Opinión

Gases y otros Espíritus

Uuc-kib Espadas Ancona

Mauricio Vila presentó su primer informe de gobierno; y la información más atendida por el público al respecto es que la policía bajo sus órdenes tiró una granada de gas lacrimógeno sobre una manifestación pacífica en contra de los nuevos impuestos por él decretados. Los acontecimientos abren distintas líneas de debate, como el del uso de medidas coactivas desproporcionadas, la presencia de agentes policiales vestidos de civil en la manifestación, el grado de confrontación de los manifestantes más agresivos, o la responsabilidad que, en cualquier circunstancia, recae en última instancia en el titular del Poder Ejecutivo. Sin embargo, más allá de esos puntos, de innegable importancia en la vida pública, los acontecimientos revelan la forma de concebir a la sociedad, el poder, el uso de la fuerza por el gobierno y hasta las elecciones.

Entre los votantes de la sólida derecha emeritense, los argumentos justificantes del acto de represión surgieron antes que cualquier evidencia para sustentarlos: que la manifestación se violentó, cuando la máxima violencia de los radicales fue jalonear, con increíble éxito, las vallas con las que se bloqueaba su paso, defendidas por unos policías tan asustados como incapaces de sostener sus líneas; que era necesario porque de no hacerse la turba se hubiera salido de control, con riesgo para los turistas y las instalaciones hoteleras, aunque esto no haya ocurrido por décadas en este tipo de protestas; que MORENA pagó provocadores y giró consignas para violentar la manifestación, y que por tanto era imprescindible disolverla por la fuerza, bien que no se exhibe ninguna evidencia al respecto; que fue una provocación montada y que ingenuamente Vila cayó en la provocación, sin más dato que la conjetura, y otras del mismo tipo.

No deja de llamar poderosamente la atención que las voces de este amplio bloque social, identificable con las bases sociales más firmes del panismo, sean, con ajustes e inexactitudes, las que en 2011 reclamaban actos de lesa humanidad por el uso de gamberros para disolver el plantón organizado por el PAN para impedir las obras de la Glorieta de Burger King, alias de la Paz. Por cierto que, en este caso, la indignación no asumió el argumento de la provocación, que fue abierta y virulenta, como lo mostraron los videos que exhibían a diversos funcionarios panistas confrontando a los trabajadores de la empresa a cargo. Adicionalmente, esa indignación no perdió el pragmatismo político, pues de manera totalmente conciente, lejos de concentrar sus ataques en la responsable de los actos, la gobernadora Ivonne Ortega Pacheco, los enfocaron sobre la entonces alcaldesa, Angélica Araujo Lara, que si bien no tuvo ninguna participación en los actos represivos, era la puntera en la disputa por la gubernatura y generaba réditos electorales atacarla.

Lo que resulta verdaderamente preocupante, tras la nueva experiencia, es constatar que la mayoría de las voces opinantes, de uno u otro lado del espectro político, están dispuestas a justificar la violencia ilegítima contra los ciudadanos cuando ésta se ejerce por los gobiernos de su partido. Si en 2011 sólo escasísimos priístas reprobaron el uso de porros contra los manifestantes -que en su mayoría no eran los provocadores panistas- y no pocos de los que sí lo hicieron veían en ello la posibilidad de descarrilar a su principal contendiente interna, como en efecto ocurrió, en 2020 pocos partidarios del PAN reprueban la represión ejercida por Vila a través de la policía sin justificarla al menos en alguna medida. Y también están los que ven en ello un instrumento útil en la disputa interna de su partido. No hay pues una disposición de las fuerzas políticas, que sí representan a la inmensa mayoría de la sociedad, ni en la propia ciudadanía, de rechazar la violencia política por sí misma, aun cuando la víctima sea el adversario.

En cuanto a la concepción de la autoridad, el panorama es semejante. Si Ivonne justificó que la policía permitiera que el lumpen contratado al efecto golpeara a los manifestantes bajo el impresentable argumento de que se trataba de un pleito entre particulares, hoy el gobierno da la no menos impúdica versión de que se trató de un policía de bajo rango que actuó por su cuenta. Escurrir la responsabilidad de los propios actos atribuyéndosela a terceros, que son los propios operadores del menor nivel jerárquico, es una práctica política cavernaria inadmisible a estas alturas de la pretensión democrática.

Finalmente, están las concepciones del propio gobernador. En un afán de hacer del informe su festejo, al estilo de los viejos informes presidenciales, consideró que el recinto de la Soberanía del Estado, el Congreso, no le era suficiente, como tampoco lo fue para su toma de posesión, que llevó a cabo en el teatro Peón Contreras. El protocolo y el informe mismo tuvieron como centro el roce con las elites políticas y económicas, considerando el descontento de algunos sectores como un asunto básicamente irrelevante que, llegado el caso, podría contenerse con algunos macanazos, para lo que se dispusieron barreras metálicas en plena zona turística, la menos indicada para un acto político potencialmente conflictivo. La marcha estaba anunciada de días atrás y no hubo más planteamiento ante ella que el eventual uso de la fuerza, como en efecto ocurrió. En este sentido, hay que reconocer que el gobernador es totalmente consecuente con su condición de militante de la derecha. En esta perspectiva, el momento de los ciudadanos ya pasó, fue el día de la elección, y ahora lo que a éstos les toca es callar y, si no aplauden, al menos que obedezcan.

Los hechos, diría Perogrullo, son los que son y tienen la importancia que tienen; pero las concepciones sobre las que actúan los políticos son las que orientan sus acciones y nos permiten entenderlas. Son también el eco de una sociedad que, además de seguir siendo profundamente autoritaria es también hondamente facciosa, por lo que a cada camarilla sus bases les toleran actos inadmisibles en democracia y en derecho.