Que el Estado es un mastodonte difícil de abatir bien lo saben los marxistas (que no han podido extinguirlo aunque lo prometieran en sus orígenes), los anarquistas (que no han podido demolerlo aunque hicieran de ese empeño su razón de ser) y los neoliberales (que no han parado de esquilmarlo aunque siempre lo señalaran como el principal enemigo). Tema nuclear en el debate sociológico de los años ochenta del siglo pasado, su presencia en la controversia teórica posterior ha ido reculando.
Las polémicas actuales se han desplazado a los avatares del Mercado, la globalización, la cultura, el pueblo o las batallas de género (todos temas de la mayor importancia). Así que los nombres de Mark Lilla, Thomas Piketty, Virginie Despentes, Alan Badiou, Judith Buttler, Ernesto Laclau, Naomi Klein o Yanis Varoufakis han sustituido a los de Nikos Poulantzas, Ralph Miliband, Juan Carlos Portantiero o Catharine MacKinnon, que hace treinta años dirimían la posible implosión del viejo Leviatán de Hobbes. A Octavio Paz definiéndolo como un Ogro Filantrópico y a Ronald Reagan señalándolo como El Problema.
En esos tiempos, el Estado se convirtió en un asunto candente gracias al contrato antisocial del neoliberalismo, que lo defenestraba en lo económico a la vez que lo reforzaba en lo represivo. Por eso David Harvey siempre apuntó a la China de Deng Xiaoping y al Chile de Pinochet como los lugares de nacimiento, en los años setenta, de ese neoliberalismo que consiguió fundir el mercado extremo con el autoritarismo extremo.
No puede negarse que aquel era un momento excepcional para debatir sobre un Estado en situación crítica. Pero… ¿acaso no lo es éste también?
Ya sabemos que el Comunismo, que llevó el poder del Estado al paroxismo, se desplomó como sistema. Y ya sabemos que la socialdemocracia, que mantuvo fuerte su presencia para regular la desigualdad, también se ha venido abajo. Así que, en un presente en el que incluso se habla de post-democracia, llama la atención que el Estado no se discuta como algo más que un dispositivo para paliar la injusticia social, ejercer la represión o marcar las fronteras nacionales. ¿Cómo no poner en la cima del debate a este gerente del capitalismo clientelar de los nuevos estilos económicos?
Esto es lo que ha hecho, por ejemplo, el sociólogo norteamericano Clyde W. Barrow, invitándonos a pensar el Estado que vendrá tras la globalización, así como a actualizar las polémicas entre Poulantzas y Miliband. Un ejercicio de esta naturaleza implicaría volver sobre esa máquina donde se insertan las piezas de una nación, su burocracia, su aparato de partidos y su funcionariado.
Quizá este regreso nos ayude a entender por qué tantas promesas electorales hacen agua una vez que sus adalides llegan al gobierno, por muy buenas intenciones que los hayan llevado hasta allí. O por qué quienes prueban esa droga llamada poder no se desenganchan ni aunque les prendan fuego, por muy malas consecuencias que les haya deparado semejante viaje.
Si aceptamos que hay estados fallidos, narcoestados, paraísos fiscales, teocracias, naciones sin estados o estados post-nacionales... ¿qué mejor que darle a este asunto un rango protagónico?
Valdría la pena que nuestras y nuestros teóricos se animen a ello, no sea que mientras nos dedicamos a otras cosas, el poder se deslice hacia otro escondite y ya no sepamos desde dónde nos está dominando.