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Opinión

Gobernar por rutina

Uuc-kib Espadas Ancona

Escuchaba yo, hace un par de días, los comentarios de dos personas inteligentes y letradas sobre la candidatura de Cecilia Patrón Laviada a la dirección del Comité Municipal del PAN en Mérida. El argumento que, con mucho, más me llamó la atención y me pareció digno de análisis reza más o menos lo siguiente: Evidentemente, la intención de la diputada no es dirigir una instancia partidista, sino columpiarse desde ella a la candidatura para alcaldesa. Esto es reprobable porque Renán está haciendo un buen trabajo, por eso volvió a ganar la elección, y sólo puede crear problemas a su partido.

El argumento, que me parece refleja en buena medida la forma de pensar de muchos simpatizantes del blanquiazul, yerra en varios puntos. Creer que las elecciones son una calificación técnica de la calidad de un gobierno sólo se puede fundar en una visión idílica de estos procesos y de los votantes. En la vida real, los políticos, Renán, Angélica, Rolando o Vila, han ganado elecciones por muchas cosas, ninguna de las cuales tiene que ver con la calidad de su ejercicio de gobierno, mucho menos con los resultados obtenidos. El grueso de los electores, lo diré con todas sus letras, es profundamente ignorante de lo que le toca hacer a quien desempeña un cargo público, y otro tanto de lo que cada uno realmente hizo o dejó de hacer en él. Cualquiera que haya salido a la calle a entrevistar a sus vecinos, se podrá percatar que la inmensa mayoría desconoce prácticamente cualquier acción de gobierno que no resulte especialmente mediática en el momento mismo de preguntar. Pasados tres o seis años, sólo algunos hechos, especialmente los más escandalosos, que no suelen ser los más importantes, permanecen en la memoria de la gente. Esto es absolutamente normal en México o en Suecia. Más aún, con no poca frecuencia es justamente en los países ricos donde menos atención se pone a los actos rutinarios del gobierno: la gente no identifica con éste sus condiciones de vida, entre otras cosas porque unos van y otros vienen, y aquéllas siguen iguales. Incluso, la participación electoral suele movilizar mucho más, y generar mayores expectativas en los países pobres, donde los gobiernos han demostrado fehacientemente que pueden lograr muy poco en favor de su población, pero sin duda, también que la pueden hundir en la miseria, la violencia y la corrupción en tiempos récord. Ahora bien, la mucha atención de los ciudadanos a las elecciones no significa que ésta esté ligada a un proceso de valoración detenida, objetiva y racional del quehacer de los distintos candidatos, sino a otros factores que, en la vida de las personas, aparentemente les han resultado instrumentos adecuados para navegar por la vida, en función de sus aspiraciones. Así, por ejemplo, los dos mayores momentos de expectativa electoral en los últimos cuatro sexenios, la elección de Fox y la de Andrés Manuel, se explican mucho más por un notable hartazgo y un extendido enojo con el estado de cosas que con una generalizada valoración racional de pros y contras de las distintas opciones. En todo caso, el enojo era el factor común entre la mayoría de los votantes, no el conocimiento profundo de los actos o proyectos de gobierno de los candidatos. Este conocimiento, por cierto, tampoco era común entre los votantes de los candidatos derrotados. Las personas, simplemente no valoran sus opciones electorales de la forma en que un banco decide si prestarle dinero o no a un cliente; confluyen en la decisión numerosos factores, pocos de los cuales tienen que ver con evaluaciones sobre el desempeño profesional del político involucrado.

En el caso de Mérida, pretender que el PAN se ha mantenido en el gobierno en virtud de las cualidades de sus gobernantes es, simplemente, no tener la menor compasión por la realidad. La mayor parte de sus habitantes padecemos múltiples deficiencias básicas en la calidad de nuestra vida urbana, sin que eso se haya traducido en un voto de castigo hacia ese partido. La filiación partidista, muy especialmente la del los panistas en Mérida, puede entenderse mejor si pensamos en la relación de las personas con su religión. La fe en ésta trasciende con mucho los actos concretos de uno, dos o todos los curas. En la grey prevalece la noción de que los dirigentes eclesiásticos son humanos imperfectos que malamente encarnan sus ideales. De este modo, si uno, dos o tres mil curas son descubiertos en la sistemática violación de niños, esto no los lleva a dudar, no digamos de su creencia en un dios, sino de la propia Iglesia. Los actos impropios de un individuo no son suficientes para minar su convicción de que esa Iglesia, la suya, es el camino de la salvación. Las convicciones partidistas, en general, son semejantes, pero en el caso de Mérida esta lógica se expresa con claridad experimental. No importa lo que hagan los panistas en el gobierno, eso no hace dudar al grueso de sus votantes de que ese partido es realmente la mejor opción política para su país. Más aún, la virtud de los panistas en esta ciudad se mide, en caso de crisis, no en sus virtudes y defectos, sino por contraste con la alternativa, hasta 2018 el PRI, cuya malignidad esencial está fuera de toda duda, haciendo permisible la falta que sea de cualquier aspirante panista.

Esta lógica no es perfecta, desde luego, ni es suscrita por todos los simpatizantes de un partido, en este caso particular el PAN, sino sólo por una mayoría, más o menos amplia, dependiendo de muy diversos factores. Esto explica por qué, tras tres décadas, la corriente electoral del blanquiazul en la capital yucateca ha perdido, muy gradualmente, una tercera parte de sus votantes, pasando del orden del 60% de los sufragios al del 40%. Una dinámica semejante, en las condiciones políticas previas, hubiera significado una catástrofe para este partido en 2018, donde sus porcentajes bajaron a niveles históricos; sin embargo, lejos de ello, tuvo, en términos de los cargos obtenidos, uno de sus mejores resultados, ganando la gubernatura y conservando la alcaldía de la capital. Esto se debió, sin lugar a la menor duda, a que el bloque social con el que históricamente el panismo se había confrontado, y que electoralmente se expresaba sobre todo a través del PRI, se dividió, transitando muchos de sus electores a MORENA. Cuatro de cada diez votos le sirvieron así para hacerse de los más importantes puestos ejecutivos del estado, algo imposible apenas en 2012.

Esto significa que, para valorar la calidad del trabajo de Renán, o de cualquier otro, los votos obtenidos son totalmente irrelevantes. (Además, en caso contrario, significarían que salió reprobado, pues muchos más ciudadanos votaron por otros candidatos que por él). En cuanto a sus resultados, lo primero que hay que decir es que son limitados, por decir lo menos. El brutal desorden y deficiencia urbana de Mérida no se le puede facturar a Renán Barrera, pues tres años son insuficientes para generar un caos como el existente. Quien por el contrario no puede evadir su responsabilidad es el PAN, gobernante desde 1990, y autor principal de este modelo fallido de ciudad. También es verdad que no todo el desorden se puede achacar al ayuntamiento de Mérida. Los diversos gobiernos del estado han colaborado entusiastamente en esta labor, como lo muestran la vialidad desastrosa y la expedición de licencias de manejo sin necesidad de saber conducir, por poner sólo dos ejemplos.

Esto, por otra parte, tampoco significa que los últimos alcaldes panistas, Vila y Barrera, no tengan una responsabilidad funcional en la construcción de una Mérida inhabitable. Más allá de actos de notable ilegalidad o injusticia (como endeudar a la ciudad por más de 500 millones de pesos, sin más razón que la de satisfacer la exigencia de donantes de campaña de que se les repusiera una compra que siempre sintieron suya como patrimonio, la de las luminarias; o cancelar su fiesta más popular e interclasista, el carnaval) la culpa de los panistas, hoy también en el gobierno del estado, es la auto-complacencia con el triunfo electoral, que los lleva a pensar, cuando se ven al espejo, que son grandes gobernantes.

Los espejos, como desde niños nos explicó Blanca Nieves, mienten, y ésta no es la excepción. Mérida va mal, muy mal. Que no nos estemos matando unos a otros, todavía, no tiene nada que ver ni con Renán, ni con Vila ni con Rolando, ni siquiera con Saidén, así somos los yucatecos; pero la administración por rutina y nota de prensa se traduce, simplemente, en la inacción ante problemas estructurales de la ciudad que cada vez son más graves. Lo peor de esto es la profunda concepción de que gobernar bien es hacerlo sin cambiar grandes cosas, satisfaciendo las demandas de los dueños del dinero, de no aplicando leyes y reglamentos para que los votantes no se enojen. Gobernar por rutina, pues. Pasar de largo sin sobresaltos y con los aspavientos justos, que ya los votantes dirán cuánto celebran lo que hacemos y lo que dejamos de hacer.

Así, pues, en principio, no me parece mal que Cecilia Patrón quiera competirle internamente a Renán la alcaldía en 2021, y menos me lo parecería si presentara un plan de cambios básicos de los que Mérida está urgida. Sé, sin embargo, que tal cosa no va a suceder. Cecilia no le apuesta al hartazgo de los ciudadanos, que a juzgar por su voto están muy conformes con vivir sin banquetas, caminar kilómetro y medio por el autobús, y navegar en aguas negras para cruzar cualquier casi calle en época de lluvia, sino a que cuando la lucha sorda entre Vila y Renán se vuelva estridente, éste sea reventado por su partido, como ya ocurrió en 2015. En ese escenario, ella sería la que gobernaría por rutina y con los halagos del espejo; no tengo razón para pensar que busque otra cosa.

Mal por Mérida que ésa sea la perspectiva dentro de un partido que, gracias a la fragmentación de sus oponentes, tiene todas las posibilidades de conservar el ayuntamiento en la próxima elección, independientemente del desorden urbano que ha añejado a lo largo de más de un cuarto de siglo.

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