Joaquín Tamayo
La novela histórica es un género de alto riesgo. Encararla significa un desafío mayor: sus bases están sujetas a un pasado específico y requiere, para cumplirse a cabalidad, de un delicado equilibrio a fin de no distorsionar del todo el episodio concreto del cual proviene. Si la memoria, como dice Rafael Pérez Gay, es el lugar donde las cosas ocurren por segunda vez, la novela histórica aspira a sembrar un verdadero recuerdo de la imaginación. El riesgo aumenta cuando se trata del general Pancho Villa, nuestro más célebre caudillo, el perseguido y el perseguidor más relevante y magnético del siglo XX, cuya existencia ha propiciado tantas reflexiones, testimonios, reportajes, películas, estudios biográficos y piezas literarias que siempre termina uno pensando que son cuentos por lo reales, como solía asegurar Gabriel García Márquez. El propio “Centauro del Norte” lo señaló así en un tono inquietantemente premonitorio: “La historia de mi vida se habrá de contar de distintas maneras”, le dijo a Ramón Puente en el libro Vida de Francisco Villa contada por él mismo (1919).
Jorge Pech Casanova (Mérida, Yucatán, 1966) encontró en Juntos en el infierno un modo muy suyo de contarnos a Pancho Villa, de viajar en él, de reconstruir a un hombre en su tiempo, a través de una novela que, en una época de recurrentes formas experimentales y de apuestas estéticas como la autoficción, constituye un oxigenante retorno a la narrativa clásica de largo aliento y más decantada. No hay en ella estrategias caprichosas ni rebuscamientos de estructura; no hay pasadizos secretos ni ases ocultos bajo el doblez de las 313 páginas. La prosa transcurre veloz, como la vida, sin que lo advirtamos, por el puro placer de relatar, y ese gesto de fluida claridad siempre se agradece. Escrita con los oficios de la crónica literaria y conducida casi en su totalidad por un narrador omnisciente aunque no por ello menos cálido y cercano al lector, la novela es dueña de una plasticidad de temperamento cinematográfico: sus capítulos, regularmente breves, alternan párrafos descriptivos con escenas dialogadas que recrean en planos paralelos la travesía de Villa y del mercenario Emil Lewis Holmdahl, por ejemplo; o de Villa y sus subalternos (Felipe Ángeles, Rodolfo Fierro, Emeterio Medina), o de Villa y el contexto político mexicano de la Revolución: Pascual Orozco, Francisco I. Madero, Victoriano Huerta y Venustiano Carranza, son una muestra. Un refuerzo constante al discurso novelístico es la adición de unos cuantos documentos (oficiales, personales y periodísticos) que el autor logra distribuir con mesura, elegancia y oportunidad a lo largo del libro. Poeta y ensayista, Jorge Pech Casanova no pudo evitar la sombra del cuentista que también ha sido: algunos tramos de la novela registran el esquema (principio, nudo y desenlace) y la precisión circular de los buenos cuentos que, incluso, podrían leerse por separado. Episodios como “Alma perdida”, “Por los pies de Montezuma” o “Dos crímenes” reflejan ese espíritu de la narrativa breve, de naturaleza redonda y concisa. Ni dudarlo: son capítulos con voluntad de cuentos. Pero, por encima de estos andamiajes técnicos sobre los que se ha levantado el corazón de este libro, está el lenguaje transformado en herramienta dúctil, en instrumento de navegación que sirvió para ordenar los desiertos de esta biografía, pues Jorge Pech supo darle a cada momento y a cada personaje la escritura precisa y adecuada: desde la reinvención de un idioma vernáculo y norteño, hasta la sobriedad de aire documentalista con la que aborda los sucesos históricos de la época como la cúspide de la División del Norte. Solo así, con ese gobierno sobre el lenguaje, se podría haber tenido el control de la senda de un hombre en plenitud de sus heridas, cuajadas de tantas contradicciones, desde el desconcierto casi infantil de su primer crimen, hasta la indolente barbarie que empleó en los pueblos conquistados. De la ternura, de la ingenuidad y de la lealtad de su floración como guerrillero todavía adolescente, Pancho Villa pasó a la sublimación de sus ideales y a la fidelidad de sus valores, para luego caer en el vicio de la vanidad y las oscuras costumbres del cacicazgo; terminó por ser todo lo que había abominado. Adquirió, como en los relatos de Borges, el rostro de su enemigo. De cualquier manera, él era su más peligroso adversario, él fue su propia herida. Después de leer Juntos en el infierno, uno imagina el esfuerzo de Jorge Pech –escritor del sur que miró hacia el norte– para echar a andar la poesía de tantos personajes y escenarios y, al final, encontrarse frente a frente no con el mismísimo Pancho Villa, sino con la cabeza del original José Doroteo Arango Arámbula, libertador, a su manera, de su propio infierno.