Víctor Salas
La respuesta a la pregunta que da título a la presente nota, de muchas maneras tiene relación con los estímulos que impulsen tal necesidad. Ahora bien, ¿esa necesidad es intrínseca al individuo, o se desarrolla de acuerdo a mecanismos familiares y educativos? ¿Todos necesitamos tales impulsos vitales en la misma medida o ella varía según la esencia de cada ser humano?
He observado que de acuerdo a la clase social, las formas de dar, recibir y asumir los estímulos para la vida son distintas; por ejemplo, en la clase social económicamente desarrollada, las madres se hacen cargo de manera plena de la educación de los niños.
Una señora joven de un grupo social como el mencionado, tiene a su bebé en brazos y lo cuida personalmente, cuando llega la edad escolar, el niño siempre va a la escuela acompañado de su mamá y esa situación es invariable en la primaria, la secundaria y la preparatoria. La variación de tal circunstancia se inicia en cuando al llegar a la juventud ese ser humano ingresa a la carrera universitaria.
En esas condiciones, el niño siempre recibirá caricias y cariños, escuchará consejos maternales y tendrá, entonces, una tabla de valores morales que le servirán en su adultez y su futura responsabilidad como gestor de una nueva familia. Los conflictos de ese ser humano serán los correspondientes a la formación de su propio criterio y manera de ser y actuar, que temporalmente lo enfrentarán a sus padres.
Los jóvenes matrimonios de la realeza europea contemporánea, a pesar de que sus hijos tienen a la “nani” o la nurse, son las princesas quienes llevan en sus brazos a sus vástagos, se hacen cargo de su educación, les toman la tarea, los llevan a la escuela y siempre están con ellos para ayudarlos en cualquier necesidad.
Tanto en la sociedad meridana como en la europea, las señoras que viven pegadas a sus hijos, que los cuidan y los guían, jamás expresan alguna inconformidad por su condición de ser madres de tiempo completo o estar permanentemente junto a sus hijos. Por el contrario, se les escucha decir: “prefiero mil veces estar junto a mi hijo que ponerlo en manos ajenas”.
En el otro lado de la vida familiar, tenemos a aquel en el cual ambos padres tienen que laborar para sostener a sus hijos, la separación es brusca y drástica porque la fatiga causada por la faena laboral se convierte en mal humor y en poca paciencia para resolver las necesidades de un infante. Lo normal en esas relaciones es el divorcio o el abandono de la familia por alguna de las partes; las dosis de afecto, cariño y atención para infantes de ese sector social, son mínimas.
En la vida moderna de Mérida, es normal escuchar decir a los adolescentes o jóvenes de la clase social de economía apretada que se salieron de su casa porque su mamá metió al novio a vivir con ellos; la desorientación humana, la incapacidad para una vida optimista se asoma de inmediato en el horizonte de esa juventud, que resuelve sus necesidades sentimentales con un embarazo prematuro. En esas condiciones de ausencia de sólidos valores morales, ese ser humano va pisando los límites del desarraigo y el desastre, asoma entonces perfil de las soluciones radicales, cegarse la vida, por ejemplo.
¿Cuánta gente de economía asegurada se lastima o se daña físicamente, cuántos hijos de nobles europeos se quitan la vida o tienen conflictos con sus padres? Por el contrario, en nuestro medio ambiente, el suicidio se ha convertido en una realidad que pasma, asombra y no se explica.
¿Habrá alguna forma de mantener el amor de la unidad familiar en el sector social de economía restringida en Yucatán? ¿Reducirían los suicidios con el alimento del amor familiar y la guía constante de los padres?