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Opinión

El espejismo humanista: La vida misma

Uuc-kib Espadas Ancona

Dentro de los derechos humanos cuya protección estatal descansa en criterios institucionales -reconocidos internacionalmente como normas- pero que se riñen con concepciones sociales más o menos extendidas, destaca el derecho básico del ser humano, el de la vida. Es con base en este derecho que todos los demás tienen sentido. Ha sido, por tanto, el centro de la evolución de los derechos humanos, siendo la erradicación de la pena de muerte su gran parámetro, su buque insignia. En el civilizado mundo contemporáneo, sin embargo, la vida humana no goza del prestigio público que uno quisiera esperar. La reciente tragedia de Tlahuelilpan fue una muestra cruda de esta realidad.

“Es lamentable que hayan perdido la vida, pero eso no cambia la naturaleza de sus actos”. “Muchos nos negamos a victimizar a necios y criminales”. “[México], único país del mundo en donde los familiares de los rateros piden indemnización por morir durante el robo”. “Por mí que sigan ardiendo en infierno que es a donde van los que se portan mal, y que todo aquel que siga robando combustible, que sea calcinado!!!”. Estas y muchas otras expresiones semejantes infestaron la fea cantina del Feis, donde gente de todos los signos, a todas horas, hace estriptis moral. Más allá del revelador exabrupto, la realidad es que la tragedia humana del 18 de enero expuso una extendida y básica forma de pensar. En la creciente polarización política y de opinión del país, es muy significativo que el debate de la manera como socialmente se generan estos acontecimientos se vea reducido a derivar de él aplausos o recriminaciones al gobierno federal. Más allá de quién pueda tener razón en este debate, me parece que vale la pena considerar lo que dice de nuestra sociedad en relación a las garantías que el derecho a la vida debe, o no, tener.

Cuando se festeja que un muchacho de 15 años haya muerto abrasado porque eso ocurrió mientras delinquía, es que se tiene, por decir lo menos, una pérdida total de la noción de proporcionalidad que legal y humanamente se debe reconocer entre el delito y la pena merecida. Este criterio es sostenido, con frecuencia, bajo el argumento de que, no importa el monto, cualquiera que roba es ladrón y merece penas igual de severas. Se propugna porque se penalice en la misma medida a quien hurta un marrano que a quien se apropia de un campo petrolero, aunque en la práctica se está de acuerdo conque sólo el primero sea efectivamente castigado. Esa capacidad de disfrutar el monstruoso y fatal sufrimiento de otra persona, esa ausencia total de empatía, no puede coexistir con el reconocimiento de su derecho a vivir como un valor, no digamos supremo, ni siquiera significativo frente a, con gran frecuencia, derechos éticamente subordinados, como es el de propiedad. Se considera no sólo legítimo, sino debido, que quien afecta la propiedad de otro, aun sea por un monto de 200 pesos, tendrá un justo castigo si muere en medio de atroces dolores, aun si no tiene edad suficiente para ser legal y humanamente responsable pleno de sus actos.

Quisiera creer que el desprecio a la vida ajena es una condición característica de la derecha fascista. No es así. Bien que con fuertes diferencias, expresiones de esta falta de valoración se encuentran a lo largo y ancho del espectro político e ideológico. La subsistencia de la pena de muerte tanto en Estados Unidos como en Cuba ilustra esta condición. En el caso mexicano, espero, sin demasiada fe, que el espejismo se perpetuará y que, despreciando legítimamente los sentimientos y deseos de lo que parece ser una amplia mayoría social, la proscripción de la pena de muerte se mantenga permanentemente en la Constitución. Sé, sin embargo, que ese texto no es inmutable, y que hay voces en la sociedad civil y en la política que, por convicción o irresponsabilidad, promueven el restablecimiento legal del castigo capital. Ahí están las propuestas formales del PVEM o de El Bronco, y las afortunadamente aún informales propuestas de seguidores de la izquierda que, por ejemplo, promueven en redes sociales la pena de muerte a “los corruptos”.

Por su parte, el cristianismo, en sus distintas expresiones, no parece ablandar el corazón de la mayoría de sus creyentes. La idea básica de que la privación de la vida es una opción moralmente válida se extiende ampliamente y más allá de las peores faltas, hasta incluir, como es el caso de la tragedia que comentamos, el más pequeño robo, el de 10 litros de gasolina. No se encuentra una contradicción, al menos íntima, entre ir a misa el domingo y ser capaz de disfrutar el calcinamiento en vida de un niño.

Este desprecio a la vida, que se traduce en distintas expresiones de violencia social cotidiana, está acá hace mucho tiempo. Y no va a cambiar próximamente.

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