Pedro de la Hoz
Cuando el 13 de noviembre de 1868 murió en las afueras de París Gioachino Rossini, llevaba 39 años sin escribir óperas. Extraño silencio de quien fue, y es, considerado, uno de los imprescindibles en el desarrollo del teatro musical de todos los tiempos. Después de Guillermo Tell, estrenada en el teatro de la Academia Real de Música de la capital francesa, el operista italiano no volvió a cultivar el género.
Tan largo período de inactividad ha estado en el centro de numerosas conjeturas. El musicólogo español José Luis Comellas asegura que “prefirió el silencio al ridículo”, habida cuenta las transformaciones que hacia la medianía del siglo XIX tenían lugar en la escena musical europea.
Uno de los más acuciosos investigadores de la vida y obra de Rossini, el italiano Alberto Zedda, plantea una arista diferente: “Descubrí un Rossini sumergido, que tenía una forma de comunicación moderna. Fui el primero que dijo que el silencio rossiniano no era, como todos pensaban, porque su música era demasiado antigua respecto al mundo romántico que estaba surgiendo. Era una música abstracta, que hablaba con una simbología típicamente contemporánea: el ‘nonsense’, el juego, la ambigüedad... Y he ahí el misterio de Rossini: cómo es posible que una misma música pueda servir indistintamente para sufrir y disfrutar”.
Acaso con los pies mucho más puestos sobre la tierra, el notable músico español Tomás Marco observa: “La ópera era la principal manera de que un compositor se hiciera rico y Rossini lo era. Incluso escribió Guillermo Tell a cambio de una pensión vitalicia del Estado francés. Podía dedicarse, como lo hizo, a componer otras cosas para sí mismo sin necesidad de arriesgar una fama que ya era legendaria. Era el compositor más tocado y admirado del mundo. Hasta Stendhal le había dedicado una biografía entusiasta”. Quizás Marco había leído una frase de Rossini que retrata su materialismo vulgar: “Todos trabajamos por tres cosas: la fama, el oro y el placer. Tengo fama, no necesito oro, y los placeres de antaño me aburren”.
Calló en la ópera pero siguió haciendo música: divertimentos, obritas para los amigos, alguna que otra obra profana y, eso sí, importantes piezas sacras como el Stabat Mater (1833) y Pequeña misa solemne (1863).
Hoy día, a 150 años de su deceso, Rossini sigue siendo uno de los autores de ópera más populares y representados. Los registros de Operabase, que lleva las estadísticas de lo que se produce en diversas latitudes, nos hacen saber cómo solo en los primeros diez meses de este año Rossini no ha faltado en la escena. Desde La Cenerentola que abrió enero en Lyon hasta el Otello, el último verano en la ciudad búlgara de Plovdiv; desde Moisés en Egipto, que subió al San Carlo de Nápoles, hasta la nueva versión de La italiana en Argel, del Auditorio de Tenerife, sin olvidar la puesta de esta última obra en el Palacio de Bellas Artes, de México, interpretada por la mezzo Guadalupe Paz, el tenor Edgar Villalba, y el bajo chileno Ricardo Seguel, con dirección musical del serbio Srba Dinic.
Las palmas, claro está, se las lleva El barbero de Sevilla con 19 producciones y más de 200 funciones en teatros de Italia, Estados Unidos, Alemania, Serbia, Rusia, Austria, Lituania, Letonia, Uzbekistán, Eslovenia, Francia, España, Uruguay, Irlanda e Inglaterra. A lo que habrá que sumar las dos funciones del pasado fin de semana en el Teatro de la Ciudad de Monterrey, una coproducción del Consejo para la Cultura y las Artes, la Ópera de Nuevo León, la Secretaría de Cultura Federal y el Festival Internacional de Santa Lucía.
No es casual esta preferencia. Según esas mismas estadísticas, El barbero… ocupa el octavo puesto entre las óperas más populares de lo que va de siglo XXI, antecedida por La traviata, de Verdi; La boheme, de Puccini; Carmen, de Bizet; La flauta mágica, de Mozart; Tosca, de Puccini; Las bodas de Fígaro, de Mozart; y Madama Butterfly, de Puccini.
De modo que si el oro, la fama y los placeres –se dice que fue un gastrónomo empedernido– murieron con él, la música de Rossini, a pesar de sí mismo, lo sobrevivió.