Leonel Escalante Aguilar* “Tal vez, piensa Risa, haya un modo de hacer que esta vida funcione. O tal vez no lo haya. Pero, en aquel momento, no hay nada más maravilloso que perderse en los sonidos de la música. Ya se le había olvidado lo delicioso que resultaba”. Neal Shusterman, novelista estadounidense. 1962
VALLADOLID, Yucatán, 17 de febrero.- Los cambios y avances tecnológicos nos han hecho perder en la memoria aquellos sonidos que fueron parte esencial de nuestra vida cotidiana. Normalmente no pensamos la ligereza con que se han ido, y tal vez sea por el trajín habitual y la rutina que no nos permite darnos cuenta que muchos de esos sonidos, que marcaron una generación, se han ido para siempre.
El sonido es un fenómeno físico que estimula el sentido del oído y cualquier objeto o efecto que ocasione vibraciones audibles es suficiente para producirlo. Aquellos que siguen sonando cual memoria sonora en mis nostálgicos registros son los que llegaban a través de mi ventana en esos ya lejanos tiempos de la infancia: La campana de don Isidrín, el sorbetero que desde una esquina atrás se dejaba oír y que nos daba el tiempo justo para correr y convencer al abuelo que nos comprara uno de coco o de guanábana en una deliciosa y crujiente barquilla dulce; cómo olvidar el silbato del afilador de cuchillos con su pausado andar entre las recién adoquinadas calles, o aquel carretillero con ese crujir característico de sus ruedas, que traía desde la vieja estación del tren la pesada mercancía que dejaba justo en la “escarpa” de “La Puerta del Sol”, tienda del tío Ernesto Escalante.
Fui un niño de oídos aguzados, siempre atento a todo lo que a mi alrededor encontraba, disfrutaba observar los enormes laureles del parque central y encontrar entre sus frondosas ramas, guiado por el trinar de algún polluelo, el nido de los kaues, que en esas inolvidables tardes gremiales de octubre volaban despavoridos por el ensordecedor ruido de los voladores y las “giladas” –largas sogas de hilo de henequén con cohetes- que los hacían perderse en el atardecer.
Son muchos otros que se quedaron en el tiempo y que hoy sólo podemos escucharlos de nuevo a través de grabaciones, y en las fonotecas que resguardan muchos de estos inolvidables sonidos que son hoy patrimonio sonoro, tesoros audibles, sin duda, muy valiosos. ¿Recuerdan el característico sonido del telegrafista en su mesa de trabajo? Yo lo mantengo vivo al igual que el de la máquina de escribir que me permitió hacer muchas tareas y escribir historias y poemas plasmados en delgadas hojas copia con papel carbón incluido, también el peculiar sonido del teléfono de disco, la campana del recreo escolar, las fuertes palmadas del panadero con el globo en la cabeza, aquel “diario, diario” del popular voceador Carrillo y el fuerte silbido del tren que anunciaba su salida a las cuatro de la madrugada.
Salir el domingo de paseo era un buen motivo para llenarnos de una sinfonía coloquial por todos esos evocadores sonidos: las campanadas de la iglesia que desde muy temprano llamaban a la primera misa dedicada a los niños y, mejor aún, escuchar las estrofas de “mexicanos volad presurosos, del pendón que la virgen en pos…”, que en el mes de diciembre y, en vísperas del día de la Guadalupana, el padre Edesio Pech ponía en su tocadiscos y que podíamos escuchar gracias a las grandes bocinas de trompeta marca Radson instaladas en lo alto de las torres de la iglesia de San Servacio. Y después de misa, al cine, lugar donde disfrutamos y vivimos grandes e indescriptibles emociones y que tampoco, con sus evocadores sonidos, me hace olvidar tan alegres días. Llegar a tiempo para ocupar el mejor lugar, luego de hacer larga fila para comprar los boletos, nos permitía escuchar, antes de que iniciara la película, a Ray Conniff y su orquesta y otros pegajosos temas de la época. El pregón de los “palomiteros” y quienes ofrecían chicles, golosinas o pepitas y cacahuates también resuena fresco en mi memoria.
Un imborrable y nostálgico recuerdo de mis ayeres fue, sin duda, ver disfrutar a mi abuelo en la sala, sentado en su mecedora y escuchando diversas frecuencias de amplitud modulada en su moderno radio marca Philco. Danzones, chachachás y contagiosos mambos salían de ese mágico y hoy antiguo aparato que aún guardo como verdadera pieza de museo.
Resuena también el tic-tac del metrónomo sobre el piano y las notas de tantas piezas tocadas en el teclado por los alumnos de mi madre en esas cotidianas clases de música que impartió por más de treinta años, y los infantiles cuentos y alegres canciones que escuchábamos mi hermano y yo, tirados en el piso junto a la consola y con las “cujas” de los discos de vinil entre las manos. Nostalgia pura que se quedó en mis recuerdos.
Cuánta evocación, cuántos sonidos todos vivos y muy presentes que siguen sonando en mis oídos a través de la nostalgia de aquellos días que no volverán, pero que los tengo celosamente muy grabados en mi memoria y, por supuesto, en un rincón también del corazón.
*Cronista de Valladolid