernando Montes de Oca, Francisco Márquez, Juan de la Barrera, Juan Escutia y Vicente Suárez, quienes representan frente al tiempo y el olvido “el honor, el orgullo y la dignidad” (permítase la paráfrasis de un verso de Pablo Neruda) de nuestros muchachos.
Se precisa que éstos no eran “niños” sino jóvenes cuyas edades fluctuaban entre los 13, 14, 18 y 20 años (“Los Niños Héroes”, de José Manuel Villalpando) y sobre el pasaje de la bandera en que alguno se envolvió para evitar que la mancillara el invasor ahora se afirma que no fue Juan Bautista Pascacio Escutia Martínez (de quien Villalpando, asegura no era cadete, sino un soldado), pero sí ocurrió algo parecido, cuando el capitán Margarito Zuazo del batallón Mina envuelto en nuestra Enseña Nacional, tal refiere actualmente Alejandro Rosas (conocido historiador partícipe del programa ‘El refugio de los conspiradores’). Aunque la Bandera Nacional fue retenida por las tropas estadounidenses, conocidas las circunstancias hubieron de devolverla a México y se exhibe en el Museo de las Intervenciones de la Ciudad de México.
Pronto serán 200 años de esos sucesos. Hemos crecido y podemos encarar la verdad. Esa guerra ocurrió, la masacre fue real, la participación de nuestros jóvenes está fuera de toda duda. Con eso basta para honrar en los nombres conocidos la memoria de los caídos anónimos. No seamos tan mezquinos como para negar a nuestros valientes lo prometido por el Himno Nacional: “Un laurel para ti de victoria,/ un sepulcro para ellos de honor”.