De quien haya sido la iniciativa en la OSY de contratar al joven director musical venezolano Rodolfo Barráez, lo único que merece es una muy grande felicitación, porque la OSY fue otra siguiendo la conducción del mencionado músico.
Sí. En el ambiente flotaba algo distinto. Los mismos integrantes de la orquesta preludiaban incesantemente. Esto significaba una conducta diferente. Pero nadie trabajaba con preocupación sino más bien con un particular contento. Tanto a los intérpretes como a los espectadores les hacía falta un cambio de imagen, un suceso que correspondiera a nuestra temporalidad.
Rodolfo Barráez no es tan sólo joven, tiene una personalidad que sabe utilizar de una manera clásica, la que le va muy bien, porque es muy elegante. Su vestimenta nos recordó a algún compositor clásico.
Con esa imagen pisó el proscenio del Peón Contreras para dirigir de memoria la Rapsodia Húngara No. 2 de Liszt. Con esa obra la sinfónica yucateca sonó con profundidad, en sus sentidos cabal y artístico. En esa atmósfera de desenvoltura y madurez, los músicos disfrutaron sus intervenciones casi hasta la convocatoria de la danza. Los distintos grupos orquestales tomaron una altura sonora conmovedora, exquisita, rara. Era otra orquesta. Y podría extenderme en azucarados y melosos calificativos, pero el miedo a una diabetes conceptual me obliga a detenerme justamente aquí. Al concluir la Rapsodia vino una sonora ovación y una gran andanada de bravos. El Director baja de su estrado y saluda en medio de los músicos. Este gesto nos define que él valora y reconoce el trabajo de los músicos y que el mérito no es sólo suyo, sino de cada uno de los atrilistas.
Barráez nos deja con una emoción que crece hasta el suspenso. Ahora toca hacer su entrada a los dos astros de la noche simultáneamente: El y Manuel Escalante.
El pianista saluda y se sienta. El maestro venezolano voltea hacia el yucateco quien hace un gesto de afirmación con la cabeza y el concierto para piano de Franz Liszt, da inicio. Manuel Escalante, desde los primeros acordes deja asentada la enormidad de su capacidad frente al teclado. La escritura de ese concierto es interpretada con la fuerza que demanda, pero en el sentido opuesto, lo cadencioso y dulce, suenan y saben a eso. De pronto nos encontramos con la soltura de un diálogo claro y transparente entre los tres, es decir, el solista, el director y la orquesta. Ellos ponen nuestro espíritu como el incesante andar de las nubes, que luego van y remontan espacialidades portentosas. Vaya modo tan especial de decir las cosas, por parte de cada uno de ellos. Manuel es ya un señorón del piano. Sus manos tienen una capacidad memorística excepcional, le fluyen los sentimientos de manera brillante. La obra de Liszt transcurre en un tiempo inadvertido, en una pequeña temporalidad, gracias a ellos tres y yo doy gracias por haber tenido la oportunidad de presenciar ese concierto impregnado de fuerzas nuevas.
Para esta obra, Rodolfo Barráez utilizó una larga batuta blanca.
Recibieron una ovación sin remilgos, de esas que reconocen los grandes logros profesionales. ¡Bravo, Manuel Escalante!
Para resaltar sus habilidades y cualidades, Rodolfo Barráez sin batuta y sin partitura enfrente de él, dirigió el último número del programa, la Sinfonía el Redoble del timbal, de Haydn. Esa presentación fue otro modelo del discurso corporal, dicho desde las manos exclamativas, los brazos extensos como la certeza de servir de vasos comunicantes entre la comunidad orquestal y los cientos de espectadores o el ágil torso que se dobla o yergue, según la indicación al instrumentista o la invocación a alguna deidad.
El concierto de la OSY en este septiembre será de lo mejor de este 2019, gracias a la presencia del venezolano Rodolfo Barráez, unida a la madurez y grandeza de nuestro Manuel Escalante.
La OSY tuvo un desempeño encomiable. Un saludo fraterno a todos ellos. Mi felicidad es mi gratitud hacia cada músico.
Ojalá tengamos más músicos y directores venezolanos en los años por venir.